Ya en el siglo XX, Robert Graves se lanzó al género con un proyecto tanto pedagógico como literario. Después, Marguerite Yourcenar escribió las memorias del emperador Adriano. Veinte años separan Claudio (1931) de Adriano (1951). Entre los dos apareció Mika Waltari, con Sinhué (1945). Graves y la Yourcenar eran auténticos sabios y vivían en la Antigüedad tanto como en su propia época. Waltari no era un sabio, sino un curioso, fascinado por la posibilidad de viajar en el tiempo cuando Finlandia era un territorio helado, pobre y alejado de todas partes, incluido el presente.
Le fue bien y logró, sin proponérselo, ser un best seller cuando aún no se manejaba ese concepto en la industria editorial. También sin proponérselo, dio origen a una fórmula, a un modo eficaz de reinventar la historia sin poseer la solvencia de los grandes maestros. En la actualidad, hay una industria editorial-narrativa cuyos productos seudointelectuales resultan de día en día más deleznables. Hay excepciones, como Umberto Eco o Gore Vidal, pero el conjunto está pensado para durar una temporada y acabar en la basura o en el ciclo del eterno retorno de los libros usados.
En España, donde esa producción de trágica pobreza intelectual tiene ya muchos y muy exitosos representantes –cuyos nombres omito, dejando al criterio del lector la elaboración de la lista–, hay también excepciones. El Cid de José Luis Corral, en el que la buena prosa se combina con la rigurosa investigación, es una de ellas. Ahora, Fernando Martínez Laínez, un escritor probado, autor de inolvidables ficciones policíacas, ha publicado El rey del Maestrazgo, una novela ejemplar en todos los sentidos del término, que debemos incluir en el magro número de las obras a salvar.
El rey del Maestrazgo es una novela a varias voces –no sé por qué los críticos insisten en llamar corales a las obras que se realizan a través de parlamentos disonantes– en la que se cuenta la historia de España en torno de la primera guerra carlista. Uno de los protagonistas –y narradores– es Ramón Cabrera, el general carlista que llegó a ser conocido como el Tigre del Maestrazgo por el papel ferino que allí le tocó desempeñar.
Cabrera escribe desde el exilio inglés –¿desde dónde, si no?–, cuando el fin de su existencia está próximo, es decir, alrededor de 1876, sin fe alguna en los argumentos de su memoria respecto de los acontecimientos de treinta, cuarenta años atrás, entre 1836 y 1855, fechas de las desamortizaciones de Mendizábal y de Madoz; entre la regencia de María Cristina, el reinado de Isabel y la Primera República; entre Fernando VII y Alfonso XII, a través de las campañas del pretendiente Carlos María Isidro de Borbón.
Escribe sin fe en la historia, diciendo que lo que pasó "nunca fue exactamente como lo recordamos" y acaba por convertirse en una serie de "ficciones que el tiempo va devorando sin aportar otra cosa que sombras". Algo muy distinto de lo que asume Martínez Laínez, quien propone el relato de aquellos sucesos como espejo de nuestro propio tiempo, precisamente en busca de luz.
La repetición, decía Freud, conduce a la muerte. Pone los pelos de punta el comprobar cómo se reproduce la historia, cómo perduran los enconos carlistas, esparteristas, mendizabalianos, en la política de hoy, encarnados en independentismos, anticlericalismos e intervencionismos de todo jaez. El ver cómo los partidarios del destituido Mendizábal, "por medio de agentes y dinero, promovieron levantamientos revolucionarios en varias ciudades de Andalucía": "De Barcelona llegó un amigo de Mina con veinte mil duros para inflamar la revuelta, y el desorden se extendió a las calles", narra Aviraneta, cuya es una de las voces de la novela.
El propio Cabrera, ante el espectáculo de su memoria, afirma: "Pudimos haber ganado, sí señor, aunque quizá mejor que no ocurriera". Algo que podían haber suscrito no pocos de los vencidos de 1939, de haber considerado lo vivido con una mano en el corazón. "España es una nación cansada sobre la que ha llovido demasiado dolor. Un todo siempre en lucha con sus partes. Un cuerpo en perpetua discordia con sus propios miembros; un río que no encuentra sus afluentes. El resultado es una tensión insoportable, que algún día nos hará saltar por los aires. Entonces, todos seremos más débiles y peores, una presa fácil para cualquiera", anuncia el Tigre.
En eso estamos, y es bueno que Martínez Laínez, desde la novela, ponga el dedo en la llaga de las reiteraciones trágicas del presente español apelando a ese pasado que aún no hemos conseguido asimilar, reducir a la noble condición de cicatriz.