Julio Camba, una pluma satírica como pocas, escribía en Haciendo de República:
"A los mineros se les fue hinchando poco a poco de odio y de rencor y cuando estuvieron a punto, ¡zas!, se les envió hacia el llano para que reventasen como sapos en medio de esta sociedad corrompida que había cometido la avilantez de votar al Sr. Gil Robles en vez de (…) a los amigos del Sr. Prieto y el Sr. Largo Caballero".
Ya se sabe que, para aquellos republicanos, las revoluciones, como los partos, tenían que ser sangrientas.
Esos mismos apóstoles del progresismo que años antes, en Casas Viejas, ordenaron que se disparara a la barriga a quienes allí se rebelaron entendían que la legalidad era una simple excusa para lanzarse sobre el Estado.
Por supuesto, no todo lo que hizo la izquierda fue pasar a cuchillo curas y monjas e incitar a la revolución. Ni mucho menos. De hecho, dedicó buena parte de sus esfuerzos a saquear el Estado. Algo así como lo que en el 36 hiciera Prieto con el oro del Banco de España.
Con su habitual ironía, Camba se mofaba así de los socialistas que predicaban la revolución al tiempo que deseaban vivir como los ricos:
"Pobres magnates del socialismo español, condenados a predicar la Revolución social para seguir disfrutando los encantos de la vida burguesa y sin poder declararse nunca burgueses so pena de quedar convertidos ipso facto en unos tristes y paupérrimos proletarios".
En el libro, cada crónica nos recuerda que, más de medio siglo después, España sigue padeciendo muchos de los problemas que la aquejaban entonces.
España sigue replanteándose su identidad como nación; soporta como puede el espíritu partidista de la izquierda, siempre dispuesta a destruir al adversario, sea como fuere; además, le acecha una revolución en sus costumbres, con leyes cuya necesidad nadie se explica, como la de los transexuales, que recuerda aquélla sobre la libertad de cultos, sobre la que Camba vuelca toda su ironía.
Para colmo, el anticlericalismo de antaño ha vuelto a resurgir, con una vehemencia inusitada. Al parecer, la Iglesia es la Inquisición y su radio, la COPE, el instrumento con que pretende suprimir las herejías ateas. Pero España, recuerda Camba, es un país claramente católico, aunque los españoles "lo ignoremos y no pongamos jamás los pies en una iglesia".
Estamos llegando a un punto en el que, para decir lo anterior, habrá que oponerse a una ley. En aquella república de charanga y pandereta, si uno quería afirmar, contra el Gobierno vigente, que el país era religioso, "tenía que llevar el asunto al Parlamento, donde, como Azaña contaba con la mayoría, es evidente que saldría derrotado".
Aquel sistema parlamentario tampoco se caracterizó por defender la libertad de expresión. De hecho, nada más llegar al poder los republicanos cerraron más de un periódico de renombre, hecho que el autor compara con la quema de naves que Hernán Cortes ordenó, tras llegar a Méjico, para "no abandonar jamás ni un palmo del territorio" conquistado. A este atropello siguieron otros, como convertir el Congreso en un regateo de gitanos, donde los votos, anota Camba, "se negociaban por un procedimiento semejante al que se usa en Vigo para negociar la merluza y el besugo".
Es de suponer que algo así sucede ahora con el "proceso de paz" (sic): se legaliza un partido pantalla de los terroristas y, en un derroche de imaginación, desde el asesino de Paracuellos hasta la loca televisiva por excelencia repiten la consigna de que el partido de la oposición ama la sangre tanto como los vampiros y por eso se oponen, como antidemócratas que son, a la "rendición", perdón, "negociación" en curso.
A pesar de que este tipo de paralelismos históricos sean claramente peligrosos, cuando la libertad está amenazada por la demagogia y desde el propio Gobierno se lanzan consignas guerracivilistas no queda más que echar la vista atrás y atender a lo que se dice en libros tan brillantes como éste del gran Julio Camba.