Aceptado este supuesto, el último trabajo de Dalmacio Negro: Lo que Europa debe al cristianismo, publicado recientemente, y felizmente, por Unión Editorial, cabe calificarse sin reservas de libro esencial, imprescindible para comprender los principales problemas de nuestro tiempo: el presente de Europa y de la civilización occidental, pero también el incierto futuro que les espera.
Por esta razón primordial afirmo que nos hallamos ante un verdadero acontecimiento bibliográfico de singular relevancia cultural, esto es: la publicación de un texto que se sitúa valientemente a la altura de los tiempos. ¿Por qué motivos? No sólo porque afronta de raíz, y planta cara, a las urgencias que apremian la tarea de nuestros días, sino también porque proporciona unas poderosas herramientas con las que hacerles frente conceptualmente, reflexivamente. Es cosa cierta, dramáticamente cierta, que los europeos contemporáneos tenemos un problema muy serio –aunque venga de lejos y tenga raíces profundas– acerca de nuestro ser y no ser y nuestra circunstancia. Este colosal trance no queda circunscrito ni reducido a las virtualidades contenidas en el controvertible Eurotratado que aspira a establecer una Constitución para el Viejo Continente ni al actual equilibrio de fuerzas políticas que lo tienen embotado de burocracia y paralizado por el pavor y la culpa.
El mamotreto en cuestión, de ojos azules, cerebro ofuscado y corazón partido, evacuado de unos despachos de Bruselas incendiados por jugar con fuego, ofrece, en efecto, una perspectiva de vida y trabajo muy poco ilusionante para los viejos europeos, aunque pueda hipnotizar a algún que otro parvenu. Se trata, empero, sólo de la manifestación patente, renovada, de una crisis profunda con un largo trecho a las espaldas y que, aunque exhiba múltiples facetas materiales y fácticas, responde a una causa cultural, espiritual.
Ya desde las primeras páginas del volumen el profesor Dalmacio Negro sitúa el palpitante asunto en sus justos términos: Europa está espiritualmente enferma porque arrastra un largo proceso de decadencia, de descivilización, que la tiene, en verdad, muy desmejorada. Su postración y mal semblante dejan traslucir una sintomatología triple: desconcierto, rebelión y traición.
Europa se halla perdida, desorientada y desnortada desde el momento en que ha dejado de reconocerse a sí misma; desde que no distingue cabalmente entre los amigos y los enemigos; desde que se mortifica y castiga por sus propias faltas, reales o inventadas; desde que ha decidido, en fin, abandonar la nave en que venía transitando desde hace siglos para dejar que flote a la deriva o sea asaltada por la piratería de todo género y filiación con afán de botín. La crisis de Europa salta a la vista, en suma, por la pérdida de fe en sí misma, un hecho que coincide histórica y culturalmente con la pérdida de fe en el cristianismo. Ambos fenómenos son paralelos.
Y entiéndase este aserto no como un juicio de valor, ni tampoco, vale decir, como una ilusoria profesión de fe. Lo que aquí se barrunta y advierte atiende a un sencillo hecho objetivo: “Para bien o para mal, el cristianismo está siempre detrás de lo europeo. Incluso en el presente desapego de sus raíces cristianas por secularización o mundanización de sus conceptos e impulsos, en los que se fundan poderosas actitudes secularistas” (página 107).
El diagnóstico sobre la enfermedad del alma europea, aquí solemnemente establecido, apunta, entonces, al hecho religioso, pero no se reduce a él. Como queda oportunamente apuntado en el libro, siguiendo, a su vez, el dictamen de Álvaro D´Ors, Europa es el producto de la secularización de la antigua Cristiandad. Siguiendo el surco de esta tesis, la tercera parte del libro sintetiza las veinte “ideas y formas de Europa” en que la huella de la cristiandad se revela incontestable; he ahí, en esencia, lo que Europa debe al cristianismo.
A la luz de este examen nos percatamos de que la profunda vicisitud continental remite a una aguda razón –social y personal– de moralidad, del êthos, del carácter colectivo de una comunidad de individuos, la cual, tras desarrollar un modo de vida en común alrededor de unas identificadas –e identificadoras– tradiciones, costumbres y principios que le han dado unidad y relevancia mundiales, parece querer hoy echarlos por la borda. Nuestra cuita no apunta, en consecuencia, a la elucidación teológica acerca de la verdad del cristianismo, sino al discernimiento crítico sobre su auténtica relevancia en la cultura y la civilización europeas, sobre sus potencialidades y su capacidad de resistencia en el momento actual. El problema es, por tanto, la desmoralización de Europa, y sólo se salvará cuando recupere la moral alta.
El pesimismo se ha adueñado de Europa y el cansancio domina el alma de Occidente, oscureciéndolos, amenazando la libertad y moldeando su extrañamiento y sumisión. Este delirio suicida colectivo no se ha desatado de pronto. Sigue un proceloso desarrollo que es posible rastrear a lo largo del libro con profusión de datos y testimonios, seleccionando siempre aquellas obras y aquellos autores que han tenido mayor protagonismo en nuestra historia. La minuciosa exposición incluye episodios heroicos y momentos funestos, lo mejor y lo peor de nuestra tradición.
En esta segunda categoría sobresalen con desdichada ventaja las sombras del estatismo, el espíritu romántico, el nihilismo, el nacionalismo, el pacifismo y todas las ideologías que han cultivado una pulsión y una concupiscencia tan ardiente que han acabado por dar a luz (contra lo sostenido realmente por el ideal ilustrado, como Dalmacio Negro observa muy atinadamente) el postulado progresista –o sea, socialdemócrata, que transita del rojo y el negro al verde y el rosa– recapitulador del programa europeísta actual: “El progresismo es el aspecto optimista externo del pesimismo del nihilismo” (página 82).
Ante nuestras narices está sucediendo un fenómeno pasmoso de colosales consecuencias. La vieja Europa está poseída por el fervor destructivo y ofuscado característico del nihilismo, tenazmente empeñado en erradicar cualquier vestigio de civilización que todavía se conserva en las despensas de nuestro cuerpo y alma. En lugar de reforzarse con el nervio de lo tradicional, la fuerza de la experiencia, la firmeza de la interna vocación y el valor de las buenas costumbres, Europa decide torcerse y transformarse en un espacio renovado, deconstruido, una Europa aggiornata que huye de sí misma en una loca carrera, cegada por una turbia combinación de odio, resentimiento, descontento y miedo.
Para la consumación de semejante fin final, tiene que rendirse al dictado vacuo de la mera moda y la neta novedad del pos-posmodernismo, aunque infiltrado de los postulados más reaccionarios, compendiado en este doctrinario: aniquilar la religión de nuestros mayores (cristianismo), inventarse un flamante enemigo (América), mantener los fantasmas de siempre (antisemitismo, antiliberalismo, totalitarismo) y salir a la calle para encontrar extraños amigos e insólitos aliados.
La coleta china no ha asomado todavía por los Urales (Ortega y Gasset), pero sí el enhiesto y negro turbante venido del desierto con sed de revancha y restitución, que desemboca en nuestras plazas bajo el efecto de la llamada de la paz pacifista de los cementerios. Y Europa no ha reaccionado. El problema actual de la supervivencia de Europa no es, sin embargo, el Islam; es, más bien, la consecuencia: “El Islam está planteando problemas debidos en gran parte a la decadencia o crisis del cristianismo” (página 176). Mucho ha tenido que hacerse mal y muy mal han de debido ir las cosas en el Viejo Continente para que en no pocas de sus calles y plazas haya habido que oír el trueno de proclamas tan ebrias de nihilismo como ésta: “Osama, ¡mátanos!”.
La suerte está echada, pero no está aún todo perdido. Dalmacio Negro, acaso buscando transmitir una dosis de confianza y dar ánimos a los habitantes de una Europa que se desarma y desalma, recuerda en este libro de lectura imprescindible que fue a partir de Poitiers cuando Europa empezó a ser consciente de su identidad: “Y bien podría ocurrir ahora algo parecido” (página 115). Una identidad con la que recuperar la plena libertad, la salud moral y la luminosa vitalidad.