Era poco habitual no ya porque el anunciante fuera un colegio de pago, o porque el puesto que ofertaba el colegio fuera el de profesor de filosofía. Aun conviniendo en que la incursión de dicha materia en aquella sección, esto es, en una extensión del mercado laboral, tuviera algo de afable extravagancia, lo verdaderamente singular de aquel anuncio, más que el puesto de trabajo propiamente dicho, eran los modos. No en vano, lo que en él se pedía era un filósofo, así, a la brava, atributo que, dados España y los españoles, convertía a Fernando Savater en el único candidato probable.
Por entonces Grasa buscaba trabajo, así que concurrió al proceso de selección y, tras la preceptiva entrevista, se hizo con el puesto. Seis años después, sigue compaginando su oficio de siempre, el de escritor, con la enseñanza de filosofía, ética, educación para la ciudadanía y, en suma, cualquier asignatura cuya materia prima tenga que ver, aproximadamente, con la historia del pensamiento. De ello, del pensamiento y la enseñanza, trata La flecha en el aire, una suerte de dietario que abarca dos cursos académicos y en el que se entremezclan el trato con los alumnos y los colegas de claustro con disertaciones a vuelapluma acerca de los autores del temario. En cierto modo, Grasa ejerce de maestro respecto a sus alumnos y de cicerone respecto al lector, un planteamiento que recuerda, bien que vagamente, al de la novela El mundo de Sofía, de Jostein Gaarder. El propio Grasa alude al bestseller a cuenta del proceso de elaboración del dietario, quién sabe si para subrayar su condición de antimodelo, de pauta inversa, ya que, a diferencia de los lances de salón con que fue amasando royalties el autor noruego, Grasa se faja diariamente con alumnos realísimos.
Las pinceladas con que el autor describe a esos mismos alumnos contienen el germen de lo que, a medida que transcurre el texto, asemeja un código moral (que no moralista). Para empezar, los alumnos no son iguales; los hay tarugos y aplicados, faltones y corteses, asilvestrados e instruidos. El hecho de que Grasa ponga de relieve esta obviedad no hace sino acentuar el disparate que supone impugnarla, que es, en suma, lo que viene haciendo la pedagogía moderna desde hace más de medio siglo.
Tampoco el igualitarismo preside las relaciones entre alumnos y profesor (disloque que, en la práctica, suele traducirse en el secuestro de la clase a manos del bullanguero de turno). Así, los intentos de los pupilos de convertir la clase en una asamblea del metal son desbaratados por nuestro dietarista, para quien no hay enseñanza sin transmisión del conocimiento. Entre otras razones, arguye Grasa, porque la verdad no puede ser el fruto de una votación. (Para quienes crean que semejante posibilidad es inconcebible o meramente retórica, baste recordar que el pensador de cabecera del anterior presidente del Gobierno hizo fortuna con la especie de que todo era susceptible de consenso, aporía que devino el combustible de iniciativas tan pintorescas como la alianza de civilizaciones). Grasa, en las antípodas de semejante flacidez, no pierde ocasión de remarcar que la noción de jerarquía ha de ser consustancial a la enseñanza. Del por qué deberían tomar nota quienes, en nombre del progresismo, han convertido colegios, institutos y universidades en un perpetuo barbecho.
El afán de convertir el sistema educativo en una democracia representativa, razona el autor, supone una estafa para los propios alumnos, pues es precisamente la concepción deliberativa del saber lo que los deja huérfanos del mismo; es la consideración, en pie de igualdad, de la ciencia y el bullshit lo que fomenta la estupidez general.
Estamos, sin duda, ante un dietario ejemplar en su radicalidad, de un grosor moral inacostumbrado. Que además esté maravillosamente escrito es casi lo de menos. Entiéndase: el estilo de Grasa es de una delicadeza, discreción y sencillez tales que, en algunos pasajes, evoca las memorias de Xavier Pericay, mas es precisamente la ausencia de afectación lo que propicia que el pensamiento no encalle. De alguna manera, el texto comparte con el aula su condición de vergel de ideas y aun ideologías, desarbolando, por cierto, la renuencia de la derecha respecto a la posibilidad de que el aula se convierta en un recinto cuajado de doctrina. Quién sino el maestro ha de enseñar a los alumnos que son los creyentes y no las creencias lo que debe respetarse; que el catolicismo no es igual que el islam; que ningún régimen que discrimine a las mujeres merece ser tenido por civilización; que con los intolerantes no ha lugar deferencia alguna; que la democracia exige una defensa enérgica.
(Orgullosamente afónico, el profesor se dirige al encerado y, de un trazo, une las palabras democracia y defensa. La flecha está en el aire).
ISMAEL GRASA: LA FLECHA EN EL AIRE. Debate (Barcelona), 2011, 208 páginas.