El origen de este libro, la pretensión de Jordi Sevilla de enseñar economía al presidente Zapatero en "dos tardes", me ha llevado a criticar la idea de que hay ciencias económicas alternativas, a disposición de los ciudadanos según sea su ideología. Recuerden lo dicho en la introducción: sea uno socialista, conservador o liberal, "lo que no pué ser no pué ser y además es imposible". ¡Cuidado!, no he dicho yo que no haya más que una política económica y social posible: no hay que echar la mirada en derredor para ver que son casi infinitas las propuestas de organización de la sociedad que corren por el mundo. Sólo digo que hay que estar a las consecuencias de cada régimen económico y que esas posibles consecuencias se descubren con ayuda de la ciencia. Las políticas propuestas por algunos sabios me retrotraen a la época de las sangrías como método de curación de nuestros males.
Desde el principio he anunciado que éste es un libro diferente de los muchos que corren sobre la situación económica de España y Europa, un libro que pretende exponer los fundamentos de la teoría macroeconómica. Sin embargo, en la primera tarde he incluido un corto capítulo sobre lo que nos ha pasado en 2008 y 2009, por una razón principal: en muchos análisis de la crisis que aún nos azota se olvida que tuvo su origen en un deficiente comportamiento de las autoridades públicas, luego magnificado por las finanzas privadas. Fue la política del Congreso americano de hacer realidad a toda costa el sueño americano de que toda familia fuera dueña de una casa la que hinchó la burbuja inmobiliaria en EEUU. Aún no se han atrevido las autoridades de aquel país a enfrentarse con la quiebra de Fannie Mae y Freddy Mac, aunque sí han estado muy valientes con los especuladores de Wall Street. También hay que culpar a la Reserva Federal y los otros bancos centrales de una política irresponsable de intereses bajos y manipulación monetaria.
La segunda tarde la dediqué a criticar viejas teorías falsas y bien falsas, que aún tienen predicamento en la opinión, incluso académica. Todas ellas las he referido a autores ilustres, a cuya autoridad se suele apelar para darles más peso. Ni la financiación inflacionista contribuye al crecimiento continuado y sólido de los países; ni es cierto que el capitalismo esté abocado al estancamiento o el derrumbe; ni es verdad que "para distribuir antes hace falta producir", como si producción y distribución no fueran parte de un mismo proceso; ni es sostenible el Estado de Bienestar, aunque otra cosa nos sugieran generosos impulsos; ni es prudente centrarse en los defectos del mercado sin recordar los muchos fallos del Estado.
Lo esencial de este libro se encuentra en la tercera tarde. Ahí explico diez pasos hacia la sabiduría macroeconómica. Los hemos dado apoyados en diez escalones constituidos por otras tantas regularidades de la economía, observables en el largo plazo.
La experiencia de la educación privada en África e India nos recuerda las virtudes de la competencia, incluso en un terreno tan publificado como la educación. La competencia no es una lucha a muerte, en la que el más fuerte elimina a los más débiles, ni es una lucha por la supervivencia como en el equivocado concepto de los darwinistas sociales de finales del siglo XIX. Como el propio Darwin subrayó, en la naturaleza gran parte de esa supervivencia se basa en la cooperación. Esto es aún más cierto en el mercado, donde la competencia sirve a los consumidores, pero sobre todo obliga a los productores a mejorar.
La tercera lección recuerda la leyenda de Midas, cuya ambición le llevó a pedir a Apolo que le concediese el don de convertir en oro todo lo que tocara. El hambre le llevó a renunciar a su don. De igual manera han de arrepentirse quienes creen que la abundancia de dinero trae la prosperidad a las sociedades. Las excesivas emisiones acaban en subidas de precios. La financiación de los gastos del Estado con moneda termina en inflación.
En estas diez lecciones aparece más de una vez la figura de Milton Friedman, que en vida fue como un pararrayos para la ira de los progresistas. Su descubrimiento de que es imposible reducir permanentemente el paro con la política monetaria y su defensa de la racionalidad de las expectativas de los trabajadores le llevó a descubrir un extraño fenómeno: que el desempleo vuelve al nivel determinado por las instituciones del mercado de trabajo. Esa tasa de paro natural será tanto más alta cuanto más imperfecto sea ese mercado.
Al euro lo he llamado "la moneda del Dr. Frankenstein". Sé que esa apelación es un poco melodramática. Mis razones son que el euro es una moneda artificial creada con fines políticos y que es demasiado rígido para servir de divisa a un conglomerado de países que detestan la flexibilidad. Por eso me pregunto si no habría sido mejor crear una moneda paralela, libremente elegida por los europeos que quisiesen contratar sobre bases firmes. Es otra de mis propuestas con pocas probabilidades de que la adopte nadie –hasta que sea inevitable–.
Hubo un momento al principio de este siglo en que pareció que los vaivenes del ciclo económico eran cosa del pasado. Pronto hemos sabido que el ciclo es una característica necesaria de un sistema como el capitalista, en el que los choques tecnológicos y de productividad ocurren aleatoriamente y arracimados. La destrucción creativa de estas inversiones no debe combatirse si queremos vivir en una sociedad de progreso. Los ciclos deben dejarse correr, mientras no deriven en el resquebrajamiento de la moneda.
En la segunda tarde ya indiqué que los temores de los malthusianos parecían excesivos. En un capítulo escrito bajo la advocación de la apuesta de Julian Simon he expresado mi creencia de que la limitación de los recursos naturales no tiene por qué suponer que el crecimiento económico vaya a detenerse pronto. En especial, la cuestión del clima no debe llevarnos a tomar medidas casi histéricas, porque es muy probable que el avance técnico nos ayude a resolverlo o al menos paliarlo antes de que desemboque en una catástrofe general. Hoy día, el principal recurso productivo es el cerebro de los humanos y su principal expresión, los rendimientos crecientes de la economía del conocimiento.
La cuestión de los límites de la deuda se ha planteado de manera dramática durante esta crisis. He querido hacer ver que los déficit públicos y la deuda o la inflación con las que se financian no son sino otra forma de impuesto. Todos esos modos de financiarse el Estado se alimentan de la misma fuente, la capacidad de crecimiento de la economía. Por ello, el problema de la deuda nos obliga a enfocar nuestra atención en las limitaciones del crecimiento traídas por las intervenciones legislativas y políticas típicas de nuestras democracias.
La última lección es la más dura de todas. Robert Lucas, con su modelo de mercados eficientes y expectativas racionales, nos señala que las autoridades deberían descartar las medidas aisladas de política económica. Dado que los individuos adivinan y descuentan las políticas públicas, las autoridades deberían pensar en regímenes más que en medidas de política económica, en crear unos regímenes de reglas simples y estables.
Qué hacer en el día a día
Todo esto es muy bonito, dirán los lectores con alguna experiencia política. Pero ese no es el día a día de los gobernadores de los bancos centrales ni de los ministros de Economía. Los gobernadores tienen que tomar decisiones de política monetaria empujados por las incidencias de los mercados financieros. Los ministros tienen que cuadrar los Presupuestos, encontrar recursos para financiar los gastos, tomar medidas para resolver las angustias de sectores en crisis, alcanzar compromisos con fuerzas políticas y sindicales que no le son siempre favorables, inducir a los votantes a que apoyen el partido gobernante. Dirán que recomendarles que se sujeten a un régimen de reglas simples y estables es creer que to er mundo es güeno.
Por dar un ejemplo, veamos los problemas que ahora se le han planteado al Gobierno español por la presión de los mercados y las exigencias de otros gobiernos de la Unión Europea. Son cuatro: la reforma de las pensiones, la reforma del mercado de trabajo, la solidez de las instituciones financieras y la financiación de la deuda. Aquí no caben consideraciones a largo plazo, sino parches a corto, alegarán con un punto de desesperación.
El sistema de pensiones se ha consolidado gracias a una quita disimulada, que los interlocutores sociales han aceptado y los mercados internacionales entendido. No ha habido reforma del mercado de trabajo, pero la opinión internacional se lo ha creído. En apariencia, aunque no en realidad, se han saneado las cajas de ahorro y los bancos, aunque los activos inmobiliarios dañados siguen pudriéndose en el sótano. Mal que bien, el Gobierno español ha conseguido arreglar estos tres puntos.
Más peligrosa es la situación financiera de España, por dos razones: la deuda de autonomías y ayuntamientos no está controlada; y si Portugal fuera intervenido y Grecia e Irlanda tuviesen que reestructurar, volverían las dudas sobre la deuda española.
Esta es la labor cotidiana de las autoridades económicas de los países, que a la fuerza tienen que olvidarse de los diez pasos de conocimientos económicos estudiados en la tercera tarde. ¿Pretende usted, me dirán, que las sociedades democráticas se contengan de pedir y aplicar medidas puntuales (como hoy se dice en mal español) para resolver el problema de la violencia en los colegios o cercenar el intrusismo en la industria del taxi? ¿Verdaderamente cree usted posible que los gobiernos se limiten a promulgar unas reglas sencillas y estables para la regulación del mercado de trabajo o para la fiscalidad de los planes de jubilación? Usted sueña. Es usted un iluso, señor Schwartz.
Sí, es verdad. Me ilusiono con que la economía y las instituciones de nuestro país se parezcan cada vez más a las de Alemania o Suiza y cada vez menos a las de Argentina.
NOTA: Este texto es el epílogo de LA ECONOMÍA EXPLICADA A ZAPATERO Y A SUS SUCESORES, que acaba de publicar Espasa. Su autor, PEDRO SCHWARTZ, acudirá este sábado (16,30-17,30) a LD Libros a hablar de esta su más reciente obra.