Si Smith fue tan poco "económico" con sus palabras, dice O'Rourke, fue por motivos claramente económicos: "Cuando La riqueza de las naciones se vendía por una libra y 16 chelines, el salario medio rondaba los 10 chelines semanales. Los consumidores demandaban un buen peso". Quizá piensen lo mismo hoy en día los lectores de la " apología pro vita sua de Bill Clinton", de un millar de páginas, "que podría haberse quedado en unas pocas palabras", agrega O'Rourke.
Smith se propuso con su tocho refutar las doctrinas intervencionistas de los mercantilistas, quienes creían que sólo limitando las importaciones e imponiendo trabas al libre mercado podían prosperar las naciones. Conviene recordar que el mercantilismo y el liberalismo son cosas bien distintas, antagónicas, pues hay por ahí mucho periodista de "reconocido prestigio", como Fernando Delgado, que andan confundiéndolos para equipararlos.
De acuerdo con el economista escocés, para poder prosperar se necesita "poco más que paz, impuestos sencillos y una tolerable administración de justicia". Efectivamente, si el Estado fuera un mero policía y no se entrometiera en nuestras vidas, el mundo iría francamente mejor. Eso es lo que quiere decir la célebre frase "laissez-faire, laissez-passer, le monde va de lui même".
Con todo, hay que decir que Smith no fue, precisamente, un adalid del Estado Mínimo, pues aceptó que éste se ocupara de las obras públicas o fijara leyes contra la usura. A pesar de ello, su visión del Estado sería tachada hoy de radical.
No necesitamos tanto Estado porque los intereses individuales que dan vida al mercado general lo que tantos denominan un "bien común". Para Adam Smith, nos recuerda Carlos Rodríguez Braun en su introducción a La riqueza de las naciones (Alianza Editorial), "la conducta económica fundada en el propio interés desencadena, a través de la mano invisible del mercado, siempre que haya un Estado que garantice la paz y la justicia, un resultado que no entraba en los planes de cada individuo: el desarrollo económico y la prosperidad general".
A Smith se le ha considerado innumerables veces un apologista del más despiadado egoísmo. Nada más falso. "Por más egoísta que se pueda suponer al hombre –escribió en su mejor obra, La teoría de los sentimientos morales–, existen evidentemente en su naturaleza algunos principios que lo mueven a interesarse por la suerte de otros y a hacer que la felicidad de éstos le resulte necesaria, aunque no derive de ella nada más que el placer de contemplarla". Al habla O'Rourke:
La teoría de los sentimientos morales explica cómo la imaginación puede hacer que nos preocupemos por los demás, mientras que La riqueza de las naciones nos muestra cómo la imaginación puede conseguirnos la cena y un par de pantalones.
Frente a lo que sucede en el mercado, la política genera un orden no cooperativo presidido por la coacción y generador de conductas perversas. La gente se organiza para conseguir de los políticos leyes que le protejan de la competencia (pensemos, por ejemplo, en el caso del cine español); y dado que a los políticos les encanta decir a la gente cómo debe actuar en todo momento, pues se lanzan a prohibir a troche y moche. Smith fue un claro crítico de estos parásitos, a quienes acusó, nos recuerda O'Rourke, de "violar los más sagrados derechos de la Humanidad".
Con Smith podemos saber por qué la libertad funciona y por qué la coacción es contraria a la naturaleza humana. En estos tiempos que corren, el libro de O'Rourke es un ventarrón de aire fresco frente a la polución generada por la plétora de obras que abogan por las tiranías y denuncian la globalización.
Ojalá algún editor se lance a traducirlo al español. Pero si es que no, y si usted no domina la lengua de Shakespeare, haga caso a Federico, cómprese el Autoinglés On The Road y zambúllase en las páginas de la versión original. Merece la pena.