Sáiz Álvarez es todo un neoclásico en sus conclusiones teóricas. Basándose en un estrecho equilibrismo paretiano, desmenuza toda una serie de supuestos fallos del mercado que le abocan a una supuesta inexorabilidad intervencionista del Estado. No salimos en todo el libro de, como diría Hayek, "un paradigma cientista" que sigue creyendo en la posibilidad de diseñar cartesianamente los procesos sociales.
No es necesario ahondar aquí en la falsedad de estas pretensiones. Están contenidas en cualquier manual medio de economía de los que se estudian hoy en las facultades españolas, y su recorrido no va más allá de su sempiterno complejo respecto de las ciencias naturales, a las que pretenden emular. Ha habido y, sin duda, habrá sobradas ocasiones para criticar una y otra vez los fallos fundamentales de este paradigma económico.
El libro de Sáiz Álvarez no es, por tanto, novedoso debido a su contenido económico, sino especialmente por las curiosas relaciones que se efectúan entre catolicismo, intervencionismo y liberalismo. En concreto, la propuesta de nuestro autor se resume en articular lo que él denomina "la economía del bien común", que bien podría denominarse "del antiliberalismo común".
Como vamos a ver a continuación, el hecho de enfrentar la "economía del bien común" con el "capitalismo" constituye un sinsentido que, con todo –y por desgracia–, no deja de tener una perversa lógica, consecuencia de la equivocadísima imagen que tantos vocingleros del socialismo nos han ido insuflando durante el último siglo.
Es este legado de fabulaciones economicistas lo que debemos rechazar frontalmente. Sólo malinterpretando la esencia del capitalismo podemos extraer la necesidad inexorable de que el catolicismo necesite del intervencionismo socialista para realizarse terrenalmente. A la hora de mostrar lo erróneo de esta tesis no requeriremos ir más allá de las citas que el propio Sáiz Álvarez coloca en su libro para llegar a conclusiones radicalmente opuestas a las nuestras.
Sáiz Álvarez dice seguir a la escolástica para afirmar que el trabajo es un derecho natural. Y así, concluye que el trabajo es "un derecho natural inherente a la persona humana". De hecho, ya en la encíclica Pacem in terris se aboga por "un salario justo" que permita tanto al trabajador como a su familia "mantener un género de vida adecuado a la dignidad del hombre". Esto es así porque "Cristo es la piedra angular sobre la que ha de descansar el ser humano" y no, en cambio, "la mera producción capitalista", lo cual implica "una satisfacción de necesidades espirituales del individuo al compartir los bienes con los demás".
Estas características englobarían lo que Sáiz Alvárez denomina "Economía del Bien Común", caracterizada por el espíritu de compartir, para la satisfacción de las necesidades corporales y espirituales, y por la adoración de Dios en lugar del dinero.
Para reinterpretar estas conclusiones conviene recordar, como hace el autor, que el papa Juan Pablo II dejó bien claro que "la Iglesia no propone sistemas o programas económicos y políticos (…) con tal de que la dignidad del hombre sea debidamente respetada". La Iglesia se ha limitado a defender ciertos valores que entroncan con la dignidad de la persona. Valores que podrán ser discutibles, pero que los católicos, sometidos a su autoridad, deben acatar. Estamos en un plano puramente valorativo y, en cuanto tal, no puede ser criticado por la economía.
Ahora bien, Sáiz Álvarez intenta fundamentar la intervención del Estado en la supuesta incapacidad del capitalismo para eliminar el desempleo y, por tanto, para salvaguardar la dignidad de la persona. Esto supone incorporar de manera errónea argumentos económicos en los mandatos morales de la Iglesia; a partir de este momento cabe la crítica racional.
Ciertamente, podemos compartir que el trabajo es un derecho natural. Nadie debe impedir a una persona perseguir sus propios fines; ese nadie engloba tanto a los totalitarismos que han dominado el siglo XX como al intervencionismo gubernamental, que precisa dotarse de medios aprehendidos por la fuerza a los ciudadanos para conseguir los "fines sociales" que él mismo impone.
De hecho, no deja de resultar irónico que la propia escolástica, que en parte dice seguir el autor, se opusiera de manera frontal a las teorías del salario justo que pretendieran asentarlo en la subsistencia (como intenta hacer el propio Sáiz Álvarez). Así, Luis de Molina afirmaba que "el dueño sólo está obligado a pagarle [al criado] el justo salario de sus servicios, atendidas las circunstancias concurrentes, pero no cuanto le sea suficiente para su sustento y mucho menos para el mantenimiento de sus hijos o familia".
Hasta el punto de que tanto Molina como Domingo de Soto llegaron a calificar como hurto las apropiaciones que hacían los criados de los bienes de sus dueños "con el pretexto de que no se les paga lo suficiente" (para un tratamiento más detallado del pensamiento económico de la Escuela de Salamanca puede consultarse el capítulo II de Nuevos Estudios de Economía Política, del profesor Jesús Huerta de Soto, así como Fe y Libertad, de Alejandro Chafuen).
Por otro lado, el salario derivado del trabajo dependiente será justo y acorde con la dignidad del individuo –siguiendo a la Escuela de Salamanca– cuando provenga de la libre aceptación de las partes. En efecto, todo salario libremente acordado es mutuamente beneficioso; en caso contrario el individuo recurrirá a otras opciones. Siguiendo de nuevo a Luis de Molina, el salario, "aunque no baste para [el] sustento correspondiente, sin embargo, es útil".
Finalmente, no es de recibo que nuestro autor contraponga la economía capitalista a la economía del bien común, ya que la capitalista es la del bien común. Nada en el capitalismo obliga a los individuos a que no realicen sus necesidades espirituales, a que no compartan o no sean caritativos, o a que no adoren a Dios. De hecho, el capitalismo nos dota de libertad para hacer esto o lo contrario; sólo las decisiones libres tienen un valor moral y, por tanto, una relevancia trascendente.
La no concurrencia de los elementos material (adoración externa de Dios) y espiritual (libre voluntad de adorarlo) convierte la devoción en inútil. Sólo con la posibilidad de adorar o no a Dios, de ayudar o no al prójimo, de realizarnos espiritualmente o quedarnos en el plano hedonista, de elegir entre el pecado y la virtud somos realmente libres y convertimos en morales nuestras acciones. Por eso, sólo el capitalismo (y no cualquier otra forma de organización confesional teleocrática) puede ser considerado una economía del bien común.
Los errores económicos de Sáiz Álvarez le han llevado a concluir que la intervención del Estado es necesaria para garantizar la dignidad de la persona, tal como la concibe la Iglesia católica. Pero de la defensa de la dignidad no se sigue el intervencionismo. Es más, supone su más rotunda negación.
Una vez más debemos recordar la famosa advertencia de Ludwig von Mises: "El Gobierno no puede hacer al hombre rico, pero sí puede empobrecerlo". La empecinada negación de esta sabia máxima ha llevado a cientos de miles de ideólogos constructivistas a planificar modelos de "convivencia", "cooperación" y "prosperidad" que han sometido el hombre a faraónicos planes, arrebatándole por entero su dignidad. El hombre no necesita que otros lo dignifiquen reprimiéndole; precisamente porque la represión y la coacción vacían al hombre de su naturaleza y, por tanto, de su dignidad.
De la misma manera, la economía del bien común de Sáiz Álvarez constituye una avanzada propuesta teleocrática, esto es, la imposición de un fin moral universal que, precisamente, vacía de contenido moral las acciones dirigidas de las personas.
Es con este prisma bajo el que tenemos que releer las sabias y profundas palabras de la Centesimus Annus, que paradójicamente nuestro autor recoge sin haber sacado las pertinentes conclusiones: "El error fundamental del socialismo es de carácter antropológico. Efectivamente, considera a todo hombre como un simple elemento (…) del organismo social, de manera que el bien del individuo se subordina al funcionamiento del mecanismo económico-social. Por otra parte, considera que este mismo bien puede ser alcanzado al margen de su opción autónoma (…) ante el bien y el mal (…) desapareciendo el concepto de persona como sujeto autónomo de decisión moral, que es quien edifica el orden social, mediante tal decisión".
Sinceramente, me resulta difícil imaginar una reivindicación más clara y contundente de la libertad, esto es, de la ausencia de intervención coactiva por parte del Estado y, en definitiva, del capitalismo.