La pista de arena es el título de la última novela de Montalbano publicada en España, que no en Italia, donde han aparecido cuatro más. Camilleri, siempre previsor, incluso ha dejado en manos de Sellerio, sus editores italianos, una novela titulada Riccardino para que sea publicada póstumamente o, como indicó en una entrevista con La Reppublica, si quedara incapacitado por el alzhéimer.
La obra que aquí nos ocupa será, probable y merecidamente, un éxito de ventas tanto en España como en su país de origen. Eso no significa que estemos ante una de las cumbres del género negro, ni que, como indican los editores en la faja del libro, aparezca el comisario Montalbano "en su cénit como detective y seductor". Se trata –y no es poco– de una novela muy entretenida, muy bien escrita y que se lee del tirón. Ni Camilleri ni sus lectores habituales pretenden jamás otra cosa. Son 221 páginas que atrapan y se siguen con interés, pero de las que, pasados unos días, no recordaremos los detalles; al cabo de un par de meses, el argumento tampoco nos sonará mucho, y en un año podremos volver a leerlas como si nada. Se trata de un fenómeno muy frecuente en la novela policíaca. Forma parte de su encanto, como suele decirse.
El argumento de esta aventura es sencillo: una mañana, Montalbano encuentra en la playa, ante su casa, un caballo muerto a golpes. El cadáver del animal desaparece misteriosamente poco después, pero, pese a la falta de evidencias, el comisario decide investigar. La investigación le conducirá al mundo de las carreras de caballos, las apuestas ilegales, los ricos muy ricos (que, como buen comunista, Camilleri ridiculiza convenientemente) y, claro está, las bandas mafiosas: eternas, siniestras y sanguinarias, implicadas en todo negocio turbio y empeñadas en ajustar cuentas que nunca quedan saldadas.
Pero el argumento, reconozcámoslo, es lo de menos. Lo que buscamos los fieles de este autor es volver a Vigàta, el pueblo ficticio más auténtico de Sicilia, y reencontrarnos con nuestros viejos conocidos: Fazio, Catarella (el policía más surrealista de la literatura y, probablemente, del mundo), Mimí Augello, Adelina, Livia y, por supuesto, el propio Salvo Montalbano, uno de esos policías atípicos que tan bien funcionan en una novela y que, probablemente, no durarían como detectives ni media hora en la vida real.
Este policía, siciliano de pura cepa, tiene influencias de otros célebres policías y detectives de ficción: del célebre comisario Maigret (con el que comparte, por ejemplo, su afición por la buena mesa), de Martin Beck (el protagonista de las novelas de Sjöwall y Wahlöö: curiosamente, en esta aventura nuestro hombre se entretiene leyendo una novela de la pareja sueca) y, por supuesto, de Pepe Carvalho, tan admirado por Camilleri, que bautizó a su policía con el nombre de Montalbano en homenaje a Vázquez Montalbán. Aparte de estas influencias, más o menos evidentes, las novelas del italiano tienen bastante en común, o al menos eso le parece a quien escribe estas líneas, con las del no muy recordado Francisco García Pavón, creador de Plinio, el policía de Tomelloso, obras que recomiendo vivamente a los seguidores de la novela negra o de cualquier otro color. La descripción del ambiente rural, el contraste con la vida urbana, el lenguaje de las gentes del campo, el amor al paisaje y al paisanaje… son rasgos que comparten las creaciones de ambos autores, pese a que es poco probable que Camilleri haya leído al español. Éste, en el prólogo de una de sus obras, afirmaba que no pretendía más que escribir novelas que tuvieran "la suficiente suspensión para el lector superficial que sólo quiere excitar sus nervios y la necesaria altura para que al lector sensible no se le cayeran de las manos", propósito que tanto las aventuras de Plinio como las de Montalbano cumplen con creces, y que el buen aficionado sabe apreciar. Ambas series están desprovistas de artificios, son interesantes, están muy bien escritas y no insultan la inteligencia del lector.
En La pista de arena Camilleri recupera buena parte del sentido del humor que tanto se echaba en falta en sus últimos títulos. En ellos, Montalbano parecía cada vez más preocupado por el paso del tiempo y la vejez, sobre todo por la que le afecta al espíritu. El comisario aparecía a menudo cansado e irritable de tanto pensar en su edad, y, aunque prefiriera no mencionarlo mucho, en el infarto que sufrió en Un giro decisivo. Todo ello, unido a unos crímenes bastante truculentos, hacía que dichas aventuras carecieran de la frescura y los golpes de humor que caracterizaban a las primeras entregas. En esta novela, sin embargo, nuestro protagonista sigue refunfuñando por hacerse viejo, sí, pero ello no le impide seducir –bastante torpemente, todo hay que decirlo– a una atractiva dama algo ligera de cascos, atrapar a una peligrosa banda de mafiosos, devorar con apetito digno de admiración un prodigioso surtido de entremeses sicilianos y, de paso, resolver brillantemente no uno, sino dos casos bastante enrevesados. No está nada mal para un maduro policía. Incluso él, tan negativo, se siente tan satisfecho al descubrir la clave del misterio, que la euforia le lleva a entonar –no muy melodiosamente, me temo– el aria "Che gelida manina", para pasmo de sus subordinados.
Hay en la obra momentos francamente divertidos, como la conversación de Montalbano con el fiscal, las intervenciones de Catarella, o la desopilante fiesta en la mansión del barón Piscopo de San Militello (¡oh, esos fantásticos nombres inventados!). Otros, sin embargo, no son tan redondos, como la escena de la seducción en el pajar (vaya topicazo) o las apariciones de Mimí Augello, ex donjuán de la comisaría; desde que Camilleri lo convirtió en respetable padre de familia, parece que no sabe qué hacer con él, aparte de ponerle gafas, y está bastante desaprovechado.
Considerándolo todo, el lector quedará satisfecho cuando concluya la novela: los crímenes se resuelven, el comisario triunfa una vez más y uno pasa un rato excelente en su compañía. Casi dan ganas de imitar a Montalbano y entonar la célebre aria de La Bohème. Casi. La euforia no llega a tanto y, háganme caso, es mucho mejor oírsela cantar a Pavarotti.
ANDREA CAMILLERI: LA PISTA DE ARENA. Salamandra (Madrid), 2010, 221 páginas. Traducción: María Antonia Menini Pagès.
La obra que aquí nos ocupa será, probable y merecidamente, un éxito de ventas tanto en España como en su país de origen. Eso no significa que estemos ante una de las cumbres del género negro, ni que, como indican los editores en la faja del libro, aparezca el comisario Montalbano "en su cénit como detective y seductor". Se trata –y no es poco– de una novela muy entretenida, muy bien escrita y que se lee del tirón. Ni Camilleri ni sus lectores habituales pretenden jamás otra cosa. Son 221 páginas que atrapan y se siguen con interés, pero de las que, pasados unos días, no recordaremos los detalles; al cabo de un par de meses, el argumento tampoco nos sonará mucho, y en un año podremos volver a leerlas como si nada. Se trata de un fenómeno muy frecuente en la novela policíaca. Forma parte de su encanto, como suele decirse.
El argumento de esta aventura es sencillo: una mañana, Montalbano encuentra en la playa, ante su casa, un caballo muerto a golpes. El cadáver del animal desaparece misteriosamente poco después, pero, pese a la falta de evidencias, el comisario decide investigar. La investigación le conducirá al mundo de las carreras de caballos, las apuestas ilegales, los ricos muy ricos (que, como buen comunista, Camilleri ridiculiza convenientemente) y, claro está, las bandas mafiosas: eternas, siniestras y sanguinarias, implicadas en todo negocio turbio y empeñadas en ajustar cuentas que nunca quedan saldadas.
Pero el argumento, reconozcámoslo, es lo de menos. Lo que buscamos los fieles de este autor es volver a Vigàta, el pueblo ficticio más auténtico de Sicilia, y reencontrarnos con nuestros viejos conocidos: Fazio, Catarella (el policía más surrealista de la literatura y, probablemente, del mundo), Mimí Augello, Adelina, Livia y, por supuesto, el propio Salvo Montalbano, uno de esos policías atípicos que tan bien funcionan en una novela y que, probablemente, no durarían como detectives ni media hora en la vida real.
Este policía, siciliano de pura cepa, tiene influencias de otros célebres policías y detectives de ficción: del célebre comisario Maigret (con el que comparte, por ejemplo, su afición por la buena mesa), de Martin Beck (el protagonista de las novelas de Sjöwall y Wahlöö: curiosamente, en esta aventura nuestro hombre se entretiene leyendo una novela de la pareja sueca) y, por supuesto, de Pepe Carvalho, tan admirado por Camilleri, que bautizó a su policía con el nombre de Montalbano en homenaje a Vázquez Montalbán. Aparte de estas influencias, más o menos evidentes, las novelas del italiano tienen bastante en común, o al menos eso le parece a quien escribe estas líneas, con las del no muy recordado Francisco García Pavón, creador de Plinio, el policía de Tomelloso, obras que recomiendo vivamente a los seguidores de la novela negra o de cualquier otro color. La descripción del ambiente rural, el contraste con la vida urbana, el lenguaje de las gentes del campo, el amor al paisaje y al paisanaje… son rasgos que comparten las creaciones de ambos autores, pese a que es poco probable que Camilleri haya leído al español. Éste, en el prólogo de una de sus obras, afirmaba que no pretendía más que escribir novelas que tuvieran "la suficiente suspensión para el lector superficial que sólo quiere excitar sus nervios y la necesaria altura para que al lector sensible no se le cayeran de las manos", propósito que tanto las aventuras de Plinio como las de Montalbano cumplen con creces, y que el buen aficionado sabe apreciar. Ambas series están desprovistas de artificios, son interesantes, están muy bien escritas y no insultan la inteligencia del lector.
En La pista de arena Camilleri recupera buena parte del sentido del humor que tanto se echaba en falta en sus últimos títulos. En ellos, Montalbano parecía cada vez más preocupado por el paso del tiempo y la vejez, sobre todo por la que le afecta al espíritu. El comisario aparecía a menudo cansado e irritable de tanto pensar en su edad, y, aunque prefiriera no mencionarlo mucho, en el infarto que sufrió en Un giro decisivo. Todo ello, unido a unos crímenes bastante truculentos, hacía que dichas aventuras carecieran de la frescura y los golpes de humor que caracterizaban a las primeras entregas. En esta novela, sin embargo, nuestro protagonista sigue refunfuñando por hacerse viejo, sí, pero ello no le impide seducir –bastante torpemente, todo hay que decirlo– a una atractiva dama algo ligera de cascos, atrapar a una peligrosa banda de mafiosos, devorar con apetito digno de admiración un prodigioso surtido de entremeses sicilianos y, de paso, resolver brillantemente no uno, sino dos casos bastante enrevesados. No está nada mal para un maduro policía. Incluso él, tan negativo, se siente tan satisfecho al descubrir la clave del misterio, que la euforia le lleva a entonar –no muy melodiosamente, me temo– el aria "Che gelida manina", para pasmo de sus subordinados.
Hay en la obra momentos francamente divertidos, como la conversación de Montalbano con el fiscal, las intervenciones de Catarella, o la desopilante fiesta en la mansión del barón Piscopo de San Militello (¡oh, esos fantásticos nombres inventados!). Otros, sin embargo, no son tan redondos, como la escena de la seducción en el pajar (vaya topicazo) o las apariciones de Mimí Augello, ex donjuán de la comisaría; desde que Camilleri lo convirtió en respetable padre de familia, parece que no sabe qué hacer con él, aparte de ponerle gafas, y está bastante desaprovechado.
Considerándolo todo, el lector quedará satisfecho cuando concluya la novela: los crímenes se resuelven, el comisario triunfa una vez más y uno pasa un rato excelente en su compañía. Casi dan ganas de imitar a Montalbano y entonar la célebre aria de La Bohème. Casi. La euforia no llega a tanto y, háganme caso, es mucho mejor oírsela cantar a Pavarotti.
ANDREA CAMILLERI: LA PISTA DE ARENA. Salamandra (Madrid), 2010, 221 páginas. Traducción: María Antonia Menini Pagès.