Sin embargo, la realidad es muy otra, aun dejando de lado el hecho de que las elecciones del 33 fueron democráticas, mientras que las del 36 en ningún país se considerarían como tales. En la misma noche electoral, y a la mañana siguiente, Gil-Robles y Franco presionaron a Portela Valladares, jefe del Gobierno, y a otras autoridades para que declarasen el estado de guerra. El objetivo no era propiciar un golpe de estado, sino impedir que las turbas continuasen adueñándose de las calles y de los propios colegios electorales, ante la defección de las autoridades. De hecho, Alcalá-Zamora firmó para Portela tanto el estado de guerra como el de alarma, si bien recomendó no usar el primero en la medida de lo posible, criterio que siguió Portela. Y así el estado de alarma, que traía consigo la censura de prensa y otras restricciones a los derechos ciudadanos, permanecería en vigor hasta la reanudación de la guerra, en julio.
Consumada la imposición del Frente Popular, la CEDA reconoció el resultado de las elecciones, lo que han invocado charlatanes tipo H. Southworth para demostrar la legalidad y normalidad de las mismas. Ese reconocimiento, pese a las evidentes y graves anormalidades de los comicios, podía testimoniar, una vez más, el talante moderado y legalista de la CEDA, capaz de aceptar la alternancia política.
Pero su aceptación obedeció a sentimientos menos loables: el pánico. Habían ganado los mismos rebeldes del 34, jactanciosos de su hazaña y que habían amenazado en su propaganda electoral con exterminar a la derecha. Ésta, desde la CEDA a la Falange, procuró no "provocar" a los eufóricos y agresivos ganadores, y se aferró a Azaña como última esperanza frente al renovado impulso revolucionario. Pues no parecía imaginable que Azaña, un burgués, fuera a seguir la ruta de sus amigos revolucionarios, los cuales pensaban prescindir cuanto antes de la burguesía, aunque fuera la progresista.
La CEDA mantenía posibilidades de presión, pues mientras no se reunieran las Cortes, a mediados de marzo, seguía siendo mayoritaria en la Diputación Permanente. Pero renunció a cualquier oposición, aprobando el 21 de febrero la amnistía impuesta por las turbas en la calle; también aprobó el restablecimiento de la autonomía catalana, suspendida desde 1934 y asimismo repuesta por Companys y los suyos, para enfado de Azaña, sin esperar el trámite legal de la reunión de Cortes.
Con la misma mansedumbre, la derecha aceptó la readmisión de los empleados despedidos por huelgas políticas o por la sublevación de octubre del 34, pagándoles además una indemnización, de hasta seis meses de paga, que ponía a muchas empresas al borde de la quiebra y les obligaba a despedir, además, a empleados que habían respetado la ley.
En sus diarios y cartas a su cuñado Rivas Cherif, Azaña se jactaba de haberse convertido en un "ídolo nacional", un "ídolo de las derechas", las cuales "sienten estupor ante nuestro triunfo y respeto ante nuestra autoridad". Y se recreaba, con desprecio: "¿Causa profunda de todo esto? El miedo. Te divertirías mucho si estuvieras aquí".
Ese miedo le daba gran satisfacción. A Gil-Robles, comenta, "la Pasionaria le ha cubierto de insultos. No sabe dónde meterse, del miedo que tiene". "Tienen un miedo horrible. Ahora quieren pacificar, para que las gentes irritadas se calmen y no les hagan pupa". Él mismo no ahorraba desplantes a los banqueros y empresarios, o a quienes, como Batet, habían salvado la República en Barcelona, en octubre de 1934; o se complacía en el arresto de López Ochoa, defensor de la República en Asturias en la misma ocasión: "Ya hay otro generalote preso".
También el líder de la Falange, José Antonio, ordenó a los suyos discreción, "evitar todo incidente" e impedir "actitud alguna de hostilidad hacia el nuevo Gobierno o de solidaridad con las fuerzas derechistas derrotadas". De nada iba a valerles. Enseguida, el 27 de febrero, el Gobierno clausuró centros falangistas, y unos días después cerró su periódico, Arriba, mientras recomenzaban, como en 1934, los atentados mortales contra jóvenes del partido. Acosada, la Falange comenzó a replicar, también como en 1934, con otros atentados, empezando con uno fallido, el 12 de marzo, contra Jiménez de Asúa.
Al revés de lo que ocurría en los actos de terrorismo contrarios, la pesada mano del poder se descargó entonces, sin prestar mucha atención a las normas legales. Fue prohibido el partido, cerrados todos sus centros, encarcelada casi toda su directiva, incluido José Antonio, y detenidos otros muchos militantes. Sin embargo, bastantes jóvenes derechistas, cansados o indignados con la actitud sumisa de la CEDA, acudieron a nutrir las filas de la Falange.
A continuación, el Gobierno y las izquierdas asestaron un golpe devastador a la CEDA, reduciendo fraudulentamente, entre injurias, la presencia parlamentaria de la derecha moderada (le arrebataron 37 escaños). En protesta, la CEDA se retiró de las Cortes, a finales de marzo, bajo una tormenta de denuestos y amenazas de ser tratada como "golpista". Pocos días más tarde volvió, humillada.
A las quejas por las constantes violencias, Azaña replicó, el 3 de abril: "Dejemos llegar a nuestro ánimo el sentimiento de la misericordia y de la piedad. ¿Es que se puede pedir a las muchedumbres irritadas o maltratadas, a las muchedumbres hambreadas durante dos años, que tengan la virtud que otros tenemos de que no trasparezcan en nuestras conductas los agravios de que guardamos exquisita memoria?".
Azaña falseaba los hechos: había sido durante su anterior Gobierno, en el primer bienio, cuando el hambre había alcanzado sus mayores cotas, que resurgían aceleradamente con el Frente Popular. Pero, sobre todo, su peculiar "misericordia y piedad" legalizaba el crimen. Escribiría Lerroux: "¿Maltratadas? ¿Agraviadas? Se habían rebelado, habían sido vencidas, fueron juzgadas y sentenciadas. ¿Qué otra cosa hizo Azaña con el general Sanjurjo y sus compañeros sublevados en agosto de 1932?". Además, Azaña había aplicado una represión feroz, como también señala Lerroux: "Nosotros no deportamos a sus jefes a los desiertos africanos, ni aplicamos la ley de fugas a sus obreros maniatados, ni exterminamos a sus campesinos rebeldes como en Casas Viejas".
El deprimido Gil-Robles se alejó por unas semanas de la primera fila de la política, adquiriendo protagonismo el más enérgico Calvo Sotelo, monárquico y partidario de acabar con una república a la que consideraba antesala de la revolución. Calvo centró su actividad en la denuncia de la oleada de crímenes y disturbios que se habían adueñado de la sociedad española, procurando que el Gobierno cumpliese e hiciese cumplir la ley, con lo cual lo legitimaba. Sin embargo, pospuso el tratamiento de las denuncias derechistas hasta después de cumplir dos designios fundamentales: asegurarse una mayoría aplastante en las Cortes y destituir al presidente de la República, obstáculos legales a su completa dominación.
Una vez logrados esos objetivos, la cuestión del orden público se trató los días 15 y 16 de abril, en simultaneidad con la primera manifestación masiva de protesta a la que se atrevían las derechas, y que fue atacada a tiros por las izquierdas, causando numerosos muertos. Calvo Sotelo habló en las Cortes, entre burlas y amenazas de "arrastrarlo" a él y a otros dirigentes derechistas, especialmente por parte de la Pasionaria y de Margarita Nelken. También Gil-Robles recibió amenazas de muerte por parte del jefe comunista José Díaz y por la Pasionaria.
Calvo dio los datos, muy graves y probablemente incompletos a causa de la censura, de los muertos, asaltos e incendios en sólo un mes y medio. Azaña, pese a la timorata, más que moderada, actuación de la derecha, le espetó: "¿No queríais violencia? ¿No os molestaban las instituciones sociales de la República? Pues tomad violencia. Ateneos a las consecuencias". Con estas frases renunciaba, sencillamente, a toda pretensión de legitimidad para el Frente Popular.
Dos meses más tarde, el 18 de junio, con una situación muy empeorada, las derechas presentaron una proposición no de ley para intentar que el Gobierno cumpliera sus obligaciones –lo que, por otra parte, lo habría legitimado–: "Las Cortes esperan del Gobierno la rápida adopción de las medidas necesarias para poner fin al estado de subversión en que vive España". Entre amenazas e insultos gravísimos, una vez más, Gil-Robles dio nuevos datos: 269 muertos y 1.267 heridos en sólo cuatro meses, innumerables incendios de iglesias y centros políticos derechistas, huelgas constantes y a menudo violentas, etc. Denunció la llamada "republicanización de la justicia", es decir, la supeditación de ésta al Frente Popular.
Calvo Sotelo, por su parte, citó frases revolucionarias de Largo Caballero, el Lenin español, a quien estaba unido el Gobierno por un "cordón umbilical". El Ejército no podía adoptar una actitud subversiva, pero "sería loco el militar que al frente de su destino no estuviera dispuesto a sublevarse a favor de España y en contra de la anarquía, si ésta se produjese". Casares Quiroga, el jefe de Gobierno tras haber subido Azaña a la presidencia de la República, pintó un panorama social casi idílico, y amenazó a Calvo con hacerle responsable de cuanto pudiera ocurrir. Calvo replicó con sus famosas palabras:
"Yo acepto con gusto y no desdeño ninguna de las responsabilidades que se puedan derivar de actos que yo realice, y las responsabilidades ajenas, si son para el bien de mi patria. Yo digo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un rey castellano: 'Señor, la vida podéis quitarme, pero más no podéis'. Y es preferible morir con honra a vivir con vilipendio".
Concluyó previniendo a Casares contra la eventualidad de convertirse en un Kérenski o un Karoli, que habían abierto el paso al comunismo en Rusia y Hungría, respectivamente.
Mientras tanto, iba tomando cierta consistencia la conspiración militar dirigida por Mola, de la que hablaremos luego.