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TRES LIBROS, TRES, DEL CÉLEBRE Y CONTROVERTIDO CRITICO

Harold Bloom y el Dios americano

Si le dieran a elegir entre no volver a comer carne o no volver a leer un libro, ¿usted con que se quedaría, estimado lector que ahora estará leyendo este artículo con una croqueta de jamón en la mano?


	Si le dieran a elegir entre no volver a comer carne o no volver a leer un libro, ¿usted con que se quedaría, estimado lector que ahora estará leyendo este artículo con una croqueta de jamón en la mano?

Si es de los míos, habrá dejado la tibia masa de bechamel con tropezones a la altura del hocico de su perro, que, sorprendido, se preguntará durante un segundo de dónde provendrá ese súbito impulso de generosidad por su parte.

Nosotros, los de la secta de las palabras, hacemos creer al común de los mortales que leemos porque es bueno para la salud cívica y porque así ejercitamos el cerebro, para ahuyentar al Sr. Alzheimer y la Sra. Parkinson. Mentira podrida. Leemos no porque seamos virtuosos, sino porque estamos enviciados. Somos adictos a las construcciones lingüísticas elegantes, las metáforas ingeniosas, los giros de guión insospechados, los personajes que están hechos de la materia de los sueños en blanco y negro. Y de forma deliciosamente cínica citamos a Juvenal y su "Mens sana in corpore sano" cuando venderíamos nuestro cuerpo por una buena novela aunque convirtiese nuestra mente en la más insana del planeta.

Los sectarios nos ayudamos y apoyamos. Un chivatazo de una novela ejemplar, de un poema sublime, de una obra de teatro a la que no podemos dejar de asistir puede cambiar nuestra vida para siempre. Para eso son fundamentales programas de libros como el de Mario Noya, Víctor Gago y Carmen Carbonell. O críticos como Harold Bloom, el tipo del canon, el de los 40 principales de la literatura occidental, el Papa de la secta de los letraheridos. Gracias a las páginas que dedicó a Cormac McArthy leí Meridiano de sangre, esa orgía de crímenes sin castigo, ese western que transcurre en el infierno. Sólo por eso defenderé el buen gusto y la capacidad retórica del crítico judío-gnóstico de Yale.

Enfrentado a las hordas de críticos deconstructivistas, feministas, afroamericanistas u homosexualistas, el orondo calvo que parece haber salido de una sátira universitaria de Nabokov o Roth se lió la manta a la cabeza en defensa de la menospreciada y metafísica "dimensión estética" de la literatura. En los departamentos norteamericanos de literatura, parasitados por los hongos postmodernos europeos, comenzaron a encender unas gigantescas hogueras para quemar en ellas al heterodoxo reaccionario de Yale, ese blanco machote elitista con ínfulas aristocráticas.

El canon occidental (1994) fue un albadonazo en las conciencias lectoras: la vida dura demasiado poco para perder el tiempo con sucedáneos literarios en nombre de la conciencia social, el victimismo de género, el resentimiento racial o la penúltima reclamación de la industria cultural de la queja. También fue un recordatorio de que el presente se construye a partir del pasado porque somos hijos, más o menos bastardos, de la tradición, y la única forma de elevarnos pasa por subirnos a los hombros de los gigantes que nos precedieron. Si Vargas Llosa ha ganado el Nobel de Literatura es porque anotó y pensó concienzudamente Madame Bovary (lo que es condición necesaria pero no suficiente para llevarse el galardón, claro).

Harold Bloom.Recientemente se han publicado en España sus dos últimas guías de lectura para niños y no tan niños extremadamente inteligentes: Cuentos y cuentistas. El canon del cuento y Ensayistas y profetas. El canon del ensayo. Excesivamente irregulares, ambos forman un conjunto inconexo, a veces brillante, en ocasiones pobre y deslucido, en el que se confirma que Bloom es un excelente Virgilio para la literatura anglosajona, discreto para la del resto de Europa y deplorable para la hispana. A Borges y Cortázar los despacha diríase que por obligación.

Sin embargo, hay una veta en su argumentación que nos lleva directamente a otro de sus últimos libros y que es de mayor densidad: La religión americana. Aunque dice que es un libro de crítica religiosa, en la tradición de Emerson y William James, lo cierto es que no puede dejar de ser un crítico literario leyendo textos religiosos. La dimensión estética, que en su caso es shakespeareana, de la hermenéutica le pierde... para nuestra bendición. En sentido contrario, en sus análisis del cuento y del ensayo el factor religioso –desde su perspectiva judeocristiana, con un extraño y originalísimo sesgo gnóstico– es clave: sus exégesis literarias parecen propias de un comentarista del Talmud.

No se entiende nada de los Estados Unidos si no se lee La religión americana. Bloom se ha sumergido de cabeza en ese lugar común de la ignorancia europea que es la América profunda. Lo que el superficial y unidimensional europeo desprecia es el humus de donde surgieron Whitman y Melville, Hemingway y Faulkner, y de donde ahora emergen Cormac McCarthy y Thomas Pynchon. No, no es en Nueva York, ciudad cosmopolita y europeizada, donde hay que buscar la originalidad y la potencia americanas, sino en esa América profunda que anhela convertirse en el nuevo pueblo elegido del Jehová bíblico.

De los mormones de Joseph Smith a la ciencia cristiana, pasando por el adventismo del Séptimo Día, el pentecostalismo, el orfismo californiano, los baptistas sureños y la religión afroamericana, Bloom organiza el puzzle de la extraordinaria relación que los norteamericanos mantienen con Dios, en un proceso de democratización del fenómeno religioso que ha corrido en paralelo al experimentado en los ámbitos político y económico.

Los europeos no comprenden el individualismo estadounidense porque ni se les pasa por la cabeza la cosmovisión gnóstica que, según Bloom, define el "way of religious life" americano:

El yo americano no es el Adán del Genésis, sino un Adán más primigenio, un hombre antes de que hubiera hombres y mujeres. Anterior y superior a los ángeles, este verdadero Adán es tan antiguo como Dios, más antiguo que la Biblia, está fuera del tiempo y no le mancilla la mortalidad.

No sé usted, pero este párrafo preciso y poderoso de Bloom me ha explicado las últimas elecciones americanas, que casi han borrado del mapa a Barack Obama, al tiempo que me ha hecho apreciar un aire de familia entre el capitán Ahab, Ignatius Reilly y el juez Holden. "In God we trust", en Estados Unidos, no es una frase hecha. Ni mucho menos.

 

HAROLD BLOOM: CUENTOS Y CUENTISTAS. EL CÁNON DEL CUENTO. Páginas de Espuma (Madrid), 2009, 322 páginas. // ENSAYISTAS Y PROFETAS. EL CÁNON DEL ENSAYO. Páginas de Espuma (Madrid), 2010, 336 páginas. // LA RELIGIÓN AMERICANA. Taurus (Madrid), 2009, 296 páginas.

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