No se hablaba de él. No se recordaba que Evguénia Ginzburg había tenido un hijo. No se agitaba su complicada historia como vástago de una familia condenada al Gulag, separado de sus padres y de sus abuelos e internado en un orfanato hasta los dieciséis años. Ignoro por qué la ley del estrellato y el anonimato se cumple también entre las víctimas de cualquier desastre, pero se cumple: existe una misteriosa jerarquía por la que un muerto, un perseguido, un condenado es más prestigioso que otro, jerarquía que no obedece necesariamente al papel social de sus componentes en la vida corriente. La peripecia vital de Aksiónov, con todo y la importancia de su madre en el mundo de los vivos, de los muertos y de los condenados, fue extrañamente ignorada.
Cumplió varias de las condiciones para alcanzar la celebridad: fue internado, sus escritos circularon en samizdat; fue desterrado, despojado de la condición de ciudadano; emigró a los Estados Unidos para enseñar literatura rusa; recuperó su nacionalidad en 1990, aunque el silencio de Occidente le acompañó hasta la tumba (murió en 2009). Había escrito decenas de novelas, libros de cuentos, guiones cinematográficos.
Ahora, tras la aparición de Una saga moscovita, ese silencio es imposible.
Hace unos años viajé por primera vez a la República Dominicana. Había empezado en Barcelona una novela de Norman Mailer que tenía 1.200 páginas. Leí durante todo el viaje, y cuando llegué a Santo Domingo, ciudad maravillosa, no pude detenerme, y no salí del hotel hasta que terminé el libro. Lo mismo me ha ocurrido, sin viaje de por medio, con las 1.200 páginas de Una saga moscovita, y juro que no me habría embarcado rumbo a ninguna parte si ello me hubiese demorado en la lectura.
No hay historia nueva. ¿De qué trata Una saga moscovita? Del modo en que se fue pudriendo el socialismo soviético; como Vida y destino de Grossman, como El deshielo de Ehrenburg, como El maestro y Margarita de Bulgákov, como El doctor Zhivago de Pasternak; y cito las más grandes, a las que ahora habrá que añadir ésta, de no menor calidad que cualquiera de ellas. No menos tolstoiana. De no menor dimensión literaria. Y completamente distinta de las otras, que por otra parte lo son entre sí.
Hubo que esperar casi cien años, hasta 1874, para que Victor Hugo, en El noventa y tres –la primera parte de una trilogía que jamás se completó–, escribiera la gran novela crítica de la Revolución Francesa. Y después pasaron otras cuatro décadas hasta que Anatole France publicara Los dioses tienen sed, en 1912. Y medio siglo más hasta que Carpentier compusiera El siglo de las luces (1962). Y tanto la obra de Hugo como la de Carpentier fueron generadas a partir de experiencias posteriores a la revolución misma: la Comuna de 1871 la primera, la revolución cubana la segunda. El proceso soviético, en cambio, produjo su propia literatura sobre la marcha, con un heroísmo incomparable. Pasternak tardó treinta años en dar forma definitiva a Zhivago, en condiciones deplorables. Vida y destino debió su milagrosa subsistencia a la generosidad y el esfuerzo de unos cuantos, como conté en estas mismas páginas.
Una saga moscovita es en origen una trilogía; ahora reunida en un solo tomo, fue publicada en tres libros en 1989, 1991 y 1993, precisamente en el momento del gran cambio en Rusia, después de más de setenta años de comunismo. Sin embargo, su edición actual es la que tiene que ser, porque se trata de una sola historia, la de la familia Grádov, desde la muerte de Lenin hasta la de Stalin. ¡Qué privilegio, el de conocer la historia de una nación a través de la experiencia particular! Y comprobar –como podríamos hacer en una novela abarcadora y grande como Una saga moscovita, que aún no se ha escrito, sobre la guerra civil española– que la historia pasa por cada individuo de una manera particular. El cirujano de formación prerrevolucionaria, el joven militar rojo, el comunista activo, la casi niña poeta que cae en las garras del perverso sexual Beria (primera vez que veo una exposición literaria de la paidofilia del malvado jefe de la policía secreta: sólo por esto, el libro valdría la pena), con todas sus contradicciones, miedos y renuncias.
Por último: Una saga moscovita nació clásica e imprescindible.
La traducción, por cierto, es de Marta Rebón, a quien ya debemos la última edición de Zhivago y Vida y destino.
Es un gran regalo de Navidad, para los demás y para uno mismo. Léala y haga leerla.
VASILI AKSIÓNOV: UNA SAGA MOSCOVITA. Belacqua (Barcelona), 2010, 1.200 páginas. Traducción: Marta Rebón.