Ríos de tinta se han vertido para tratar de entender (o interpretar) la magnum opus del inglés. Mientras unos utilizan sus ideas como argumento de máxima autoridad, llegando a considerarle un genio revolucionario, otros las denuestan como un conjunto de supercherías intervencionistas sin rigor económico. ¿Quizás la virtud se encuentre en un término medio?
No: la virtud consiste en analizar la Teoría general (TG) detenidamente y con las herramientas conceptuales adecuadas para, posteriormente, emitir un juicio fundamentado. Esto es lo que esencialmente ha hecho Juan Ramón Rallo en su más reciente libro, Los errores de la vieja economía.
Frente a algunos análisis simplones contra Keynes, que pueblan la blogosfera y los medios, Rallo se propone –y consigue– realizar un estudio sistemático, riguroso y minucioso de la obra más célebre del británico. De hecho, el propio Rallo señala en la introducción del libro que nada le gustaría menos que haber tergiversado las ideas de Keynes y haber perdido el tiempo atacando a un muñeco de paja.
Irónicamente, esto es justo lo contrario de lo que hace Keynes con sus adversarios intelectuales. Quizás el ejemplo más sobresaliente sea su crítica a la llamada Ley de Say. Como sabrán aquellos estudiantes que hayan pasado por las aulas universitarias, Keynes popularizó la idea de que esta ley, parida por un economista clásico –y, por tanto, trasnochado y creyente en las irracionales fuerzas del libre mercado–, decía que la oferta crea su propia demanda. Pues bien, esto es falso, tal y como muestra Rallo. En realidad, Keynes ni siquiera citó al clásico francés. Say y los economistas anteriores al británico –entre los que destacan los austriacos Menger, Böhm-Bawerk y Mises–, en cuya tradición se apoya Rallo, nunca sostuvieron "semejante disparate": lo que sí defendieron fue la sensata idea de que la oferta de bienes y servicios, en el largo plazo, tiende a ajustarse a la demanda; y que las insuficiencias crónicas en el gasto agregado –respecto a la producción– resultaban imposibles.
Esta tergiversación de la Ley de Say va mucho más allá de una posible falta de honestidad y rigor intelectual. Para Rallo, todo el edificio keynesiano descansa precisamente sobre esa incorrecta formulación e interpretación de la misma: de ahí se deriva, por ejemplo, la falta de comprensión de Keynes del papel que desempeña el atesoramiento de dinero en una economía dinámica, o la idea de que es la demanda agregada, como algo separado e independiente de la oferta agregada, lo que mueve fundamentalmente la economía.
Así, verbigracia, Keynes propugna que, de producirse una fuerte crisis como la que se desató en 2008, sería prioritario tomar medidas tendentes a estabilizar el gasto agregado de la economía (básicamente, aumentando el gasto público) con el objetivo de luchar contra el desempleo. Lo que parecería a primera vista una idea sensata no lo es tanto cuando se analiza en profundidad: el principal error de Keynes, sostiene Rallo, es centrarse exclusivamente en la demanda, olvidándose de la estructura de la oferta y de su interrelación; es decir, de lo poco o mucho que ésta se ajusta a las necesidades y deseos de la población. Y resulta que, precisamente, las crisis económicas comienzan cuando estos desajustes productivos se hacen insostenibles con respecto a las necesidades de los consumidores. Pero el economista británico es incapaz de considerar este esencial aspecto porque, entre muchas otras hipótesis absurdas, asume que el tejido productivo de una economía no puede modificarse en aras de alcanzar el pleno empleo.
No obstante, como nos recuerda Rallo, las reflexiones de Keynes sobre el ciclo económico no son el objetivo fundamental de la obra del inglés: su auténtica obsesión es que el capitalismo constituye un sistema incapaz de conseguir el pleno empleo, lo que desemboca inevitablemente en un indeseable equilibrio con "desempleo involuntario".
El problema es que Keynes concibe el capitalismo como un sistema caracterizado por los vaivenes arbitrarios de los "estados de la confianza" (animal spirits), donde los cortoplacistas inversores desestabilizan los mercados financieros y, a partir de ahí, también la economía real. Si la gente no quiere invertir, piensa el inglés, no lo hará, por mucho que otras personas ahorren, presunción que le lleva a atacar vigorosamente el ahorro y a sostener que existe una tendencia de largo plazo a que la inversión real sea inferior a la que sería necesaria para conseguir el pleno empleo.
En su extenso capítulo IV, sin embargo, Rallo se dedica a analizar estas ideas acerca de la inversión. Tras desgranar el concepto de eficiencia marginal del capital y la rupturista visión de los tipos de interés keynesiana, realiza una crítica exhaustiva que no deja títere con cabeza. Para ello emplea el sólido instrumental conceptual de los teóricos de la Escuela Austriaca y de la liquidez, del enfoque de la inversión en valor (value investing) y de modernas prácticas en los mercados financieros. Y, por si todo esto no fuera suficiente, echa mano de los datos históricos para demostrar la inconsistencia empírica de buena parte de las tesis lanzadas por Keynes.
En suma, Los errores de la vieja economía constituye un demoledor ataque a la TG desde todos los flancos imaginables. Esperemos que genere un debate enriquecedor con los economistas keynesianos. El esfuerzo que ha hecho el autor por entender a Keynes y presentar, y refutar, sus ideas de la manera más justa posible lo merece. Sin duda.
JUAN RAMÓN RALLO: LOS ERRORES DE LA VIEJA ECONOMÍA. Unión Editorial (Madrid), 2011, 320 páginas. Prólogo de JESÚS HUERTA DE SOTO.