En cambio, se da por supuesto, como elemento legitimador, en los anuncios de subidas de impuestos o en el apoyo, más o menos explícito, a castristas, bolivarianos o peronistas. Pero ¿es esto así? Para que los individuos reciban una retribución justa por la aportación que hacen con su trabajo a la sociedad, para que las necesidades elementales de todos puedan ser cubiertas y los derechos fundamentales no sean papel mojado, para que cada uno tenga acceso a los medios que le permitan con su esfuerzo vivir dignamente, etc., ¿es preciso que se igualen las rentas? Y si es así, ¿tiene que ser el Estado quien se encargue de todo ello?
Bertrand de Jouvenel (1903-1987), en unas conferencias dictadas en la universidad de Cambridge y publicadas por primera vez en 1951 bajo el título de La ética de la redistribución, se pone a pensar –y, a la par, hace que el lector lo haga a fondo– sobre esta cuestión. En sus páginas nos encontramos con un pensamiento inteligente, expuesto con claridad y penetración, entreverado con páginas de humor finísimo y una solidez argumental que fácilmente ayudan a salir de la fe del carbonero. Mas ¿hacia dónde? Como mínimo, hacia el inconformismo con la mentalidad al uso, lo que no quiere decir hacia la indiferencia para con los menesterosos, sino hacia la puesta en cuestión de los medios.
Jouvenel llega a la conclusión de que el ideal de igualación de la renta llevado a cabo por el Estado lesiona la justicia entre individuos y no es de utilidad social, aunque pueda crear la sensación psicológica de que sí; con buena fe solamente, lo que se obtiene con medios inadecuados son resultados no buscados, a veces hasta contrarios a lo pretendido. En las páginas de este libro, el autor va desgranando argumentos que muestran cómo esta creencia, puesta en práctica, va favoreciendo el incremento del Estado, en detrimento del individuo y de los cuerpos intermedios, pues alienta la masificación.
La familia es una de las mayores perjudicadas, y con ella las personas concretas y la sociedad. No parece que la familia necesite simplemente protección, no parece suficiente conformarse con que quede recogida en una reserva india; lo inteligente sería deslegitimar un sistema que arruina, con apariencia de lo contrario, lo más humano.
Pero los daños no quedan ahí. La cultura, la creatividad, el trabajo intelectual, al parecer del pensador francés, van siendo paulatinamente disecados. La acción altruista de las personas va siendo desincentivada. La capacidad de autorregulación social es ahogada por una creciente e imparable legislación que tiende a regular hasta el más mínimo detalle. La democracia, al ir perdiendo poder los ciudadanos en beneficio de un Estado-Providencia, va quedando mermada; las instituciones representativas van perdiendo contenido y las posibilidades de corrupción política aumentan.
Jouvenel no se queda en las consecuencias, sino que va a la raíz; contrariamente a lo que pudiera pensarse, este ideal, tal y como está planteado, tendría, para él, un trasfondo burgués y materialista, aunque la fachada dé otra impresión. Sagazmente, hace ver que una comunidad que no esté basada en la independencia económica de sus miembros, sino en el reparto fraternal del producto del trabajo, y que esté inspirada en la convicción de que sus miembros forman parte de una misma familia, no es una utopía, sino que, por el contrario, ha sido una realidad durante siglos. ¿Qué otra cosa son las comunidades monásticas? Pero, en estos casos, ha sido y es posible porque en ellas el amor fraterno está basado en la creencia en un Padre común cuyo amor las ha fundado; y porque, para sus miembros, que han respondido libremente a una llamada a ese modo de vida, no hay ningún bien por encima de Dios, ni entre ellos hay competencia para aumentar su bienestar material a costa de otro; es más, ni siquiera, en principio, hay propósito de mejorarlo.
En cambio, aunque ese ideal de fraternal comunión de bienes sea presentado como el fin último al que deba tender la acción política, esto solamente es aparente. El ideal cristiano secularizado en el de la redistribución de la renta no renuncia a la "veneración por la comodidad, por el ensalzamiento de los apetitos carnales y el enorgullecimiento del imperialismo técnico", y, por supuesto, no cuenta con Dios. Con lo cual, ni la comunión fraternal de bienes es posible, por no ponerse los medios adecuados, ni en realidad es esa la finalidad, porque el deseo socialmente predominante es el de consumir no menos que los demás, a lo que se añade que lo justo es confundido con lo emocionalmente deseable por cada uno; ni el beneficio justo ni el amor fraternal serían en realidad socialmente relevantes.
Las fisuras y contradicciones no se dan únicamente en el plano social, también en el individual. Jouvenel señala que el descubrimiento de la pobreza en la tradición cristiana está íntimamente ligado a la conversión; o bien el hombre, al encontrarse con ella, se vuelve a Dios y, con ello, cambia su jerarquía de valores, o bien el descubrimiento de Dios lleva al de la necesidad de los menesterosos y a que estos ocupen un lugar en la propia vida. En cambio, cuando no hay esa conversión lo que se da es sólo un sentimiento de repulsa hacia la situación de los pobres que, a la postre, no lleva a un cambio de valores, sino al incremento del orgullo que se fía del poder del hombre para solucionar el problema sin cambiar él mismo. Lo que rousseaunianamente se traduce en que la injusticia es solamente consecuencia de una situación objetiva; eliminada ésta, se solucionaría el problema. ¿Cómo hacerlo? Con el poder del progreso del hombre puesto en manos del Estado. ¿Y si éste no lo logra? Pues se le da más poder, a ver si a la próxima lo consigue.
"Cuanto más se considera el problema –afirma Jouvenel–, más claro se hace que la redistribución es no tanto una redistribución del rico al pobre cuanto una redistribución de poder del individuo al Estado". Que la pobreza haya de estar en nuestro centro de atención no se pone en cuestión, sino los medios y el sujeto de ella. El Estado es solamente un medio; sea cual fuere la manera mejor para que todos puedan vivir dignamente, quienes han de hacerlo son las personas y los cuerpos intermedios, especialmente la familia. Y todo ello con el realismo de saber que "siempre tendréis pobres con vosotros" (Jn 12,8). Y es que no todos los hombres son monjes, ni todos los monjes son santos.
BERTRAND DE JOUVENEL: LA ÉTICA DE LA REDISTRIBUCIÓN. Encuentro (Madrid), 2009, 152 páginas.
Bertrand de Jouvenel (1903-1987), en unas conferencias dictadas en la universidad de Cambridge y publicadas por primera vez en 1951 bajo el título de La ética de la redistribución, se pone a pensar –y, a la par, hace que el lector lo haga a fondo– sobre esta cuestión. En sus páginas nos encontramos con un pensamiento inteligente, expuesto con claridad y penetración, entreverado con páginas de humor finísimo y una solidez argumental que fácilmente ayudan a salir de la fe del carbonero. Mas ¿hacia dónde? Como mínimo, hacia el inconformismo con la mentalidad al uso, lo que no quiere decir hacia la indiferencia para con los menesterosos, sino hacia la puesta en cuestión de los medios.
Jouvenel llega a la conclusión de que el ideal de igualación de la renta llevado a cabo por el Estado lesiona la justicia entre individuos y no es de utilidad social, aunque pueda crear la sensación psicológica de que sí; con buena fe solamente, lo que se obtiene con medios inadecuados son resultados no buscados, a veces hasta contrarios a lo pretendido. En las páginas de este libro, el autor va desgranando argumentos que muestran cómo esta creencia, puesta en práctica, va favoreciendo el incremento del Estado, en detrimento del individuo y de los cuerpos intermedios, pues alienta la masificación.
La familia es una de las mayores perjudicadas, y con ella las personas concretas y la sociedad. No parece que la familia necesite simplemente protección, no parece suficiente conformarse con que quede recogida en una reserva india; lo inteligente sería deslegitimar un sistema que arruina, con apariencia de lo contrario, lo más humano.
Pero los daños no quedan ahí. La cultura, la creatividad, el trabajo intelectual, al parecer del pensador francés, van siendo paulatinamente disecados. La acción altruista de las personas va siendo desincentivada. La capacidad de autorregulación social es ahogada por una creciente e imparable legislación que tiende a regular hasta el más mínimo detalle. La democracia, al ir perdiendo poder los ciudadanos en beneficio de un Estado-Providencia, va quedando mermada; las instituciones representativas van perdiendo contenido y las posibilidades de corrupción política aumentan.
Jouvenel no se queda en las consecuencias, sino que va a la raíz; contrariamente a lo que pudiera pensarse, este ideal, tal y como está planteado, tendría, para él, un trasfondo burgués y materialista, aunque la fachada dé otra impresión. Sagazmente, hace ver que una comunidad que no esté basada en la independencia económica de sus miembros, sino en el reparto fraternal del producto del trabajo, y que esté inspirada en la convicción de que sus miembros forman parte de una misma familia, no es una utopía, sino que, por el contrario, ha sido una realidad durante siglos. ¿Qué otra cosa son las comunidades monásticas? Pero, en estos casos, ha sido y es posible porque en ellas el amor fraterno está basado en la creencia en un Padre común cuyo amor las ha fundado; y porque, para sus miembros, que han respondido libremente a una llamada a ese modo de vida, no hay ningún bien por encima de Dios, ni entre ellos hay competencia para aumentar su bienestar material a costa de otro; es más, ni siquiera, en principio, hay propósito de mejorarlo.
En cambio, aunque ese ideal de fraternal comunión de bienes sea presentado como el fin último al que deba tender la acción política, esto solamente es aparente. El ideal cristiano secularizado en el de la redistribución de la renta no renuncia a la "veneración por la comodidad, por el ensalzamiento de los apetitos carnales y el enorgullecimiento del imperialismo técnico", y, por supuesto, no cuenta con Dios. Con lo cual, ni la comunión fraternal de bienes es posible, por no ponerse los medios adecuados, ni en realidad es esa la finalidad, porque el deseo socialmente predominante es el de consumir no menos que los demás, a lo que se añade que lo justo es confundido con lo emocionalmente deseable por cada uno; ni el beneficio justo ni el amor fraternal serían en realidad socialmente relevantes.
Las fisuras y contradicciones no se dan únicamente en el plano social, también en el individual. Jouvenel señala que el descubrimiento de la pobreza en la tradición cristiana está íntimamente ligado a la conversión; o bien el hombre, al encontrarse con ella, se vuelve a Dios y, con ello, cambia su jerarquía de valores, o bien el descubrimiento de Dios lleva al de la necesidad de los menesterosos y a que estos ocupen un lugar en la propia vida. En cambio, cuando no hay esa conversión lo que se da es sólo un sentimiento de repulsa hacia la situación de los pobres que, a la postre, no lleva a un cambio de valores, sino al incremento del orgullo que se fía del poder del hombre para solucionar el problema sin cambiar él mismo. Lo que rousseaunianamente se traduce en que la injusticia es solamente consecuencia de una situación objetiva; eliminada ésta, se solucionaría el problema. ¿Cómo hacerlo? Con el poder del progreso del hombre puesto en manos del Estado. ¿Y si éste no lo logra? Pues se le da más poder, a ver si a la próxima lo consigue.
"Cuanto más se considera el problema –afirma Jouvenel–, más claro se hace que la redistribución es no tanto una redistribución del rico al pobre cuanto una redistribución de poder del individuo al Estado". Que la pobreza haya de estar en nuestro centro de atención no se pone en cuestión, sino los medios y el sujeto de ella. El Estado es solamente un medio; sea cual fuere la manera mejor para que todos puedan vivir dignamente, quienes han de hacerlo son las personas y los cuerpos intermedios, especialmente la familia. Y todo ello con el realismo de saber que "siempre tendréis pobres con vosotros" (Jn 12,8). Y es que no todos los hombres son monjes, ni todos los monjes son santos.
BERTRAND DE JOUVENEL: LA ÉTICA DE LA REDISTRIBUCIÓN. Encuentro (Madrid), 2009, 152 páginas.