En el registro fósil de la Humanidad sólo hay hueso. Podemos trabajar con él, con el resto petrificado de lo que hace miles de años fue un ser humano o prehumano deambulante, sufriente, pensativo. Pueden los paleontólogos extraer de su inerte caparazón desecado informaciones increíbles sobre su aspecto y función, y reconstruir con ellas de manera fiel el modo en que su usuario se comportaba: qué comía, cómo se movía, con quién se apareaba, de qué murió… Pero no podemos mirar directamente a los ojos de un Homo heidelbergensis y preguntarle: "¿Qué pasaba por tu mente? ¿Por qué sufrías? ¿A quién amabas?".
Buena parte de la divulgación peleontológica moderna ha tratado de explorar este camino insondable, con mayor o menor éxito. Demasiado a menudo se ha entregado a una suerte de molicie especulativa similar a la que nos tienta con atribuir facultades humanas a los animales. El neandertal o el ergaster aparecen así como vecinos cuyas emociones se asemejan demasiado a las nuestras, protagonistas de una divulgación más peliculera que rigurosa en la que todo vale.
Afortunadamente, no todos los divulgadores caen en el error de la sensiblería. Y si hay alguien que se salva de él con maestría es Juan Luis Arsuaga, tan hábil en el uso contenido de la invocación a lo sensible como riguroso en los términos (no podría ser de otro modo, tratándose de quien se trata). Su última entrega es un bello ejercicio de literatura científica en el que propone al lector, precisamente, que haga lo que la ciencia no puede hacer de manera directa: escrutar la mirada de nuestros ancestros.
Cuenta para ello con la inestimable ayuda de dos de los ilustradores de la prehistoria más afamados del mundo, Adrie y Alfons Kennis, que nos regalan algunas de las imágenes más conmovedoras de la paleorreconstrucción moderna, como el retrato de familia de los miembros del clan enterrado en al Sima de los Huesos de Atapuerca. Arsuaga se vale del poder magnético de estas imágenes artísticas para hilvanar la historia que a él más le gusta contar, y que en realidad son dos.
Por un lado, Arsuaga repasa los conocimientos más actuales sobre la evolución de la especie humana a partir de lo que nos cuentan los huesos fosilizados. Un repaso que no deja de ser siempre frustrante, ante la avalancha de nuevos descubrimientos, nuevas filogenias propuestas, nuevos nombres de especies que aparecen y desaparecen, discusiones científicas difíciles de saldar. Como el propio autor se pregunta, "¿es que no sabemos en realidad casi nada de nuestros orígenes?". "Parece como si los grandes descubrimientos de los últimos años hubieran oscurecido el panorama en lugar de aclararlo".
La segunda de las historias que transitan este libro es menos académica y más personal: se refiere al deus ex machina que podría resolver el gran misterio de los fósiles de Atapuerca y que se ha convertido en un objetivo buscado casi hasta la obsesión por sus descubridores: ¿es posible que la configuración de los hallazgos más importantes de estos yacimientos nos esté indicando la presencia tempranísima de una mente trascendente en el ser humano?
La historia ya la ha explicado Arsuaga en otras obras: el hombre y la mujer de Atapuerca, en concreto la población de heidelbergensis de la Sima de los Huesos, pudieron haber practicado enterramientos rituales. De ser así, como parece indicar la disposición de los fósiles en la sima y el hallazgo de lo que podrían ser piezas rituales funerarias, aquellos homínidos se habrían reunido "juntos, graves y sobrecogidos" en torno a un mismo rito, que les enfrentaba a lo que Arsuaga llama "el misterio, lo que está más allá de donde alcanzan los sentidos, lo que no se ve, la otra orilla".
La reconstrucción de ese concepto de misterio, hasta ahora sólo conocido en dos especies de los billones que han habitado la biosfera (el neandertal y el Homo sapiens), es la parte más bella de esta bella obra. Quizás porque todavía seguimos preguntándonos por nuestro propio misterio.