Rivera tritura al progresista nada más comenzar el libro. Para él, ser progre consiste en "padecer cierta forma de cautiverio intelectual", y critica a la izquierda su "opiácea ortodoxia".
Con una declaración de principios tan contundente, su ulterior alegato en pro de la sociedad capitalista parece escrito por un liberal de la talla de Carlos Rodríguez Braun. Podría apostar a que el autor del Diccionario políticamente incorrecto suscribiría pasajes como el que sigue:
"El rechazo del mercado en una civilización extensa, obsesión favorita de los antiliberales, sólo parece que se pueda hacer en nombre de la añoranza por la vieja solidaridad tribal, o bien para proponer que sea el Estado el organismo de coordinación económica que sustituya al mercado".
Al entender de este modo cómo funciona la sociedad, Rivera es capaz de apreciar que el Estado Providencia atenta contra la libertad y la generosidad individual, ya que "al dejar en sus manos la misión de ser solidario por nosotros, desaprendemos progresivamente la facultad de ayudar a los demás y precisamos cada vez más que ejerza en nuestro nombre labores asistenciales". Más aún, en la medida en que interviene en la economía, crea el entorno adecuado para que se multipliquen los grupos de presión que quieren vivir parasitariamente de la sociedad, lo cual viene a demostrar que, bajo el manto de la solidaridad, se da un expolio a gran escala que sólo beneficia a unos pocos.
Como no podía ser menos en una obra sobre la libertad y el capitalismo, se dedica un capítulo al análisis de las teorías liberales de la propiedad privada. Sin embargo, quizás sea aquí donde el autor de Lo que Sócrates diría a Woody Allen incurre en más incoherencias. Principalmente, yerra al criticar el concepto de "autopropiedad", del que es deudor el liberalismo. Para entendernos: un liberal entiende por "autopropiedad" el que cada individuo es dueño de su cuerpo y sus facultades, por lo que aquello que cree será suyo. Rivera critica este postulado, porque considera que las capacidades individuales son claramente arbitrarias. Por eso, éstas conforman un "activo común" que "hace posibles numerosas complementariedades entre los talentos cuando se organiza de maneras que permiten sacar ventajas de estas diferencias".
Rivera asume acríticamente esta premia de uno de los gurús de la izquierda, John Rawls. Aunque éste no es el lugar para analizar sus ideas, baste decir que Rawls llegó a sostener que "los favorecidos por la naturaleza no podrán obtener ganancias por el mero hecho de estar más dotados, sino solamente para cubrir los costos de su entrenamiento y educación y para usar sus dones de manera que también ayuden a los menos afortunados". En la medida en que Rivera pone una alfombra roja cada vez que cita a Rawls, su defensa de la libertad explota como un globo cuando es expuesto al fuego. La prueba del algodón no engaña: donde no se reconoce el derecho absoluto del individuo a la propiedad privada y se ponen cortapisas de cualquier clase no hay libertad verdadera.
Evidentemente, a todos nos preocupa el bienestar de los más desafortunados. La cuestión es si la redistribución light que propugna Rivera es eficaz y, sobre todo, si no vulnera los derechos individuales. A pesar de lo anterior, hay que reconocer que, en ocasiones, acepta las contradicciones en que incurre, lo cual dice mucho de su honestidad intelectual.
Aunque Menos utopía y más libertad contiene errores que dinamitan su brillantez general (Rivera tiene bien claro que "la apuesta ganadora para la izquierda es convertirse en una izquierda liberal o, mejor aún, en un liberalismo de izquierdas"), nos encontramos ante el libro que está llamado a civilizar a Rodríguez Zapatero. ¿Será posible?