Los destinatarios de su testimonio son, entre otros, Felix Frankfurter, juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos, judío, y Franklin Delano Roosevelt. Su nombre es Jan Kozielewski, pero es conocido por Karski, nombre que un año antes le había asignado el delegado del Gobierno polaco en Varsovia, y al que ya nunca renunció.
Karski recrea la escena en El informe Karski, film que Lanzmann presentó recientemente en España –junto con su libro de memorias La liebre de la Patagonia– y que formaba parte del material rodado para Shoah y desechado finalmente.
La escena no puede ser más significativa y recuerda al personaje del que Elie Wiesel habla en La noche, un Moshé-Shames que es expulsado en 1941 de Sighet, ciudad natal de Wiesel, situada en Rumanía pero incorporada en 1940 a Hungría, con todos los judíos, que quedaron convertidos en extranjeros. Pasado el tiempo, el hecho y el personaje acabaron en el olvido de una ciudad anestesiada por la rutina. Pero a finales del 42, como el búho de Minerva, imagen de la filosofía, que siempre aparece de noche (La noche), cuando lo real ya ha acaecido y sólo queda constatarlo, apareció Moshé. Su relato no podía ser aceptado. Los dormidos se negaron a despertar. La verdad se muestra, en la narración de Wiesel, como el estallido de la locura:
Relató su historia y la de sus compañeros. El tren de los deportados había atravesado la frontera húngara y, en territorio polaco, la Gestapo se había hecho cargo e él. Detenido allí, los judíos tuvieron que descender y subir a unos camiones. Los camiones se dirigieron a un bosque. Se les hizo bajar. Se les hizo cavar amplias fosas. Cuando terminaron su tarea, los hombres de la Gestapo comenzaron la suya. Sin pasión, sin apresurarse, abatieron a sus prisioneros. Cada uno de ellos debía acercarse al foso y presentar la nuca. Los bebés eran lanzados al aire y las ametralladoras los tomaban como blanco. Fue en el bosque de Galitzia, cerca de Kolomaie. ¿Cómo había logrado salvarse él, Moshé-Shames? Por milagro. Herido en una pierna, lo creyeron muerto...
Por supuesto, nadie daba crédito a tal relato. Moshé, hombre muy religioso, dejó de hablar de Dios. Sólo hablaba ya del horror presenciado. Dios, y éste es uno de los temas clave de la obra de Wiesel, esa especie de Teología de la Shoah, desapareció bajo el impacto del exterminio. No había sitio para Dios en las matanzas y en los campos de exterminio. Para las gentes normales, Moshé y su relato quedaron confinados en los márgenes de la demencia.
El caso de Karski es acaso más inquietante. Primero, porque tiene lugar cuando ya se tienen noticias de los guetos y de los campos. Segundo, por la categoría del personaje al que le cuenta lo que ha presenciado y por las implicaciones en la política internacional durante la Segunda Guerra. Frankfurter le pide que le describa la situación de los judíos en Polonia. Karski emplea media hora para ello, aportando numerosos detalles. El juez, tras escucharle, se pone en pie y, tras un silencio enfático, responde al heraldo del Horror que es incapaz de creer lo que dice. Ante la intervención del embajador, Frankfurter precisa:
No he dicho que mienta. He dicho que no puedo creerle.
La distancia entre la capacidad de un sujeto histórica y culturalmente forjado en la tradición de la ingenuidad ilustrada y la verdad impermeable al optimismo antropológico se muestra con nitidez en esta situación extrema. Una cosa es la realidad desnuda, seca. Otra muy distinta, lo que sea psíquica y políticamente tolerable. Como con acierto señala Hannah Arendt, el mismo carácter monstruoso, y al mismo tiempo tan rutinariamente burocrático y notarial, de la Solución Final contribuyó decisivamente a que no fuera tomada en serio casi hasta la liberación de los campos.
El testimonio del exterminio a las principales autoridades políticas del mundo occidental por parte de Karski es de particular relevancia. Karski ha estado presente en el corazón del desastre. Sufre en Polonia la ocupación alemana, trabaja para la resistencia polaca allí y en Francia, es arrestado por las autoridades nazis, torturado y liberado tras su frustrado intento de suicidio –que supone un auténtico drama para un católico como él y que da una idea de la situación límite en la que se encontró, ante el dilema de la delación o el pecado del suicidio–, cambia de identidad constantemente y ve cómo son asesinados algunos de los que le ayudan a escapar.
En su narración, aparecen episodios de una picaresca que la lucha cotidiana en tiempos de guerra por la supervivencia contra el asesinato institucionalizado dignifica y le otorga una grandeza dramática inesperada y limpia de retórica. Por ejemplo, cartillas de racionamiento triplicadas gracias a certificados de nacimiento de bebés muertos 28 años antes dan a Karski tres identidades que le permiten tener tres raciones de comida en lugar de una sólo. O el caso de Los Lobeznos, organización de jóvenes polacos dedicados al sabotaje antinazi y a realizar actos de propaganda que rozan la burla al invasor. O el personaje conocido como el Germen Andante, un tipo que iba a todas partes con una preciosa cajita que contenía bacterias para propagar enfermedades entre la soldadesca alemana, con la que solía beber amistosamente.
Todo ello convierte esta obra en una novela de aventuras en toda regla, escrita con elegancia, con gran ritmo, con pulcritud y, como vemos, poblada por personajes fascinantes atrapados en situaciones de tragicomedia que chocarían aun en textos de ficción.
Además, Karski visita el gueto de Varsovia con dos representantes judíos (un sionista y un bundista), así como Izbica Lubelska, que él cree Belzec pero en realidad es un campo de tránsito al norte de este último. Lo que allí ve lo transforma completamente. Contar lo que está sucediendo en esos momentos en Polonia se convierte para él en una necesidad. Su labor no consistía tanto en comunicar los hechos cuanto en ofrecer con su testimonio la garantía de que eran ciertos, pues a finales del 42 todavía se tendía a pensar en Londres y en Nueva York que se exageraba al respecto. Según estudios como los de Richard Breitman, sus informes fueron indispensables para verificar las informaciones transmitidas por Gerhart Riegner, representante en Suiza del Congreso Judío Mundial, en agosto del 42, y todavía marcadas por el estigma de lo increíble.
El mensaje que los representantes judíos pidieron a Karski que transmitiera era inequívoco: bombardeen "sin piedad" las ciudades alemanas, única forma de que el Tercer Reich acceda a negociar para salvar a los judíos, y ejecuten públicamente a los soldados alemanes cautivos. Afirman, con notable lucidez, que Hitler acabará perdiendo la guerra, pero que aun así los judíos no tienen opción de salvarse. Cabe recordar, como cuenta el propio Wiesel, que los prisioneros de Auschwitz solían mirar al cielo con ansiedad, a la espera de que la aviación aliada bombardeara de una vez el campo.
Sin embargo, no se engañan y saben que es prácticamente imposible que se atiendan sus demandas. Por eso informan a Karski de sus planes para llevar a cabo un levantamiento en el gueto:
Estamos organizando una defensa del gueto –las palabras salían lentamente de sus fruncidos labios–, no porque creamos que puede ser defendido, sino para que el mundo vea la desesperanza de nuestra batalla, como una demostración y un reproche. (Pág. 439).
Sin esperanza en la victoria, sin esperanza en que sirva de nada, sin esperanza, es decir, la condición del hombre libre, el que se resiste, sea cual sea el resultado, en un acto que sólo es libre en la medida en que no se refugia en el pasado ni se proyecta hacia el futuro.
El informe de Karski, "Las ejecuciones en masa de los judíos", fue leído para la BBC en mayo de 1943 por Arthur Koestler.
Como un Hermes al que nadie hace caso, Karski llevó un relato que no era fácil admitir como verdadero, por incomprensible, por extremo. No es posible afrontar el impacto de la realidad en toda su crudeza. Los homínidos simbólicos que el idealismo inerte y rutinario incluye bajo la categoría fantasmal de Humanidad necesitan diversas dosis de mentira para amortiguarlo, edulcorarlo, ocultarlo. Su identidad, esa locura medida, controlada, social, que somete y apacigua la existencia por medio de ritos e instituciones, depende del suministro oportuno de falsedades y mitos que la forjan. Lo que no se puede soportar, lo que no es posible conocer, es suplantado (sepultado) por palabras, leyendas, ceremonias, monumentos, gestos, amnesia, ignorancia. Todo eso se hace con tal de defenderse de la verdad.
Donde nuestra ignorancia empieza, donde ya no llegamos con la vista, ponemos una palabra. (Nietzsche, La voluntad de poder).
JAN KARSKI: HISTORIA DE UN ESTADO CLANDESTINO. Acantilado (Barcelona), 2011, 591 páginas. Traducción de Agustina Luengo.