Escritor siempre excesivo de un tiempo en que todo era política, su proyecto ideológico fue siempre la constitución de una izquierda nacional (la Falange, al menos en tiempos de José Antonio, era precisamente eso), para lo cual incluso mantuvo una estrecha relación con Indalecio Prieto, a su juicio, y desfondado el proyecto Azaña ("Le faltaba una hache"), el único personaje de la izquierda que podía acabar con el marxismo internacionalista de Largo Caballero para hacer de la izquierda española un proyecto político viable en términos patrióticos. Prieto le dio la razón, y si no llegó a formalizar una alianza con la Falange en los primeros treinta (Don Inda siempre admiró a José Antonio) fue, según la propia confesión del protagonista, porque los correligionarios de Largo Caballero no hubieran dudado en pegarle un tiro.
La derecha española siempre le trató con desdén. Durante el franquismo, por revolucionario, y en la democracia, porque a muchos les recordaba demasiado su verdadera biografía, que en esos momentos convenía maquillar. Felipe González, en cambio, siempre le trató con respeto, y Alfonso Guerra le invitaba a La Moncloa para mantener largas charlas y escribirle recomendaciones dirigidas a los delegados del Gobierno para que le organizaran conferencias y seminarios.
Gecé consideró a Felipe González el legítimo sucesor de la izquierda auténticamente española, que arranca con Pablo Iglesias y desaparece con Julián Besteiro. Así lo escribió en sus Retratos españoles, premio Espejo de España en el año 1985 –con prólogo laudatorio de Pere Gimferrer–. Si viviera hoy, su hombre para la izquierda española sería Rosa Díez. A Zapatero, en cambio, tal vez le haría una de sus entrevistas surrealistas a un retrato de pared para exorcizarlo definitivamente. Eso que nos hemos perdido.
Su producción literaria fue tan imprevisible como su propio carácter: una persona que lo mismo enseñaba a Goebbels a torear a la verónica que hacía un panegírico sobre sus amigos de la generación del veintisiete, casi todos ellos marxistas convencidos, o escribía, a finales de los setenta, una reseña profética sobre el joven político Felipe González Márquez, tiene que ser necesariamente un personaje peculiar, ajeno a cualquier fratría. Fue el precursor del surrealismo literario en nuestro país –con la novela Yo, inspector de alcantarillas–, exploró nuevas formas de arte visual con su colección de carteles, inauguró la vanguardia cinematográfica con su cineclub y escribió la que tal vez es la primera aproximación literaria a la esencia de la españolidad con su famoso Genio de España. En La Gaceta Literaria, publicación fundada por Gecé a finales de los veinte del siglo pasado, hicieron sus primeras armas literarias los genios del 27, con Alberti, Aleixandre, Dámaso Alonso, Ortega, Francisco Ayala, Buñuel, Jorge Guillén y Gómez de la Serna en lugar preeminente.
Como ocurre con los auténticos genios (no los que son declarados tales por los temarios de oposiciones a cátedra, una vez podados de sus biografías los datos incómodos), el legado de Giménez Caballero, Gecé, no tiene apenas quien lo recoja. Parece que la cobardía cívica es un mal endémico entre los intelectuales españoles. Su trayectoria fascista (en realidad un fascismo sui generis, pues, como explica el autor de este ensayo, Giménez, espíritu romántico, no tuvo otras lealtades que las que confluyeran en su propio yo), su trayectoria fascista, decía, le inhabilita para el reconocimiento de sus muchos méritos artísticos (de nuevo la damnatio memoriae, afición muy latina) en un tiempo en el que la corrección política actúa como la férrea autocensura que tanto hubiera celebrado la corte opusdeística de Franco, de haberse producido en sus días.
Precisamente por eso, la aparición de libros que reivindican la figura de Gecé a contrapelo de lo académicamente correcto adquiere un valor especial que es preciso reconocer. Sobre todo si se trata de un texto que, cuando ya estaba en la imprenta –como prólogo a la edición facsímil de El belén de Salzillo en Murcia, del propio Gecé–, fue retirado por algún cretino habilitante del atropello llamado censura. Lo cual añade un mérito adicional a la editorial sevillana Los Papeles del Sitio, que ofrece en su catálogo, junto a obras de Chesterton, Gómez Dávila y Miguel d'Ors, este bello libro del profesor de la Universidad de Murcia Jerónimo Molina. Encontrará el lector en estas páginas, además de un tributo al "bisabuelo" (Molina tiene la humorada de declararse "bisnieto" de Gecé), una panorámica exhaustiva de su obra y una anotación completa de su bibliografía, en la que se incluye algún que otro hallazgo. Además, Molina analiza con sinceridad la trayectoria de Giménez Caballero en todos los órdenes y no elude pronunciamientos sociopolíticos que sorprenderán al lector por su agradable incorrección política, es decir, lo contrario de lo que se encuentra uno en obras tenidas como clásicas sobre el personaje, como los trabajos de Mainer, tan romos como oportunistas en sus conclusiones, sujetas al canon contemporáneo, dictado por el progresismo más rampante.
El surrealismo, la vanguardia, la revolución creadora tienen en Giménez Caballero a su auténtico precursor. Como escribió Ortega, la obra de aquél tuvo como fin curar a la cultura española de su provincianismo, y si los vanguardistas posmodernos tuvieran una mínima idea de su dimensión histórica, los homenajes a Gecé acabarían por aburrirnos. Sirvan el ensayo de Jerónimo Molina y esta sencilla reseña como humilde desagravio.