El de 1944 fue un año crucial para el pensamiento político liberal: Friedrich Hayek y Ludwig von Mises publican casi al unísono Camino de servidumbre y Gobierno omnipotente. En medio del debate sobre las virtudes de la economía de guerra y la intervención masiva del Estado para asegurar la paz y la prosperidad, estos dos autores señalan que el Gobierno no solamente no es parte de la solución, sino que constituye la principal causa del problema, esto es, la tiranía y la guerra.
Tres años después, y coincidiendo con la creación de la Sociedad Mont Pelerin, sale a la luz el ensayo Racionalismo en política, donde Michael Oakeshott critica severamente la "política de la perfección" y de la "uniformidad" y lamenta el excesivo racionalismo, que tiene su origen en "la exageración de las esperanzas de Bacon y en el desprecio por el escepticismo de Descartes" y se manifiesta en la transformación de las tradiciones en ideología. Su desafío a los liberales se encuentra resumido en esta alusión directa a Hayek:
Tal vez sea esto lo más importante de Camino de servidumbre de Hayek, no la contingencia de su doctrina, sino el hecho de que sea una doctrina. Planificar para resistir cualquier planificación puede ser mejor que su contrario, pero pertenece al mismo estilo político. Y sólo en una sociedad profundamente infectada por el racionalismo la transformación de las fuerzas tradicionales de resistencia a la tiranía en una ideología consciente puede ser considerada un refuerzo de aquéllas.
El desafío a los liberales austriacos continúa en 1956, cuando Oakeshott, que llegó a la London School of Economics de Londres a enseñar Ciencia Política el mismo año en que Hayek abandonó esa universidad para recalar en Chicago, pronuncia su célebre conferencia "On Beign a Conservative", traducida al español como "La actitud conservadora", en la que dice cosas como la que sigue:
Ser conservador consiste (...) en preferir lo familiar a lo desconocido, lo contrastado a lo no probado, los hechos al misterio, lo real a lo posible, lo limitado a lo ilimitado, lo cercano a lo distante, lo suficiente a lo superabundante, lo conveniente a lo perfecto, la felicidad presente a la dicha utópica.
Es ésta una fórmula que muchos habrán oído reproducida con más o menos acierto pero que hasta ahora no había sido publicada en nuestro país (sí en México, en el Fondo de Cultura Económica). Por segunda vez, Oakeshott lanza el guante a los que, según él, "no valoran nada, cuyos vínculos son efímeros y desconocen el amor y el afecto". Sin mencionar a nadie en particular, el británico repasa algunos de los argumentos formulados en obras anteriores y basa su defensa del cambio lento y no animado por una visión de la perfección en los conceptos de racionalidad limitada y consecuencias imprevistas.
Tales nociones, aplicadas posteriormente a la sociología electoral y a la teoría de las organizaciones, marcarían a las generaciones posteriores de estudiosos de la democracia y constituyen en la actualidad la base del intenso debate entre los mal llamados partidarios de la "democracia minimalista" y los denominados "fundamentalistas democráticos" de la izquierda. También entre las distintas corrientes liberales (Estado Limitado, Estado Mínimo y anarco-capitalismo), en cuyas discusiones subyace a menudo, si bien de forma distorsionada, debido al influjo de la respuesta de Hayek a Oakeshott en Por qué no soy conservador (1959), un análisis y refutación de los argumentos del británico difícil de entender y de valorar sin acudir antes a su fuente, que es la conferencia de Swansea.
Por eso la lectura de La actitud conservadora es una tarea casi obligada para cualquier interesado en una comprensión cabal del liberal-conservadurismo, que al contrario de lo que muchos piensan no tiene su origen en el referido economista austriaco, sino en Oakeshott, quien señala (o profetiza) el triunfo y preponderancia del hábito mental progresista y advierte contra una de las modas del pensamiento posmoderno: la sustitución de las herramientas y de las reglas generales sancionadas por la experiencia por una serie de proyectos basados en el conflicto y en la generación y liberación de energía desbordada. Sin embargo, "cuanto más ansioso esté por ganar éste [el juego] un participante, más valioso será un conjunto inflexible de reglas".
Es por esta vía, y no por la del organicismo ni por la religión, como le achacan sus críticos libertarios, que Oakeshott llega a la conclusión de que en política "el hecho de gobernar es una actividad limitada y específica que se refiere a la provisión y salvaguarda de reglas generales de conducta, entendidas éstas no como imposiciones de actividades sustantivas, sino como instrumentos que permiten a cada cual desarrollar, con la menor frustración, las actividades de su propia elección", y no, en cambio, "transformar un sueño privado en una forma pública y obligatoria de la vida".
Por otra parte, advierte de que la función del Gobierno "no consiste en imponer otras creencias y actividades a sus súbditos, ni tampoco en protegerlos ni educarlos; ni en hacerlos mejores o más felices en otra forma; ni en dirigirlos ni estimularlos a la acción; ni en guiarlos ni coordinar sus actividades para evitar motivos de conflicto". Sin embargo, y ahí se produce un nuevo motivo de complementariedad entre liberales y conservadores, Oakeshott no piensa que sea necesario apelar al libre juego de la elección humana como valor absoluto, ni a la propiedad como derecho natural, para defender un Estado limitado:
[Los sueños de los políticos] no son diferentes de los de las demás personas, y si ya resulta aburrido tener que escuchar una y otra vez los sueños de los demás, intolerable sería que se nos obligara a realizarlos. Toleramos a los monomaníacos, es ya una costumbre hacerlo; pero ¿por qué habrían de gobernarnos? (...) Dado que la vida es un sueño, pensamos (con lógica plausible, pero errónea) que la política debe ser un choque de sueños en el que esperamos imponer el nuestro.
Por lo tanto, se equivocan quienes, como Paloma de la Nuez en su introducción de Principios de un orden social liberal de Hayek, señalan que hoy en día "muchos conservadores se han acercado al liberalismo por su común oposición al socialismo y su defensa de la economía de mercado, aunque no comparten con los liberales ni un solo principio más". Se podría argumentar justo lo contrario, es decir, que el sesgo conservador que muchos han percibido en esta obra se deba precisamente a la relectura y reevaluación de las aportaciones anteriores de Oakeshott.
El debate sigue abierto, y lo más conveniente es actuar de forma precavida y desconfiada, ser conscientes de que tanto Hayek como Oakeshott evitaban en ocasiones referirse de forma directa a sus argumentos rivales. Ellos también caminaban a hombros de gigante, aunque fueran de su misma talla, pero tal vez la vanidad les impidiera reconocerlo.
En cuanto a la edición, es preciso felicitar a la editorial Sequitur por su colección de textos políticos, que rellena un hueco despreciado injustamente por otras editoriales y pone a disposición del lector español ésta y otras obras fundamentales para entender las premisas en torno a las cuales gira la discusión política actual, tanto en la derecha como en la izquierda. La traducción de Javier Eraso Ceballos es excelente y especialmente meritoria, pues verter el estilo florido y a menudo sinuoso de Oakeshott sin restarle un ápice de elegancia no es tarea fácil. Si acaso, cabe achacar a la editorial la elección de una introducción demasiado intrincada, el "Oakeshott, Berlin y la Ilustración" del teórico socialista John Gray. Si bien su enfoque hipercrítico es ciertamente estimulante, creo que lidia de forma sólo indirecta con el objeto de la conferencia. Pero, como dice el mismo Gray, "esto es, como diría cada uno a su manera, otra historia".
MICHAEL OAKESHOTT: LA ACTITUD CONSERVADORA. Sequitur (Madrid), 2007, 91 páginas.
ANTONIO GOLMAR, politólogo y miembro del Instituto Juan de Mariana.
PS: Quisiera dedicar esta reseña a Victor Pérez-Díaz, que me hizo leer a Oakeshott y me ayudó a entender la diferencia entre una mente bien entrenada y otra bien educada. Las deficiencias son siempre mías, nunca suyas.