"La táctica de la CEDA no sólo era idéntica –prosigue–, sino que Gil Robles hacía proclamar a los gritos de '¡jefe, jefe, jefe!', convocaba radunate [reuniones de masas] en lugares simbólicos como El Escorial o Covadonga y su organización juvenil, las Juventudes de Acción Popular (JAP), desfilaban y actuaban al estilo nazi".
Creo que sólo Preston o charlatanas como Helen Graham han logrado concentrar tal cantidad de tergiversación en tan poco espacio.
Para empezar, Dollfuss había tenido que afrontar, por un lado, a un partido socialista subversivo y no democrático y, por otro, a los hitlerianos. Los socialistas fueron "suprimidos" porque se lanzaron a la insurrección cuando el Gobierno ordenó desarmar a sus milicias, dato significativo que omite Beevor. A continuación, Dollfuss se había dirigido contra los nazis, los cuales, en respuesta, le asesinaron utilizando matones disfrazados de policías. Detalle curioso: el PSOE intentaría en octubre del 34 un "putsch a lo Dollfuss", en sus propias palabras, mediante socialistas disfrazados de guardias civiles y de asalto. Quizá lo ignora Beevor.
El PSOE sabía perfectamente que la situación austríaca difería por completo de la española. En la pequeña Austria, encajonada entre la Alemania nazi y la Italia fascista, los socialistas no tenían la menor posibilidad de éxito. En cambio, la propaganda del PSOE, como Beevor podría comprobar fácilmente, exhibe un triunfalismo desmedido. Los socialistas españoles estaban seguros de vencer, seguros de haber llegado el momento histórico para su revolución y dictadura absoluta: "El proletariado marcha a la guerra civil con ánimo firme"; "La guerra civil está a punto de estallar sin que nadie pueda contenerla"; "Uniformados, alineados en firme formación militar, en alto los puños, impacientes por apretar el fusil. Un poso de odio imposible de borrar sin una violencia ejemplar y decidida, sin una operación quirúrgica". Etcétera.
Por supuesto, la prensa socialista española utilizaba el caso de Austria, pero sólo como un motivo más de agitación, al estilo del supuesto e inminente peligro fascista achacado a la CEDA. Incluso los republicanos históricos de Lerroux, y hasta los republicanos de izquierda, con quienes había roto Prieto pública y "definitivamente", eran tildados de "fascistas" por los dirigentes del PSOE. Un historiador medianamente agudo percibe con facilidad el carácter de pretexto, tanto de la explotación del caso austríaco como de las acusaciones de "fascismo". La propaganda izquierdista no rezuma temor a la CEDA, sino desprecio. Todo esto se halla hoy sobradamente documentado, pese a lo cual los Beevor, los Preston, los Juliá y compañía persisten en los viejos clichés, contribuyendo muy poco al crédito de la historiografía académica.
Por lo demás, la táctica de la CEDA nada tenía que ver con la de un Dollfuss ya en el poder, acosado por los socialistas y los nazis y amenazado directamente por Hitler. Para entender la táctica de la CEDA debemos retrotraernos a la oleada de incendios de templos, bibliotecas, etcétera, de 1931, empeorados por una Constitución abiertamente sectaria y anticatólica, más una Ley de Defensa de la República que mermaba las libertades. Una gran masa de población, lógicamente, apenas se identificaba con aquella república, y la CEDA rehusaba pronunciarse por ella o por la monarquía, aparcando el problema; cosa admisible en cualquier Estado democrático. Pero la mesiánica izquierda, que había desvirtuado la república inicial para volverla una fuente de agresiones a la Iglesia y a la derecha, ¡culpaba a ésta de escasa afección al régimen!
Aun así, la táctica cedista resultó fundamentalmente conciliadora, al contrario que la de la minoría monárquica, empeñada en derrocar la República. La CEDA, muy mayoritaria en la derecha, no se identificaba (con todo derecho) con aquella república, pero la acataba explícitamente, propugnaba la acción política no violenta, trataba de ganar democráticamente las elecciones y aspiraba a cambiar la Constitución desde el poder, siguiendo las propias normas constitucionales, para eliminar sus aspectos más sectarios –y también contrarios a las libertades, por cierto–: "Los católicos no pueden encontrar dificultades en avenirse con las instituciones republicanas, y como ciudadanos y como creyentes están obligados a prestar a la vida civil un leal concurso al régimen republicano", señalaba El Debate, órgano orientador de la CEDA.
Por cierto, no se trataba de un partido plenamente democrático, pero por entonces ninguno lo era, como vamos viendo, con la excepción, hasta cierto punto, del Partido Radical de Lerroux. Pero incluso así una democracia puede funcionar y consolidarse, si esos partidos respetan al menos la ley y obran pacíficamente. La CEDA lo hacía y las izquierdas no. Esta diferencia es crucial.
Y, naturalmente, la afirmación de Beevor sobre unas juventudes de la CEDA desfilando y actuando "al estilo nazi" ya no entra en el campo de la historiografía, sino de la simple falsificación, por no decir trola. Desde luego, las derechas tenían por lo menos el mismo derecho que los partidos de izquierda a convocar reuniones, en El Escorial o donde prefirieran. Además, se trataba de reuniones mucho más ordenadas y pacíficas que las de las izquierdas o los separatistas. Sí desfilaban uniformadas y actuaban al estilo nazi, en cambio, las juventudes de la Esquerra catalana, las comunistas o las del PSOE; y estas últimas constituían por entonces una auténtica organización terrorista.
Las juventudes de la CEDA no desfilaban uniformadas, ni perpetraban atentados, ni apedreaban a votantes, ni vigilaban las ideas políticas de los vecindarios, ni acumulaban armas, etcétera, como hacían las organizaciones juveniles izquierdistas y separatistas. Es más, la CEDA sufrió un número considerable de asesinatos por parte de las izquierdas sin replicar con la ley del talión (lo cual también provocaba el desprecio de sus enemigos). Sólo los muy minoritarios monárquicos y la Falange imitaron en medida menor las violencias izquierdistas, y en respuesta a ellas. Estos hechos están hoy perfectamente comprobados y documentados, pero, por lo visto, algunos se empeñan en mantenerlos en la oscuridad, desvirtuando la historia.
Según Beevor, la CEDA planeaba alcanzar el poder para llevar la Constitución "hacia un corporativismo de raíz católica y de inspiración fascista". La raíz católica y el fascismo se avenían mal, como se demostraría ya bajo el poder de Franco. Gil-Robles manifestó reiteradamente su "discrepancia radical con el fascismo en cuanto a su programa, en cuanto a las circunstancias en que aparece y en cuanto a la táctica que lo inspira". Y El Debate denunciaba frecuentemente el belicismo y el racismo hitlerianos, expresando así sus propias inclinaciones:
"¡Qué distintos el pensamiento y la práctica fascista, el pensamiento y la realización prudente de Oliveira Salazar, la nueva política de Roosevelt, la evolución lenta y callada de Inglaterra y las actividades del racismo germánico. No necesitamos decir el método que tiene nuestras preferencias: el de los ingleses. Que la sociedad haga por sí sola, hasta donde sea posible, la renovación. El Estado asiste, vigila, protege las evoluciones".
Nada de ello libró a la CEDA de una frenética acusación de "fascista" por parte del PSOE, pese a tener sus dirigentes plena conciencia de que no lo era, como he demostrado en Los orígenes de la guerra civil. Utilizaban deliberadamente la falsa imputación como un medio de soliviantar a las masas, acosar a las derechas y paralizar su reacción. Todavía hoy diversos historiadores siguen empleando algunas frases antiparlamentarias de Gil-Robles, ocultando la multitud de frases y actitudes antiparlamentarias de las izquierdas.
Por supuesto, todos los políticos se contradicen, y todos los partidos integran diferentes "sensibilidades", lo cual plantea un problema al estudioso de la historia, a la hora de juzgarlas: ¿cuáles tienen valor? En una ocasión el historiador Malefakis me acusó de seleccionar las frases del PSOE convenientes a mis tesis y de ignorar las contrarias. Creo que en este fallo cae, precisamente, la mayoría de los historiadores de izquierda. Pero quien haya leído mis libros comprobará el amplio espacio que dedico, por ejemplo, a la disidencia de Besteiro. No obstante, no cabe poner en el mismo plano, para explicar la conducta del PSOE, la actitud de Besteiro y las de Prieto y Largo Caballero, pues estas últimas determinaron la política del partido y las de Besteiro quedaron marginadas.
Para valorar las frases y contradicciones de unos y otros líderes debemos atender a los hechos. Hitler no paraba de hablar de paz y Stalin de democracia, pero los hechos no se correspondían. En España, las frases que los líderes del PSOE llevaron a la práctica fueron, precisamente, las más extremistas. En cuanto a la CEDA, sus frases extremistas nunca fueron llevadas a la práctica.
Esta norma elementalísima para enjuiciar la historia se olvida muy a menudo, lamentablemente, y sin embargo suele marcar la diferencia entre una historiografía rigurosa y una pseudohistoriografía que encubre sus embrollos con pretensiones de minuciosidad y hasta de "profesionalidad".
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