Conocí a Frum cuando, aún en la Casa Blanca, estaba preparando la que sería una de las primeras biografías del Bush Jr. presidente. Luego he seguido viéndole, y jamás me ha defraudado: rápido, muy inteligente, buen conocedor de la historia política de su país –Canadá– y de los Estados Unidos, crítico aceradísimo, siempre se encuentra animado y con ganas de mejorar las cosas.
Frente al descontento republicano y conservador con la presidencia de George W. Bush, Frum aspira a encontrar tonos e ideas que permitan a la derecha recuperar el optimismo.
Comeback. Conservatism that can win again (El regreso. El conservadurismo que puede volver a vencer) se gestó hace un año, tras la derrota republicana en las mid-term elections de noviembre de 2006 y en un ambiente absolutamente dominado por el discurso fácil y radical de los demócratas. O sea, que Frum lo escribió cuando muchos republicanos pensaban que todo estaba perdido. En este sentido, estamos ante un texto prisionero de las circunstancias que llama a las filas conservadoras a acometer un cambio de grandes dimensiones. Si lo hubiera redactado hoy, seguramente Frum hubiera insistido menos en el carácter urgente de tal cambio, pues ahora son los demócratas los que están pasándolo mal: son tantos sus problemas internos y de discurso, que las presidenciales de noviembre siguen en el aire, por mucho que en un principio los del burro parecieran tener todo a su favor.
Aunque tengo mis dudas de que Comeback sirva para entender qué está pasando en el conservadurismo norteamericano, no tengo ninguna de que se trata de una muy recomendable lectura para el lector español, sobre todo a raíz de la abierta no disputa que enfrenta a Esperanza Aguirre con Mariano Rajoy, por mucho que en los hechos la libren, ridículamente, sus entornos y espadas-de-segundo-nivel. Y es que Frum también aborda la tensión tradicional entre liberalismo y estatismo (Big Government).
El otro día, en un artículo publicado por El País, José María Lassalle arremetió contra Esperanza Aguirre, a la que acusó de alentar un "liberalismo antipático". Supuestamente, lo de "antipático" alude a las formas, pero lo cierto es que el dardo iba contra la preeminencia de las leyes del mercado y contra la demanda de un Estado débil o que no se injiera en la vida de los ciudadanos, esto es, contra un ideario que tiene en el neoliberalismo y la responsabilidad individual sus dos anclajes teóricos. Frente a ello, Lasalle reclama que se luche contra "los peligros del fundamentalismo del mercado" (habla aquí por boca de Dahrendorf) y que se descarten las visiones reaccionarias de los principios conservadores.
Frum diría que Lassalle desconoce la realidad y la práctica del liberalismo contemporáneo, o que teme denominarse a sí mismo conservador compasivo. O ambas cosas.
Lassalle, profesor bien preparado, no puede desconocer que el liberalismo no preconiza la hegemonía del mercado porque sí, sino porque las alternativas que ofrece suelen ser más eficaces que las promovidas por la socialdemocracia. Por supuesto, el liberalismo no se olvida de los más pobres, sino que no acepta que éstos, y las madres solteras, las adolescentes embarazadas, los drogadictos, los delincuentes, los marginados, etcétera, hayan de depender de programas costeados con los impuestos y gestionados, las más de las veces, por una burocracia mala, pesada, cara y poco o nada controlable.
Asimismo, los liberales son partidarios del Estado Mínimo. Pero eso ya lo ha logrado Zapatero, que ha dejado al Estado español en condiciones anoréxicas, mientras cobran vigor las fuerzas nacionalistas e independentistas. Por eso la dicotomía liberalismo-estatismo es, en la actualidad, falsa. O suicida, según se mire. Hay que regenerar la capacidad y la autoridad del Estado. Por ejemplo, ahora que tanto se habla de ello –otra vez–, no creo que el liberalismo de Esperanza Aguirre sostenga que el agua es de cada cuenca fluvial, sino que, por el contrario, defiende un plan hidrológico nacional, solidario e integrador.
El problema que plantea Lassalle es falso. Tal y como apunta Frum, la dicotomía no es liberalismo versus conservadurismo, sino conservadurismo versus socialdemocracia. No hay nada malo en ser, y parecer, conservador. Al fin y al cabo, confiesa Frum, él dejó la izquierda para hacerse conservador no sólo por los errores de aquélla, sino porque
Milton Friedman ofrecía mejores respuestas a la inflación que James Tobin, George Stigler describía la economía moderna mejor que John Kenneth Galbraith, las ideas de James Q. Wilson para controlar la criminalidad eran mejores que las de la Comisión Kerner, Richard Pipes explicaba el comportamiento soviético mejor que Jerry Hough, Thomas Sowell ofrecía ruta para la reconciliación racial mejor que la de Jesse Jackson, y los argumentos de William Buckley superaban a los de Arthur Schlesinger Jr.
El conservadurismo ideológico ha triunfado allí donde ha sido llevado a la práctica por el conservadurismo institucional de un partido, tanto en lo relacionado con la expansión de la igualdad (de oportunidades, que es la que importa) como en lo relacionado con la etensión de la libertad individual y la prosperidad. El problema, según Frum, es que el conservadurismo se ha despegado de la realidad, pero en el sentido opuesto al que insinúa Lassalle.
Para gustar, el conservadurismo se ha travestido; y en el proceso ha acabado por olvidar o deshacerse de sus raíces. Se ha plegado a una forma de entender y practicar la política que reniega de las ideas y confía todo a la producción de grandes eslóganes y frases, que la prensa subraya y amplifica. Y, claro, luego pasa lo que pasa:
Cuando uno argumenta cosas estúpidas, hace una campaña estúpida. Y cuando uno hace una campaña estúpida, gana de manera estúpida. Y gobierna de forma estúpida.
Si es que uno gana y llega a gobernar...
Los conservadores americanos están enzarzados en cuestiones que ya ha resuelto la realidad, denuncia Frum. A juicio de nuestro autor, lo que deberían hacer es abordar, urgentemente y haciendo gala de claridad analítica y moral, una serie de asuntos que les permitirán adecuar su agenda a la de la sociedad: inmigración, discriminación positiva, bilingüismo, soberanía nacional, encaje en el mundo... asuntos todos ellos en los que se definen las sociedades.
El conservadurismo en general y el PP en particular han de encontrar soluciones viables y satisfactorias a esos problemas, y a los que vayan surgiendo, si es que quieren seguir siendo relevantes en el futuro. Ya he apuntado que para ello no serviría el Estado Mínimo, pero sí uno que no se arrogase tareas que pueda acometer con más eficacia y justicia la iniciativa privada. Esto no significa que haya de ser un Estado que carezca de sensibilidad hacia, por ejemplo, los asuntos relacionados con la pobreza o el medioambiente; por cierto, cabe destacar que el eco-conservadurismo de Frum se muestra fervorosamente partidario de la energía nuclear.
David Frum es capaz de compaginar elementos tan distintos porque, aunque no lo diga, su pensamiento se adscribe a eso que se conoce como neoconservadurismo, del que también se ocupa, de pasada, Lassalle en su referido artículo; aunque sólo para incurrir en el tópico que sostiene que se trata de la peor filosofía política que pueda uno echarse a la cara, opinión muy extendida entre la izquierda, de la que Lassalle, sin embargo, dice distanciarse.
El político popular acusa, ni más ni menos, de excluyentes a los neoconservadores. Está equivocado. Los neocons americanos siempre han sido partidarios de la Gran Tienda de Ronald Reagan. Otra cosa es que luchen para que en las altas esferas se sigan sus consejos. Por lo que hace a España, la manifestación de exclusión que se profirió en Elche no llevaba, precisamente, marchamo neoconservador...
Si hay algo que Aznar demostró sobradamente en su día es que, en política, se tiene éxito cuando se suman voluntades, no cuando se practica la exclusión. Algo similar ha dicho recientemente Cascos. Pues bien, Frum se sitúa en la misma sintonía.
La gran lección que pueden sacar de Comeback los ideólogos del PP es muy sencilla: matar al padre nunca es bueno. En política, Freud tiene mal encaje. Ciertamente, el conservadurismo del siglo XXI tiene que renovarse si no quiere morir, pero la descalificación del propio pasado (sobre todo, del más exitoso) no puede ser el motor del cambio. El conservadurismo debe medirse con su alternativa política, el socialismo del siglo XXI. Es a éste a quien debe vencer y desbancar. Luchar contra la historia, y sobre todo contra la propia, da muy malos resultados. Frum adapta estrategias y políticas, pero no arroja sus principios por la ventana. Tampoco quema sus naves ideológicas, ni asesina a sus ancestros. Justo lo contrario de lo que algunos dirigentes del PP andan preconizando.
Ah: en nuestro caso, matar al padre es matar a José María Aznar. Estamos hablando de palabras mayores, ¿no creen?