Alonso, y como él otros, quedó sorprendido por las reacciones viscerales de una parte de la sociedad contra los Estados Unidos, contra las sociedades libres y contra la propia cultura. Y se puso a escribir. Doce de septiembre tiene, pues, mucho de testimonio personal de alguien profundamente molesto, de alguien que se siente en medio de un desierto moral y decide romper a gritar.
Su tesis, certeramente resumida por Álvaro Vargas Llosa en el prólogo, es que lo que se está produciendo "no es la lucha del Islam contra el Cristianismo, y ni siquiera la del fundamentalismo islámico contra el Occidente, sino del Occidente contra el Occidente mismo", que es muy anterior al acto terrorista de aquel 11 de septiembre. Alonso hace un diagnóstico preciso del problema, e intenta identificar sus aristas.
La filosofía es, ante todo, la actitud de sorprenderse por lo que ocurre. Y la persona que se oculta tras el pseudónimo de Martín Alonso está profundamente sorprendida no ya por el desapego, por no decir la hostilidad, de gran parte de la sociedad occidental por su cultura, sino por cómo aquélla se ha logrado sustraer de la realidad y parapetarse en un discurso que parece inmune a la observación más elemental de la realidad, cuando no a los postulados más básicos de la lógica. Un ejemplo: nada más tener lugar los atentados se oía desde la ciénaga antioccidental, al mismo tiempo, sin solución de continuidad, que la pretensión de Bush de buscar a los culpables en el mundo musulmán era seguramente equivocada... y que los Estados Unidos lo tenían merecido por sus atropellos sin fin hacia el Islam. Alonso disecciona con precisión las brutales contradicciones lógicas de esa posición.
El problema, nos dice Alonso, es que Occidente ha perdido la capacidad de juzgarse con objetividad, y que esa atención a los hechos –o al juicio de los mismos– mediante una sabia combinación de observación y lógica que se daba en llamar recta razón ha sido sustituida por la ideología. Como en Michael Moore o Dan Rather, el criterio de la verdad se desplaza de la realidad a la ideología, que toma su lugar.
Esa ideología tiene sus barandas, y sus vías de expresión y transmisión. "El discurso político y cultural occidental ha sido secuestrado por una especiosa amalgama de artistas, académicos, intelectuales y comunicadores constituidos en una aristocracia política", afirma Alonso en un momento dado. Tal aristocracia es en realidad una cosa cutre y antiintelectual. En ella destacan hombres como Noam Chomsky, "[que] reemplaza la coherencia lógica del relato por la coherencia teleológica, es decir, profunda, de la verdad trascendental que debe prevalecer". Es la tradicional oposición entre la razón y la gnosis, con un microbio intelectual y moral como protagonista.
Los medios, nos dice Alonso, no son ajenos a la construcción de un discurso que huye de la realidad y que aspira, en verdad, a suplantarla. Un ejemplo: The Globe and Mail ignoró una manifestación de 10.000 personas en defensa de la familia tradicional y concedió su portada a ocho manifestantes que abogaban por el matrimonio homosexual. Otro, más siniestro: The New York Times publicó una entrevista a Bill Ayers, un terrorista confeso de los años 70 que tenía como filosofía lo que sigue: "Matar a los ricos. Destrozar sus coches y apartamentos. Llevar la revolución a casa. Matar a nuestros padres". Ante la extasiada entrevistadora, Myers declaraba: "Creo que no pusimos las suficientes bombas. No descarto la posibilidad [de volver a hacerlo]". Se nos olvidaba decir cuándo se publicó la entrevista: el 11 de septiembre de 2001...
Esta ideología antioccidental de que venimos hablando es, por su propia naturaleza, negativa. Y se basa en el odio, un odio que se vierte sobre Estados Unidos e Israel en cantidades industriales y que parece inextinguible.
Martín Alonso da cuenta de cómo se ha ido extendiendo el antiamericanismo, que ha pasado de vicio de la clase conservadora europea a locus axial del fascismo y el nacionalsocialismo, primero, y de la izquierda anticapitalista, después.
Curiosamente, el fracaso histórico del socialismo ha esparcido el antiamericanismo por toda la sociedad, hasta convertirse en "el principio organizador de los movimientos de la sociedad civil y la vía de expresión preferente para cualesquiera agravios, frustraciones o inseguridades".
El odio a los judíos es un fenómeno milenario y mucho más complejo, pero, apunta Alonso, hay tantos episodios de crisis con el mismo destinatario en la historia europea que el mecanismo del antisemitismo es "doblemente efectivo, a fuer de haber sido ensayado hasta con el mismo sujeto pasivo" como chivo expiatorio. Como oscura causa última de todos los males.
Doce de septiembre no se queda aquí, y disecciona algunos de los mitos contemporáneos, entre ellos el macarthismo, el Watergate y el Protocolo de Kioto. Asimismo, examina alguna de los males de este nuevo Occidente, que parece huir de sí mismo: la secularización como agente disolvente, la disolución de la realidad, el descrédito del debate genuino, la imposición de la más implacable intolerancia en nombre de la tolerancia…
Leído lo leído, no es de extrañar que Martín Alonso caiga en el pesimismo y diga, nada menos, que la sociedad occidental "no sobrevivirá". El caso es que, durante la presentación del libro en Madrid, le pregunté por la aparente contradicción entre su crítica a la idea totalitaria del fin de la historia y esa apelación suya un futuro preescrito. Entonces pareció asumirla. Pero el mero hecho de lanzar este grito de denuncia en forma de ensayo es en sí mismo un acto de esperanza, al que me sumo con confianza.