Para la Escuela Austriaca, por tanto, la lengua es un fenómeno no planificado que surge como consecuencia no intencionada de la interacción humana; no viene impuesta de arriba abajo, sino que se expande de manera horizontal.
El Estado, tal y como ocurre con el derecho y el dinero, no puede controlar la institución del lenguaje, sólo puede embrutecerla y corromperla. Todo intento deliberado de planificar el uso de la lengua está abocado a generar una cadena de errores y tensiones que sólo tendrá dos finales posibles: o la totalización del Estado en ese ámbito concreto y, por tanto, la desaparición de la institución, o bien un retroceso del poder político que permita respirar a los individuos libres.
Por supuesto, el nacionalismo izquierdista y estatista nunca ha aceptado que los individuos sean anteriores al lenguaje, y que éste no determina la identidad de las personas. Por el contrario, el trinomio lengua-cultura-nación estaba abocado al expansionismo estatal: toda nación debía tener derecho a un Estado que, a través de la coacción y la violencia, preservara su pureza de las agresiones culturales exteriores.
Para el nacionalismo antiliberal, la lengua es un monopolio estatal que debe ser planificado por decreto. Las academias públicas de la lengua distinguen entre buenos y malos usos del lenguaje para que, en última instancia, el político pueda fijar el estándar coactivo en el sistema académico; la lengua no evoluciona hasta que los académicos reconocen que así ha sido, ya que lo importante es conservar la pureza identitaria y diferencial del idioma.
Los mestizajes lingüísticos no pueden ser tolerados, ya que suponen formas de imperialismo cultural que atacan el sustrato de la soberanía estatal. El "bien común" impone la necesidad de impedir que la lengua oficial caiga en desuso y que otras lenguas "foráneas" ocupen su lugar, ya que ello resultaría equivalente a una invasión militar.
El Gobierno puede y debe obligar a los habitantes a que utilicen la lengua y a que la utilicen de acuerdo con su estándar. Asistimos a una degeneración igualitarista de la sociedad: todos deben hablar una lengua, y la misma lengua.
Como afirmara con pasmosa sinceridad el catalanista Manuel Sanchis Guarner, "quien renuncia a su lengua renuncia a su patria, y el que reniega de su patria es como el que reniega de su madre". El pueblo, la nación es incluso anterior a los individuos que la componen, ya que ella los ha parido. No es pertinente preguntarse cómo surgió y se desarrolló una determinada cultura sin individuos que la forjaran: al nacionalismo sólo le interesa congelar y paralizar esa evolución cultural en un momento arbitrario, que les permita establecer un culto irracional en torno a ella.
Por eso la primera conquista que persigue el nacionalismo es la cultural, no sólo dentro del territorio controlado por su Estado, también en los territorios hacia los que pretenda expandirse.
El caso del catalán y el valenciano resulta paradigmático. En un importante y novedoso libro titulado Lengua valenciana: una lengua suplantada, la filóloga María Teresa Puerto Ferre aporta una impresionante documentación sobre la estrategia desinformadora que el Gobierno catalán –con la connivencia del valenciano– ha ido siguiendo desde hace más de treinta años para homogeneizar la lengua e imponer el estándar catalán en la Comunidad Valenciana.
El libro es una recopilación de testimonios y documentos donde se razona por qué el valenciano –la lengua que los habitantes del territorio valenciano han hablado y sentido como propia durante siglos sin necesidad de coacción estatal normalizadora– tiene una raigambre cultural e histórica mucho mayor que el catalán estándar, que según la autora no surge hasta que en 1912 Pompeu Fabra, "un técnico industrial, aficionado, carente de rigor lingüístico", utilizara "el dialecto Barcelona como base lingüística para crear la lengua catalana standard".
En este sentido, por ejemplo, Tarradellas ya denunció –en una entrevista reproducida en el libro– que él no creía "en lo que llaman países catalanes". "No. Eso no existe".
Esto de los Países Catalanes ha sido leit motiv de muchos partidos catalanes que me han criticado por decir lo que digo. Jamás he pensado que pudiera dar resultado (…) yo no quiero pelearme con los valencianos y mallorquines que quieren ser valencianos y mallorquines y no catalanes.
Ahora bien, que Tarradellas no estuviera dispuesto a pelearse no significa que otros le siguieran. Los posteriores gobiernos de Cataluña tenían el propósito bien definido de lograr la servidumbre militante de los valencianos. "Escogimos como opción política la táctica de la unidad a toda costa, que si bien permitió catalanizar el mundo cultural de la oposición, también consiguió una infiltración marxista en la sociedad catalana", reconocía el mismísimo Jordi Pujol.
En esta tarea propagandística, el Gobierno catalán ha contado en numerosas ocasiones con la activa participación del valenciano. Así, por ejemplo, la instauración del catalán en las aulas de los colegios públicos valencianos favoreció la expansión de un profesorado dócil y afín al régimen que permitiera inculcar, ya desde la cuna, el esquema lingüístico elucubrado por los políticos. Aquellos profesores que no comulgaran con la represión estandarizadora simplemente debían ser apartados y marginados. El Periódico de Cataluña marcaba el camino ya en 1982:
En cuanto a la enseñanza, de los 190 profesores ya contratados sólo el diez por ciento defiende las teorías blaveras [valencianistas], por lo que, o bien sus contratos habrán de ser revisados o deberán ajustar su actitud al decreto del Consell.
Como siempre, la función de la educación pública ha sido adoctrinar a los adolescentes para convertirles en futuros siervos del poder estatal. En el caso de Valencia, parte de ese adoctrinamiento pasa por su inclusión en un entramado lingüístico oficialista que justifique su sometimiento político.
La lengua no puede incluirse en categorías conceptuales a priori. La unidad o diversidad de la lengua es un juicio político que carece de cualquier relevancia científica. Podemos trazar su evolución etimológica, pero toda clasificación tiene un irreductible componente de arbitrariedad. Ni los nombres están insertos en los hechos, ni la historia nos proporciona el patrón objetivo de clasificación filológica. Nos movemos entre convenciones, y las convenciones, cuando nacen en una universidad controlada por el Estado y sus funcionarios, no pueden ser inocentes.
Como ya explicara Miquel Adlert, el lenguaje es un fenómeno social que surge y se desarrolla entre las gentes que lo hablan; el estándar lingüístico no puede imponerse a través de una normativa vertical, salvo a través de medios totalitarios.
Si el Estado se asienta sobre la ficción –esto es, la manipulación de sus gobernados–, esperemos que tareas como la de María Teresa Puerto sirvan para resquebrajar uno de los engaños más asentados de los últimos treinta años.