
De boquilla y con talante de tabernáculo socialdemócrata, o sea, despreciando los valores democráticos de la cultura pragmática de EEUU, que sólo aspira, como dijo en cierta ocasión el gran Saúl Bellow al propio Grass, a dar refugio, protección y cierta seguridad contra la injusticia, Grass intenta "pasarle el cepillo a contrapelo" a la historia de una Alemania trágica; pero fracasa estrepitosamente, clamorosamente, y perpetra, permítaseme la expresión, un bellísimo libro de literatura, o sea, un tierno retrato de familia, nimiedades y costumbres.
Estamos, sí, ante una de las más grandes obras costumbristas de la literatura alemana contemporánea. Grass ha logrado, como en obras anteriores, escribir en un alemán cercano, vivo, exquisitamente vulgar. Ha cumplido, pues, su primer deber como escritor alemán, a saber, "erradicar el paso marcial de la lengua alemana". Algo es algo. Grass escribe con el mismo tono lírico sobre su madre que sobre las borracheras del artista Ludwig Gabriel Schrieber; sobre una mujer de la limpieza que lee el futuro que sobre las caricias de un homosexual a su perro.
La fibra poética de Pelando la cebolla es innegable. Estamos ante una magnífica obra de literatura. Un novela, como El tambor de hojalata, de aprendizaje, al modo de la mejor y clásica "Bildungsroman". Todo está perfectamente construido en esa clave. Sin embargo, sólo tangencialmente, casi de pasada, toca el asunto que se propone, a saber, que la propia literatura se haga racionalidad pública. Ese es su gran fracaso. ¡Qué lejos está Grass de un Thomas Mann!

Grass no ha soportado jamás esa liberación. Detrás de sus críticas al proceso de desnazificación hubo siempre un resentimiento de clase, primero, y de gran cultura de mandarines, después. Cuando estudiamos el caso Grass, comprobamos que Heine sigue teniendo razón: al lado del drama de la Alemania de Hitler, de Alemania, el de la Revolución Francesa no fue nada más que un idilio inocente.
Grass no olvida, ni quiere olvidar, las ofensas al pueblo alemán. Por eso, todo su enfrentamiento con la historia más cruel de Alemania termina en nada. No quiere saber nada de la historia trágica. Un buen cuento para limpiar su mala conciencia. Juegos florales para hablar bien de sí mismo y, por extensión, de sus compatriotas. Socialdemocracia blandengue es todo lo expuesto. Alguien ha dicho, con toda la razón, que, en vez de Pelando la cebolla, este libro podría haberse llamado Pelando la pava, expresión hispánica que quiere decir "perdiendo el tiempo y despistando el alma".

La metáfora de la cebolla de la memoria, que al ser pelada revela verdades que hacen llorar, no deslumbra precisamente por su sutileza. Porque más que hacernos llorar, insisto, nos encandila su fibra poética, hasta caer en la sensiblería de quien confunde el trabajo de la memoria con el de la imaginación. Poético, sí; pero muchas otras veces no es ni espléndido ni impactante. La narración está llena de frases hechas, obviedades y expresiones trilladas. Todo está edulcorado. Cuenta muchas cosas, pero le faltan muchas más. Es el gran límite de esta confesión.
Cuenta Grass su vida, especialmente de los 12 a los 32 años, cuando publica El tambor de hojalata, a través de un ejercicio literario que consiste en ir pelando artísticamente la primera capa de la cebolla. De ahí sale a veces un libro hermoso, a veces un recuento de melancolías de la vieja Europa en crisis. Magníficas descripciones de la madre y de la intensa relación materno-filial, relatos magníficos sobre los compañeros de colegio y reencuentros felices a finales de los 80. Pero nunca hallaremos la crítica histórica, menos todavía la autocrítica impía que se anunciaba en las prepublicaciones. Tampoco la crítica a una educación que lo llevó a militar en las filas del nazismo.
Nunca me ha gustado cómo juega Grass el juego entre deudas (Schulden) y culpa (Schuld). Es tramposo, porque sólo revela intención, mala fe, pero nunca se atreve en su obra, no hablo de sus declaraciones ideológicas, a pasarle a contrapelo el cepillo a la historia, al modo benjaminiano. Su trampa, engaño o añagaza estética me resulta insoportable, sobre todo si pensamos en un hombre con tantos recursos literarios como tiene él. Recurrir a la imaginación para hacer un ejercicio de memoria, de reconstrucción crítica del pasado, es sustituir la literatura, la gran literatura como racionalidad pública, por la censura o la autocensura; y, lo que es peor, el arte, la literatura, sale tocado de este híbrido, a veces monstruoso y a veces bello, entre la imaginación y el memorialismo.
Muchas cosas importantes hay en esta obra, pero yo destaco los recuerdos de su madre y, por supuesto, pero eso ya no es mérito de Grass, la gran traducción, debida a ese gran escritor que es Miguel Sáenz.