Estamos inmersos en narraciones creadas en los sótanos de la propaganda. Esto no es nuevo, por supuesto; en la medida en que no es nueva la política. Moisés se valió de la propaganda para convencer a los hebreos de la conveniencia del éxodo. Virgilio escribió poesía bucólica al servicio del emperador, alentando el regreso de la burguesía romana a los campos abandonados. El Romanticismo, en la primera mitad del siglo XIX, proporcionó fantasías nacionales a los Estados modernos, adaptó el pasado a los reclamos del presente. La Ilustración, desde antes y hasta mucho después, impulsó la posibilidad de transformar el mero relato del recuerdo en conocimiento científico de lo realmente acontecido.
De los dos movimientos, en ocasiones mezclados, surgieron ramas podridas en el siglo XX: el nacionalsocialismo y el stalinismo son expresiones extremas de ese desarrollo patológico. En ambos casos se trató de exponer como ciencia ya no la memoria más o menos torcida de la humanidad, sino la invención pura del pretérito. El mito de la raza aria y el mito del proletariado universal fueron expuestos con prosopopeya seudocientífica, y se pretendió sostener su entramado con el auxilio de ramas del saber definidas como "ciencias humanas", todavía en agraz y con altos niveles de contaminación ideológica desde su origen, como la antropología. Hubo una genética aria, personificada en el caso Mengele, y una genética stalinista, encarnada en el caso Lysenko.
En la siempre singularísima historia española, el mito ha preponderado sobre la historia a lo largo de los siglos. Y la Guerra Civil no escapa a las generales de esa ley. Un político cuyas responsabilidades públicas deberían obligarle tanto a una especial imparcialidad como a una mínima madurez intelectual se refirió hace poco a buenos y malos, en el entendido de que los buenos eran los que aún hoy se identifican con el bando republicano. Otros la han contado de otros modos, igualmente simplistas y deleznables: españoles contra catalanes, franquistas contra nacionalistas vascos, fascistas contra comunistas, socialistas contra todos, republicanos mayoritarios contra franquistas minoritarios ayudados por Alemania e Italia, héroes republicanos contra cobardes franquistas y viceversa, etc. Todas, cosas demostrables según quién las cuente.
Hace mucho que la imposibilidad del trato, aun tras el largo silencio pactado en que se fundó la Transición, ha dejado la historia de España en manos de extranjeros, comunistas y franquistas. Los extranjeros, en algunos casos, hicieron verdaderos esfuerzos de objetividad y de acumulación de datos, cosa que los españoles sólo han hecho en el terreno específico de la historia militar. Ahí quedan, como ejemplos, Hugh Thomas, Burnett Bolloten y Ramón y Jesús Salas Larrazábal. La historiografía franquista es, en general, pobre: ha habido mucha hagiografía, escasa investigación y mucho miedo a ir demasiado lejos, por aquello de "al suelo, que vienen los nuestros". La propaganda dominó en las versiones oficiales del régimen, tanto como en las oficiales de órbita soviética.
Hoy, en espacios y con orientaciones muy diferentes, sólo parecen meritorias las obras de Juan Pablo Fusi y Pío Moa: los dos hacen lo debido, que es volver a contar a la luz de informaciones hasta ahora relegadas a un papel secundario: la historia es también relectura. No obstante, en todos los casos falta un elemento determinante que, por lo que se ve, explotaremos tarde y mal, cuando el caos ruso haya engullido unos archivos soviéticos por el momento disponibles, legal o ilegalmente: las fuentes rusas sobre la Guerra Civil.
Ha habido interesantísimos trabajos sobre la intervención en la Guerra Civil de alemanes e italianos, asunto en el que, sin embargo, se podría ahondar mucho más y con menos inconvenientes que en el caso ruso, pero poco y nada sobre éste. Como es habitual, los muy denostados americanos del norte sí están haciendo su trabajo.
Todo esto desemboca en una prueba: el libro de Stephen Koch La ruptura. Hemingway, Dos Passos y el asesinato de José Robles. Hace algo más de un año que reseñé en este suplemento la obra de Ignacio Martínez de Pisón Enterrar a los muertos, dedicada al mismo tema y complementaria de la que hoy comento, y muestra cabal de las virtudes proféticas de la ficción, ya que el narrador español, con mucha menos información objetiva que Koch, llegaba a componer un paisaje absolutamente veraz de la relación entre los dos grandes escritores americanos y del asesinato de José Robles. Hasta proponía, con un respeto por Hemingway del que carece por entero Koch, una aproximación a algunos de los aspectos más desagradables, y no son pocos, de la personalidad del autor de Por quién doblan las campanas.
Stephen Koch se ha metido de lleno en la mitología literaria americana, sin la menor piedad. No sabe sobre la España cotidiana de la guerra lo que sabe Martínez de Pisón; por momentos, sus simplificaciones sorprenden. No obstante, sabe sobre los Estados Unidos y la propaganda comunista en el país durante los años 30 lo que poquísimos españoles saben. Y es ahí, en ese territorio, donde su libro aparece como la primera piedra de un edificio intelectual que aún debemos levantar: la historia del mito republicano español en la Guerra Fría, que en modo alguno se inicia después de 1945: de hecho, la Guerra Fría comienza en 1917, prolongando antiguos enfrentamientos entre los Estados Unidos y la Rusia de los zares, y se extiende hasta hoy mismo.
La batalla de la propaganda, que alcanzaría su punto culminante en el curso de la Segunda Guerra Mundial, estaba desatada en los primeros años 30. El Partido Comunista de la Unión Soviética poseía un aparato de extraordinaria eficacia, activo en Europa y en América, del que formaban parte relevantes personalidades, algunas con carácter formal, conscientemente presentes en todos los círculos de prestigio, como Picasso, y otras como compañeros de viaje, progresistas y antifascistas, más o menos fascinados por la idea de la Revolución, con mayúscula, o comprometidos con causas morales, el pacifismo, el antirracismo, o que fingían estarlo. Como Hemingway.
Ese aparato de propaganda ha sido descrito en infinidad de ocasiones, pero hasta ahora nadie había explicado como Stephen Koch el alcance de su poder de manipulación, no ya para poner celebridades a su servicio, sino para crearlas o para borrarlas del mapa de la memoria. La disección del personaje Joris Ivens, cineasta holandés, su inserción en las vanguardias rusas y su escueta obra (respetable pero no esencial), su puesta al servicio de Stalin y su introducción en los Estados Unidos, es memorable. Tanto como la caracterización de Julio Álvarez del Vayo, agente de la propaganda soviética, o el relato del secuestro y posterior asesinato de Andreu Nin. No es nada del otro mundo, siempre se supo o se intuyó, ahora es documentable, pero no parece haber gran interés entre nosotros en hacerlo. Koch, los americanos, lo hacen.
Si no comprendemos profundamente esta parte de nuestro pasado, malo será nuestro porvenir. En manos de los buenos. ¡Dios mío!