Creo que es sólo una de las desgracias de vivir después del paso de William Blake por este mundo: nos prometió que lo real vendría siempre después de lo soñado, pero omitió que no le llegaría ni a la suela de los zapatos. No me refiero a las grandes utopías ideológicas, sino a detalles de lo más terrícolas. El árbol nunca se parece a la imagen del árbol, la casa no es tan grande ni tan luminosa como recordábamos.
La noticia del inicio de las vacaciones del presidente Obama, junto a su familia, en Martha's Vineyard me pilló leyendo el volumen de memorias de John Updike, A conciencia, reeditado al calor de esa ola de rescates y apariciones de inéditos (como, por ejemplo, Las viudas de Eastwick, secuela de Las brujas...) que ha crecido inmediatamente después del fallecimiento del escritor de Shillington (Pennsylvania, Estados Unidos) el pasado mes de enero, a los 76.
Sólo un nombre tan promisorio, Martha's Vineyard, debería haber sugerido algo más que esa simplona referencia al "exclusivo paraje" con la que los noticiarios anotaron las imágenes del trasero respingón del Sr. Obama subiendo por la escalerilla del Air Force One, acompañado de su fiel Michelle (siempre alerta, siempre un puntito tensa, como una loba de culebrón protegiendo a su maromo) y sus preciosas hijas. Martha's Vineyard. ¿Quién es Marta? ¿Y qué le ocurrió a su viña? ¿Acaso no la supo guardar, como la sulamita de El cantar de los cantares? Nada, ni una palabra. Otro "exclusivo paraje" más. Otra imagen deleznable, como diría el gran Emilio Adolfo Westphalen.
La conspiración de lo real contra lo verdadero se trama, a menudo, mediante conexiones planetarias de lo más sangrantes. Allí estábamos, el Sr. Obama y yo, viajando a la misma isla, aunque usando medios de transporte distintos y llegando a destinos irreconocibles entre sí. Él, embarcando hacia la Martha's Vineyard de los noticiarios, con sus pantalones chinos color camel y su esposa al frente del dispositivo de guardaespaldas; yo, a través de la lectura, hacia la Martha's Vineyard de John Updike, poblada por "profesores de Cambridge y comerciantes de madera de Manhattan", "empapada de verano como una vieja mesa de pino para picnic abandonada a la intemperie junto a la parrilla oxidada de la barbacoa".
Fue una estación bastante habitual en el neurótico circuito en el que nuestro autor se embarcaba cada año, buscando y exprimiendo con avaricia hasta el último rayo de sol del verano, como un vampiro invertido en lucha contra su piel. Updike padeció psoriasis desde los cinco años, una dolencia heredada por línea materna, inofensiva y que, no obstante, él convirtió en el antagonista fatal, la punzante némesis de un anhelo de ser normal, de no meterse en líos y, sobre todas las cosas, de "estar donde está la gente". Si una ley de las compensaciones rige el universo y tiene su aplicación no sólo en el balance de la naturaleza sino en cómo se configura un carácter individual, entonces la pulsión de indiferencia en Updike tuvo que ser el justo contrapeso a la exacerbada autoconciencia que le empujó a escribir con una fertilidad tan lustrosa, que Martin Amis lo ha comparado con un "mormón polígamo".
Nacido en 1932 en Shillington, un pueblo afable, campechano y ordenado de Pennsylvania que podría servir de escenario a una de las comedias de los hermanos Farrelly, John Updike creció en una familia de clase media, descendiente de los primeros colonos europeos, afectada por el crack del 29. Su abuelo paterno perdió sus ahorros en el martes negro de Wall Street y tuvo que trabajar de peón en la cuadrilla municipal de reparaciones. La madre fue una escritora inédita; su padre enseñó matemáticas en el instituto local y capeó la estrechez financiera familiar con horas extras de chapucillas manuales, aquí y allá. Esta amalgama de derrotas marcó al pequeño John con una idea fija: salir como fuera de aquel pueblo y "vengar la humillación" de sus padres.
Estudió en Harvard, luego en Oxford, fue uno de los editorialistas más brillantes de The New Yorker, forjó su voz artística en medio de una de las generaciones más talentosas de la narrativa norteamericana del siglo XX, entre Carson McCullers, J. D. Salinger, Truman Capote, Flannery O'Connor, Saul Bellow, Philip Roth, Vladimir Nabokov y otras personalidades igualmente abrumadoras. Fue un escritor de estilo clásico y vida laboriosa y conservadora en una época de bohemia, rebeldía y experimentación.
Observó a la gente de América, a sus wasp, las familias blancas de clase media-alta en ciudades tranquilas de tamaño mediano, y se convirtió en el excavador más agudo de su sustrato moral. Su representación del modo de vida americana es tan fiel, precisamente, porque nunca se sale de la observación de sus propios sueños y temores. El escritor, nos dice en sus memorias, trabaja siempre con la materia prima de su propia experiencia. No se propuso retratar un tipo de sociedad. Harry Conejo Angstrom, el protagonista de la serie novelística que le dio la fama y dos premios Pullitzer consecutivos –Corre, Conejo (1960), El regreso de Conejo (1971), Conejo es rico (1981) y El descanso de Conejo (1990)–, no es el hombre estadístico, resulta imposible encontrarse con él por la calle o en las noticias.
La noticia del inicio de las vacaciones del presidente Obama, junto a su familia, en Martha's Vineyard me pilló leyendo el volumen de memorias de John Updike, A conciencia, reeditado al calor de esa ola de rescates y apariciones de inéditos (como, por ejemplo, Las viudas de Eastwick, secuela de Las brujas...) que ha crecido inmediatamente después del fallecimiento del escritor de Shillington (Pennsylvania, Estados Unidos) el pasado mes de enero, a los 76.
Sólo un nombre tan promisorio, Martha's Vineyard, debería haber sugerido algo más que esa simplona referencia al "exclusivo paraje" con la que los noticiarios anotaron las imágenes del trasero respingón del Sr. Obama subiendo por la escalerilla del Air Force One, acompañado de su fiel Michelle (siempre alerta, siempre un puntito tensa, como una loba de culebrón protegiendo a su maromo) y sus preciosas hijas. Martha's Vineyard. ¿Quién es Marta? ¿Y qué le ocurrió a su viña? ¿Acaso no la supo guardar, como la sulamita de El cantar de los cantares? Nada, ni una palabra. Otro "exclusivo paraje" más. Otra imagen deleznable, como diría el gran Emilio Adolfo Westphalen.
La conspiración de lo real contra lo verdadero se trama, a menudo, mediante conexiones planetarias de lo más sangrantes. Allí estábamos, el Sr. Obama y yo, viajando a la misma isla, aunque usando medios de transporte distintos y llegando a destinos irreconocibles entre sí. Él, embarcando hacia la Martha's Vineyard de los noticiarios, con sus pantalones chinos color camel y su esposa al frente del dispositivo de guardaespaldas; yo, a través de la lectura, hacia la Martha's Vineyard de John Updike, poblada por "profesores de Cambridge y comerciantes de madera de Manhattan", "empapada de verano como una vieja mesa de pino para picnic abandonada a la intemperie junto a la parrilla oxidada de la barbacoa".
Fue una estación bastante habitual en el neurótico circuito en el que nuestro autor se embarcaba cada año, buscando y exprimiendo con avaricia hasta el último rayo de sol del verano, como un vampiro invertido en lucha contra su piel. Updike padeció psoriasis desde los cinco años, una dolencia heredada por línea materna, inofensiva y que, no obstante, él convirtió en el antagonista fatal, la punzante némesis de un anhelo de ser normal, de no meterse en líos y, sobre todas las cosas, de "estar donde está la gente". Si una ley de las compensaciones rige el universo y tiene su aplicación no sólo en el balance de la naturaleza sino en cómo se configura un carácter individual, entonces la pulsión de indiferencia en Updike tuvo que ser el justo contrapeso a la exacerbada autoconciencia que le empujó a escribir con una fertilidad tan lustrosa, que Martin Amis lo ha comparado con un "mormón polígamo".
Nacido en 1932 en Shillington, un pueblo afable, campechano y ordenado de Pennsylvania que podría servir de escenario a una de las comedias de los hermanos Farrelly, John Updike creció en una familia de clase media, descendiente de los primeros colonos europeos, afectada por el crack del 29. Su abuelo paterno perdió sus ahorros en el martes negro de Wall Street y tuvo que trabajar de peón en la cuadrilla municipal de reparaciones. La madre fue una escritora inédita; su padre enseñó matemáticas en el instituto local y capeó la estrechez financiera familiar con horas extras de chapucillas manuales, aquí y allá. Esta amalgama de derrotas marcó al pequeño John con una idea fija: salir como fuera de aquel pueblo y "vengar la humillación" de sus padres.
Estudió en Harvard, luego en Oxford, fue uno de los editorialistas más brillantes de The New Yorker, forjó su voz artística en medio de una de las generaciones más talentosas de la narrativa norteamericana del siglo XX, entre Carson McCullers, J. D. Salinger, Truman Capote, Flannery O'Connor, Saul Bellow, Philip Roth, Vladimir Nabokov y otras personalidades igualmente abrumadoras. Fue un escritor de estilo clásico y vida laboriosa y conservadora en una época de bohemia, rebeldía y experimentación.
Observó a la gente de América, a sus wasp, las familias blancas de clase media-alta en ciudades tranquilas de tamaño mediano, y se convirtió en el excavador más agudo de su sustrato moral. Su representación del modo de vida americana es tan fiel, precisamente, porque nunca se sale de la observación de sus propios sueños y temores. El escritor, nos dice en sus memorias, trabaja siempre con la materia prima de su propia experiencia. No se propuso retratar un tipo de sociedad. Harry Conejo Angstrom, el protagonista de la serie novelística que le dio la fama y dos premios Pullitzer consecutivos –Corre, Conejo (1960), El regreso de Conejo (1971), Conejo es rico (1981) y El descanso de Conejo (1990)–, no es el hombre estadístico, resulta imposible encontrarse con él por la calle o en las noticias.
El hombre estadístico es un ente de ficción como otro cualquiera. Es un hecho que las noticias no describen nada de lo que nos pasa realmente. Sin embargo, cuanto más se vuelve un escritor hacia sí mismo, más verdad extrae de sus personajes. Y eso es lo que ocurre con Updike y con los grandes contadores de historias: que acaban representando la vida a través de la diferencia y no de la generalidad. Updike tiene una clara consciencia de su actitud como escritor, de lo que deja constancia en distintos momentos, a lo largo de este volumen de memorias. Uno de ellos es cuando sostiene: "La responsabilidad del yo es relacionarse, cuando no extasiarse, con la gigantesca, cósmica alteridad".
Es difícil establecer la frontera formal y de fondo entre este libro y las obras de ficción de Updike. Él mismo nos advierte de dos hechos cruciales: uno, que la materia prima de sus memorias ha sido explotada una y otra vez en sus novelas y poemas; y dos, que se asoma a sí mismo con la misma objetividad y exigencia de verdad que dedicaría a uno de sus personajes. ¿Es esto posible? Sólo si has recorrido antes ese camino, es decir, sólo si te has extrañado lo suficiente ante tu propia conciencia como para convertirla en la materia prima de la ficción. La evocación de personas o situaciones se ilustra, en este volumen memorialístico, con notas a pie de página que citan fragmentos de poemas o relatos en los que esas mismas situaciones y personas han aparecido antes, en sus escritos. ¿Qué quiere esto decir? Que la materia de la ficción y la materia de lo que llamamos realidad está hecha de lo mismo: la auto-conciencia, la introspección en los pliegues de la propia experiencia, esa "palpable intimidad presente que palpita y responde" de la que habla Henry James y constituye el manantial de verdad que hay en un poema, una novela o una noticia sobre un suceso de hoy.
A conciencia nos descubre el manantial de vida del que han nacido las novelas y cuentos de uno de los autores que mejor han entendido lo que implica contar historias en nuestro tiempo: ser fiel a uno mismo, lo particular, para ser fiel a los otros, "la gigantesca, cósmica alteridad" que queremos representar.
Aparentemente, Updike no tardó demasiado en realizar su propósito de ser alguien normal, mezclado con el mundo; alguien con una vida apacible, rutinaria, con los altibajos y supersticiones de cualquier persona: el matrimonio y el divorcio, el sexo, los hijos, los nietos, una fe episcopaliana tardía pero disciplinada, un modo de vida burguesa, garantizado por la buena fama y los ingresos ganados con talento y esfuerzo. Al fin, había vengado el fracaso de sus padres. Al fin, estaba "donde está la gente". ¿No es, acaso, una buena vida, una vida llevada a la meta de la superación personal?
Sin embargo, Updike deja claro en este libro que esa faceta es sólo un lado de la verdad, y que el yo también es el antagonista con el que hay que negociar a perpetuidad los términos de la realidad. Podemos "estar donde está la gente", podemos ser testigos de sus vidas, pero nunca seremos ellos. Sabemos que el antagonista dejaba signos de su presencia a través de esa lucha descarnada y real de Updike con su propia piel. Sabemos que el escritor pasaba medio año peregrinando por lugares cálidos y soleados de Norteamérica y el Caribe para tostar uniformemente su piel y disimular las manchas blanquecinas de la psoriasis. En fin: sé que Martha's Vineyard existe porque Updike lo hizo suyo y, sólo después, nuestro. ¿Alguien se atrevería, en cambio, a asegurar que el Sr. Obama existe y ha estado allí este verano, sólo porque las noticias hablan de este "paraje exclusivo"?
Es difícil establecer la frontera formal y de fondo entre este libro y las obras de ficción de Updike. Él mismo nos advierte de dos hechos cruciales: uno, que la materia prima de sus memorias ha sido explotada una y otra vez en sus novelas y poemas; y dos, que se asoma a sí mismo con la misma objetividad y exigencia de verdad que dedicaría a uno de sus personajes. ¿Es esto posible? Sólo si has recorrido antes ese camino, es decir, sólo si te has extrañado lo suficiente ante tu propia conciencia como para convertirla en la materia prima de la ficción. La evocación de personas o situaciones se ilustra, en este volumen memorialístico, con notas a pie de página que citan fragmentos de poemas o relatos en los que esas mismas situaciones y personas han aparecido antes, en sus escritos. ¿Qué quiere esto decir? Que la materia de la ficción y la materia de lo que llamamos realidad está hecha de lo mismo: la auto-conciencia, la introspección en los pliegues de la propia experiencia, esa "palpable intimidad presente que palpita y responde" de la que habla Henry James y constituye el manantial de verdad que hay en un poema, una novela o una noticia sobre un suceso de hoy.
A conciencia nos descubre el manantial de vida del que han nacido las novelas y cuentos de uno de los autores que mejor han entendido lo que implica contar historias en nuestro tiempo: ser fiel a uno mismo, lo particular, para ser fiel a los otros, "la gigantesca, cósmica alteridad" que queremos representar.
Aparentemente, Updike no tardó demasiado en realizar su propósito de ser alguien normal, mezclado con el mundo; alguien con una vida apacible, rutinaria, con los altibajos y supersticiones de cualquier persona: el matrimonio y el divorcio, el sexo, los hijos, los nietos, una fe episcopaliana tardía pero disciplinada, un modo de vida burguesa, garantizado por la buena fama y los ingresos ganados con talento y esfuerzo. Al fin, había vengado el fracaso de sus padres. Al fin, estaba "donde está la gente". ¿No es, acaso, una buena vida, una vida llevada a la meta de la superación personal?
Sin embargo, Updike deja claro en este libro que esa faceta es sólo un lado de la verdad, y que el yo también es el antagonista con el que hay que negociar a perpetuidad los términos de la realidad. Podemos "estar donde está la gente", podemos ser testigos de sus vidas, pero nunca seremos ellos. Sabemos que el antagonista dejaba signos de su presencia a través de esa lucha descarnada y real de Updike con su propia piel. Sabemos que el escritor pasaba medio año peregrinando por lugares cálidos y soleados de Norteamérica y el Caribe para tostar uniformemente su piel y disimular las manchas blanquecinas de la psoriasis. En fin: sé que Martha's Vineyard existe porque Updike lo hizo suyo y, sólo después, nuestro. ¿Alguien se atrevería, en cambio, a asegurar que el Sr. Obama existe y ha estado allí este verano, sólo porque las noticias hablan de este "paraje exclusivo"?