El PSOE de 1935 había cambiado profundamente con respecto al de cuatro años antes; la situación general del país también había variado de forma radical en tan corto período; y comenzaba a pesar en la política un partido hasta entonces insignificante, el PCE.
Tampoco Azaña era el mismo, sobre todo tras la experiencia de octubre del 34. Había negado, un tanto falazmente, su participación en el golpe revolucionario, y en 1935 emprendió una serie de mítines de masas para reagrupar a la izquierda, en los que cosechó un éxito inesperado. Diversos historiadores socialistas o próximos a ese partido han presentado esos mítines como una obra maestra de acción política, incluso de moderación, que reencauzaba anteriores radicalismos. Pero basta leer sus discursos para comprender hasta qué punto ocurrió lo contrario.
Azaña justificó la insurrección de octubre, "un movimiento popular" al que atribuyó el mismo valor que a una votación democrática. Invirtiendo totalmente la realidad, excitó a las masas: "¿Vosotros concebís una política de conservación social que consista en lanzar a la mitad de la población contra la otra mitad?". Eso lo habían hecho exactamente él y casi toda la izquierda, y no los conservadores.
Su capacidad de calumnia y mistificación produce, aun hoy, cierto malestar anímico. El Gobierno había realizado una represión amplia, pero suave en conjunto, contra quienes había organizado una guerra civil, que tanta sangre y destrucciones había costado. No había desarticulado a los partidos rebeldes, cuyos dirigentes y organizaciones, en muy amplia medida, apenas habían sufrido. Sin embargo, Azaña clamó que el Gobierno "no ha perseguido la gente por lo que ha hecho, sino por lo que piensa, y se ha desatado una persecución política sin ejemplo en España desde los días terribles del régimen de la dictadura fernandina". O le acusaba de utilizar la fuerza del Estado "contra los perseverantes y casi únicos defensores del régimen, una monstruosidad que estaba reservado a nosotros contemplar".
Con descaro increíble, mientras hacía uso masivamente de las libertades democráticas salvaguardadas por el centroderecha, afirmaba: "¿Es que los republicanos seguimos siendo tratados como españoles? Porque se nos trata como a un país enemigo". Y, sin temor a contradecirse, explicaba: "Y en esas condiciones todavía se nos habla de conciliación y de convivencia, todavía hay gentes que, físicamente o de un modo simbólico, tienen la pretensión de alargarnos la mano. No, después de lo que aquí ha ocurrido, el pueblo republicano tiene derecho a una estricta justicia". O bien: "Tolerancia ¿en torno a qué? Sobre miles de presos y muertos?". Los muertos los habían causado, precisamente, aquellos presos y otros muchos que, como el propio Azaña, habían colaborado en el movimiento, de un modo u otro.
La demagogia alcanzaba altas cumbres cuando invocaba a "la muchedumbre del pueblo español reducido al hambre y a comer hierbas del campo y cortezas de los árboles". El hambre mayor de la República se había alcanzado, precisamente, cuando Azaña había estado en el poder.
Volvió a insistir en su concepto despótico del régimen, en términos abiertamente subversivos: "La República es de los republicanos. ¿Es que pedisteis permiso al ministerio para proclamar la República? ¿Qué os impide hoy, mañana, cuando sea, realizar una manifestación semejante, aun más fuerte y seguramente victoriosa?". La derecha había defendido la legalidad republicana, frente a los revolucionarios y al propio Azaña, pero éste aseguraba: "Todo el Estado español actualmente es una conjuración antirrepublicana". Y exigía una victoria "que no puede ser un triunfo capitulado ni pactado; tiene que ser un triunfo total, con todos los enemigos por delante".
Esta cabalgada demagógica fue acompañada, como se recordará, de las maniobras con Strauss que ocasionaron la ruina del Partido Radical de Lerroux, polarizando todavía más a la sociedad española.
Tampoco Prieto era el mismo que en 1933 había apoyado la revolución y la guerra civil, de consuno con Largo Caballero y contra Besteiro. Al revés que Largo, Prieto consideraba fracasada la vía insurreccional y propugnaba volver a la colaboración abierta con los republicanos de izquierda, con vistas a ganar las elecciones. Dueño de importantes recursos financieros robados de los bancos de Asturias, trató de hacerse con el control del partido, lanzando desde su exilio en Bélgica campañas insidiosas de descrédito contra su antiguo socio, el "Lenin español".
Siguió una pugna repleta de golpes bajos, y Prieto pareció alcanzar la victoria al hacerse con el control de las federaciones asturiana y vasca, la dirección ejecutiva del PSOE y su órgano de expresión, El socialista. Pero en buena medida era un falso triunfo. Largo quedó con la mayoría de las juventudes y de la UGT –la fuerza de masas real del partido–, así como con federaciones tan decisivas como la madrileña. Los odios entre ambos sectores llegarían al borde del asesinato y de la escisión del partido.
Mientras en España se desarrollaban estos procesos, tenía lugar un cambio crucial en la política soviética. En 1933 Hitler había llegado al poder en Alemania, con el propósito manifiesto de destruir el comunismo y expandirse por la URSS. Stalin estaba convencido de un próximo estallido de lo que llamaba "guerra imperialista", y su objetivo principal se convirtió en desviar dicha guerra de las fronteras soviéticas, tratando de que estallase entre los propios países burgueses, es decir, entre las democracias y las potencias fascistas, en primer lugar Alemania. A ese fin, comenzó a maniobrar para atraerse a las potencias democráticas y a diversas capas burguesas en cada país.
Los comunistas de todo el mundo, hasta entonces empeñados en derrocar las "democracias burguesas", en liquidar el "cretinismo parlamentario" y los partidos socialdemócratas, llamados "socialfascistas", se convirtieron en súbitos defensores de la democracia y los parlamentos, sin importarles ya si eran burgueses o no, y buscaron el acuerdo con los "agentes del imperialismo en el seno del proletariado". Todos los esfuerzos debían centrarse en "agudizar las contradicciones" entre el fascismo y las democracias burguesas.
Pese a todo lo ocurrido anteriormente, la nueva orientación tuvo un éxito notable, como resumió Jan Valtin, ex agente de la Comintern:
"Ahora la consigna era democracia contra fascismo. En apariencia la Comintern se había hecho respetable en el sentido liberal; tan decente que la ancha capa de intelectuales, escritores, artistas, profesores y mujeres de los hombres ricos ya no tenían reparo en manifestar su simpatía por la Internacional Comunista y la Unión Soviética como símbolos de verdadera libertad. Llegó a ponerse de moda participar en campañas comunistas".
La nueva línea se impuso oficialmente a finales de julio de 1935, en el VII Congreso de la Comintern, en Moscú. Uno de sus principales líderes, Dimítrof, expuso detalladamente la estrategia de los "frentes populares antifascistas", en los cuales debían conquistar la hegemonía los comunistas, y empujarlos hacia regímenes de tipo soviético. La experiencia de la insurrección española de octubre fue saludada con entusiasmo, y Largo Caballero fue reconocido en su papel de "Lenin español".
El apoyo al "Lenin español", por entonces en la cárcel, de la que saldría unos meses después en libertad "por falta de pruebas", tenía la mayor importancia para un Partido Comunista de España aún pequeño, si bien muy disciplinado y cuya influencia crecía por semanas. Lo que de momento no podía lograr por sí mismo estaba en buena medida a su alcance mediante una política de colaboración con el ala más radical del PSOE y su infiltración en ella, especialmente en los sindicatos y las Juventudes Socialistas. Esa paciente labor daría sus frutos cuando se reanudase la guerra civil, en julio de 1936.
Tanto Largo Caballero como los comunistas vieron muy aprovechable la coalición electoral orquestada por Azaña y Prieto, y a ella se sumaron, pese a la reticencia de ambos líderes, que querían prescindir totalmente de los comunistas y temían a Largo. Pero si querían disponer de verdadero apoyo de masas debían por fuerza contar con Largo, y, a través de éste, con el PCE.
Nadie llamaba por entonces "Frente Popular" a la coalición que terminó presentándose a las elecciones de febrero del 36, provocadas por Alcalá-Zamora; tampoco durante dichas elecciones. Sin embargo, la coalición ha quedado para la historia con el nombre comunista de Frente Popular. Lo cual dista de ser un error, como veremos.