A pesar de las Constituciones, el despotismo democrático es una realidad. En esta obra sobre el famoso pensador Alexis de Tocqueville, recopilación de unas conferencias que datan de 2005, se analiza la perspicacia de este clásico a la hora de analizar la democracia y los peligros del despotismo democrático.
"La actualidad nos provee de no pocos ejemplos que nos muestran la vigencia de la tiranía de la mayoría", escribe uno de los autores de esta obra coral. Cabe recordar, con el senador Muñoz-Alonso, los tiempos en que Alfonso Guerra decretó el entierro de Montesquieu, de la división de poderes. Pero no hace falta mirar tan lejos para hallar desmanes gubernamentales: basta con leer a diario Libertad Digital.
El despotismo a que se refería el aristócrata francés era consecuencia directa de la obsesión igualitaria, que, en su afán por lograr la igualdad a toda costa, podía llegar a convertir a los hombres en súbditos, pues la sacrificada era la libertad. Así las cosas, el Estado se convertiría en un poder "inmenso y tutelar, exclusivamente encargado de garantizar" al hombre "sus placeres y velar por su suerte" y fijarle "irrevocablemente en la infancia". "Este poder quiere que los ciudadanos gocen –proseguía Tocqueville–, con tal de que sólo piensen en gozar (…) ¿Por qué no podría librarles enteramente de la molestia de pensar y del trabajo de vivir?".
Tocqueville adelantó en 1840 lo que sucedería en el siglo XX, cuando el ideal de libertad, entendida ésta como "poder hablar, actuar y respirar sin coacción bajo el único gobierno de Dios y de sus leyes", sucumbió ante la marejada colectivista. Ahora bien, el francés observaba que en América la mayoría, aunque tenía "los gustos e instintos de un déspota", carecía de "los instrumentos de la tiranía", como puntualiza en otro de los trabajos de esta obra el profesor Jeremy Jennings. Y es que las instituciones políticas americanas estaban diseñadas de forma que la libertad quedara protegida.
La libertad debía estar protegida en el terreno institucional (división de poderes, buenos textos constitucionales...) y, cuestión ésta no menos importante, contar con firmes anclajes en la sociedad. Es aquí donde entran en juego las asociaciones libres y voluntarias, una sociedad civil que impida o dificulte la expansión del poder estatal. Si la propia sociedad puede prestar los servicios más básicos, ¿para qué necesita ceder parcelas de libertad a un Estado ineficiente, lejano y al que no hay forma de controlar?
Tocqueville era partidario de una sociedad en que la propiedad estuviera protegida por las leyes, se garantizara el orden "con firmeza" y se preservara la libertad de la industria. En las sociedades en que se respeta la ley, subraya José María Marco, se cuenta con una de las condiciones primordiales para optar a la felicidad. Para poder llevar a cabo nuestros proyectos necesitamos disponer de una esfera de actuación libre de injerencias y disponer de nuestros recursos como deseemos.
Cuando el hombre vive sometido a los dictados de los políticos y ve constreñido su margen de maniobra, deja de prosperar: no quiere que le quiten el fruto de su trabajo, mediante la mera fuerza física, los impuestos confiscatorios o la expropiación. Pedir permiso para actuar y perdón por triunfar, algo a lo que los ciudadanos se han acabado por acostumbrar, es lo que se estila en las sociedades sometidas a la tiranía.
Reflexiones como éstas hubieran requerido de un tratamiento más profuso y sistemático, algo que se echa en falta en un libro en el que escasean las aportaciones magistrales, salvo quizás las de Marco y Dunn Henderson, y sobran los elogios acríticos al francés, lo que hace que se pierda una excelente oportunidad para ofrecer al lector una obra que le anime a leer a Tocqueville.
Como de costumbre, lo mejor suele ser ir directamente al autor, aunque hay que advertir que los libros del que nos ocupa, a pesar de estar disponibles en ediciones de bolsillo, no se pueden leer bajo la sombrilla. Para la playa, en lugar del denso Tocqueville, mejor el Liberalismo de Mises, o Los que vivimos, de Rand. Los clásicos, definitivamente, no son para el verano.