Como la enfermedad sobrevino cuando acababa de mudarme, me encontré de pronto, en días de obligado encierro, repasando libros de los que no había hecho caso durante años. Uno de ellos, de Ernesto Goldar y de curioso título: Los argentinos y la guerra civil española. No lo había leído. A pesar de haber sido publicado en 1986, no llegó a mis manos hasta diez años más tarde, cuando acababa de escribir mi libro sobre la guerra y El soldado de porcelana, es decir, cuando mi saturación del tema era absoluta y ni siquiera la originalidad del enfoque me hacía caer en la tentación.
Lo he leído ahora, de un tirón y sin salir del asombro página a página. Lo que Goldar hizo no es un trabajo sobre la participación de argentinos en la guerra –que eso también, aunque muy de pasada, porque hubo voluntarios argentinos en los dos bandos y es una cuestión muy poco estudiada, como poco estudiada está la más general de los voluntarios nacionales–, sino una relectura de la prensa de la época, de los acontecimientos que se sucedieron en Buenos Aires en los días de la contienda, desde la organización del envío de dinero y víveres hasta visitas como la de Marañón o la de Indalecio Prieto, además de los enfrentamientos entre españoles residentes de un lado y de otro. La primera visita relacionada, por cierto, no fue la de un español, sino la del presidente de los Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, en noviembre de 1936: el hombre no estaba ni siquiera decidido a participar en la guerra mundial que se avecinaba –era más bien renuente, como se sabe, y sobre todo supo Churchill–, pero los partidos argentinos identificados con el antifascismo, empezando por el más numeroso y popular, la Unión Cívica Radical, lo recibieron como adalid de su causa, con muchedumbres en el puerto y actos de apoyo a lo largo de su estancia en el país.
La prensa argentina se dividió en aquellos días. El diario más leído, Crítica, se decantó desde el comienzo por la República. Lo mismo hizo Noticias Gráficas. En cambio, La Razón se inclinó por los nacionales. La Nación, que era y sigue siendo en el nuevo siglo el mejor diario del país, hizo lo más deseable: durante los años de la guerra dedicó media portada (la derecha) a la información republicana, y media (la izquierda) a la información de los rebeldes. El padre Leonardo Castellani, de quien tanto estamos hablando últimamente, define Crítica como el "pasquín blasfemo en que ceba su espíritu el populacho de las grandes ciudades".
Todo es división. Del 5 al 15 de setiembre de 1936 se reúne en Buenos Aires el Congreso del PEN Club. Por el lado antifascista acuden Stefan Zweig, Emil Ludwig, Alfonso Reyes, Jules Romains y Georges Duhamel; enfrente tienen a Filippo Tomaso Marinetti, a Mario Puccini y a Giuseppe Ungaretti. La ilustre Victoria Ocampo dijo en aquel momento:
El escritor –que existe para la libertad– debe ser más sensible que nadie a la coacción: enemigo de todos los que la restringen, y más enemigo de quienes la restringen más; en tal sentido, el régimen fascista recoge la más triste de las supremacías.
A lo que respondió Marinetti:
[El Duce] ha logrado conquistar el espíritu tímido, temeroso, de pocas miras, de la pequeña burguesía que ahora ha ajustado su ritmo vital a las directivas de Mussolini.
Escribe Goldar una frase que me resulta realmente desconcertante:
Algún episodio puede motivar risitas, como la noticia conocida de un teniente espía de los facciosos que al ser descubierto fue arrojado desde un avión, pero a la semana, el 26 de julio, las novedades van a cobrar el tono pasional, romántico y libertario del que no se apartarán a lo largo de tres años.
No comprendo por qué el terrible suceso descrito puede motivar risitas, a menos que nos encontremos en el patio de un penal o de un manicomio. Y sí comprendo que Goldar, hombre de izquierdas, celebre el paso de la información a la propaganda.
Él mismo mezcla las dos cosas según avanza en el libro. Veamos algunos ejemplos: "Los actos de barbarie pululan; se reconoce que la guerra española en nada se parece a otras guerras, que hay 100 fusilados por cada muerto en combate". "La Internacional Comunista tiene en su poder 4.000 documentos sobre la injerencia del Reich y de los banqueros británicos en España". (Y no es que ni el Reich ni esos banqueros no tuvieran intereses en juego en la guerra, cosa de todo el mundo conocida, sino que la fuente citada es, cuando menos, parcial).
Al analizar los distintos colectivos de españoles en acción en la Argentina de aquellos días, apunta Goldar, empleando ingenuamente los términos regionalismo y autonomía:
Dos grupos se destacan por su regionalismo, tan marcado que casi puede decirse que actúan por su cuenta. Unos son los catalanes del comité "Llibertat", de la Federación de Entidades Defensoras de Cataluña, quienes ante el conflicto determinan una vez más reafirmar su autonomía. En la declaración primaria remitida al señor Companys, presidente del gobierno de Cataluña, los catalanes residentes en la Argentina confirman su adhesión a "los principios eternos e inmutables de la nación catalana" y lamentan "cualquier sangría que pudiera hacerse a las fuerzas leales de Cataluña empleándolas en la defensa de cualquier otro interés, por alto que sea, que no fuese el catalán". Los otros son los vascos de "Euzkadi", patriotas de su autonomía, católicos, dirigidos por el consejero del Partido Nacionalista Vasco Jesús de Zabala. [Los subrayados son míos, aquí y en el resto de los extractos, son míos].
Explica bien Goldar la influencia de la Guerra Civil en la política interior argentina: cómo el radical Raúl Damonte Taborda gana unas elecciones con un discurso en el que se trata únicamente de la lealtad a la República y del antifascismo, y cómo nace y muere, entre 1836 y 1939, el Partido Socialista Obrero, de sectores radicalizados del Partido Socialista Argentino y del PC: lo que no explica, probablemente por los límites de la propia obra, es la forma en que la gestación de esa variante socialista obedece a las directivas del Comintern.
Y aparecen datos impensables a lo largo de todo el libro. Algunos, decididamente falsos, pero no hijos de la incuria de Goldar, sino de las hemerotecas, de los medios que publicaron en su día falsedades. Otros, sorprendentes y pendientes de confirmación.
Escribe Goldar:
Se dice que Durruti asaltó bancos argentinos para obtener fondos para la Idea. Muere peleando en el frente de Madrid el 20 de noviembre de 1936. A los pocos días los franquistas fusilan a su madre en represalia, en León.
Y en otra parte:
¿Quiénes son los artistas y los intelectuales argentinos amigos de Franco? Comparativamente pocos [...] Están con Franco: Carlos Ibarguren, Manuel Gálvez, José León Pagano, Arturo Cancela, Leopoldo Marechal, Ignacio B. Anzoátegui, Alfonso de Laferrere, Josué Quesada, Homero Guglielmelli, Rafael Jijena Sánchez, Pilar de Lusarreta, Vicente Sierra y Gustavo Martínez Zuviría, entre otros, todos hispanófilos y ligados a la Iglesia católica. Sigfrido Radaelli y Julio Cortázar, muy jóvenes, activan en una sección de socorro falangista. [Que nadie se lleve las manos a la cabeza: hace tiempo que Eduardo Montes-Bradley nos hizo conocer el dato en Cortázar sin barba, publicado por Debate].
Por último, y puesto que es imposible resumir aquí todo el libro, quiero volver sobre la gran Victoria Ocampo y, de paso, a José Bergamín, a su proverbial intolerancia y su sectarismo paradigmático, que avanza sin duda el espectro de la memoria histórica a la que se nos quiere someter. A través de lo que anota Ernesto Goldar, que no estaba por la labor de reconocerle nada a la Ocampo:
Gregorio Marañón ha sostenido ásperos enfrentamientos con la autoridades republicanas, y sus declaraciones son de lo más negativas. Es un momento difícil, y el lado antifascista le abomina. Y será en estas circunstancias que a Victoria Ocampo no se le ocurre mejor idea que invitarle al país para agasajarlo. En una carta fechada en Madrid el 23 de abril de 1937, el escritor católico y republicano José Bergamín le recrimina en términos excesivamente duros el convite programado a Marañón. La carta dice así: "Me llega aquí y ahora la noticia de la hospitalidad por usted ofrecida en Buenos Aires al desbaratado doctor Marañón, el que más que médico o curandero de su deshonra, es traficante de ella. No puedo entender cómo, usted, con la responsabilidad moral que la dirección de su revista, y su personalidad moral, tan significada, le exigía, ha podido tener ese gesto, creyendo amparar con una aparente falsa generosidad quijotesca, que usted acaso considera valerosa, la cobardía de ese renegado de todo; rechazado por todos aquellos que en momentos decisivos sienten la sensibilidad herida por el escándalo vergonzoso de su conducta. (...) Usted, con su equivocada y equívoca protección se hace cómplice suyo y enemigo nuestro. Enemigo del pueblo español. Enemigo de España. Porque el delito de lesa patria que ese Marañón va explotando remunerativamente por el mundo, es un crimen en perpetuación constante.
¡Ay, Dios, esto era Bergamín!
ERNESTO GOLDAR: LOS ARGENTINOS Y LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA. Contrapunto (Buenos Aires), 1986.