En Malditos Bastardos (2009), de Tarantino, pese a algunos detalles de buen cineasta, la impresión que queda, sin perjuicio de la intención del director, es de ocultación del drama de la muerte; debajo de unos grotescos gritos de violencia queda tapado el silencio y la interrogación que es, para el hombre, el acabamiento de la vida. En Katyn (2007), Wajda no disocia la violencia de la muerte y, con sobriedad no mancillada por algunas pinceladas de autor, deja que la finitud humana, subrayada por la maldad, pregunte al espectador.
El lector español tiene ahora la oportunidad de leer Mi testamento filosófico, de Jean Guitton (1901-1999), uno de los filósofos franceses más relevantes del pasado siglo. Un año antes de su fallecimiento, con ligera pluma y sosegada ironía –como persona inteligente, no deja de mirarse con humor–, Guitton hizo un ejercicio de prolepsis autobiográfica –valga tan paradójica expresión– en el que aborda las cuestiones más importantes y, por ello, constantes de la humanidad: el amor, la muerte, la vida eterna, Dios, el mal, quién sea el hombre, etc. Y lo hace desde dos polos que no solamente son definitorios de una posición filosófica, sino de una toma de postura respecto a una cultura que, a la deriva, se aleja del campo gravitacional de sus raíces.
El primero de ellos nos evoca la antigüedad clásica, a Platón y sus diálogos, y toda la historia de la filosofía. Guitton conversa con diversos personajes –no puede faltar Sócrates–, con los que tiene lugar una inversión de la mayéutica. El francés, en vez de interrogar para sacar a la luz, como una partera, la verdad que Sócrates presumía en sus interlocutores, es interrogado por Satanás, Pascal, Bergson, Pablo VI, etc. Aunque también él actúa en ocasiones como el filósofo ateniense; el pasaje con François Mitterrand, v. gr., hablando de la moral es un delicioso antídoto contra el relativismo. Otras veces escucha lo que le dicen los demás o lo que se dicen otros.
La filosofía es ciertamente diálogo con los maestros vivos del pasado y del presente –los maestros son quienes pueden con su decir sacar una chispa de verdad, bondad o belleza de uno–, pero también es escucha de la palabra que el acontecer histórico nos dona como invitación para que ese animal dotado de logos que es el hombre dé una nueva palabra con la que ir escribiendo otra página de su pequeña historia personal, que es él mismo haciéndose.
Y uno de esos acontecimientos –el otro polo de este libro– es la muerte; no simplemente la de los otros, la que hayan sufrido los demás, sino la que me va a ocurrir a mí. Todos los animales mueren. El hombre sabe que va a morir, puede hacer presente lo por acontecer, y por ello no solamente muere, sino que se muere; la muerte puede ser para él no simplemente lo que inevitablemente ha de sufrir, sino un activo obrar propio. Contrariamente a lo que hace nuestra cultura, Guitton ni oculta ni suplanta ni se anestesia. Con la aparición de la fe en la Creación, la filosofía ya no se mueve, como brillantemente señaló Zubiri, en el horizonte de la movilidad; las cosas no solamente cambian, sino que muy bien podrían no haber existido.
Platón escribe mirando al pasado; su protagonista, Sócrates, ya había muerto. Guitton mira al futuro y a su propia muerte. Imagina la visita de distintos personajes en los momentos previos a su fallecimiento; asiste a su entierro y juicio. La filosofía es diálogo en un horizonte. El diálogo, frente a todo relativismo, presupone que hay verdad y que el logos humano puede buscarla. Y el horizonte de la contingencia de nuestro ser nos abre a que la verdad la busquemos en lo eterno necesario. Nuestra cultura, al negar esto último, nos deja en la pura contingencia y, por ello, huérfanos de verdad.
Y este filosofar ante la muerte, Guitton lo lleva a cabo no con conceptos definitivamente cincelados; no es un escolástico. Aunque es claro, con todo, "prefiero lo borroso, lo difuminado, el sfumato. A mi edad no me voy a poner a fabricar definiciones, demostraciones, silogismos". La realidad, por ser reflejo de Dios, se escapa a la definición. La filosofía es lucha con el misterio.
JEAN GUITTON: MI TESTAMENTO FILOSÓFICO. Encuentro (Madrid), 2009, 208 páginas.
El lector español tiene ahora la oportunidad de leer Mi testamento filosófico, de Jean Guitton (1901-1999), uno de los filósofos franceses más relevantes del pasado siglo. Un año antes de su fallecimiento, con ligera pluma y sosegada ironía –como persona inteligente, no deja de mirarse con humor–, Guitton hizo un ejercicio de prolepsis autobiográfica –valga tan paradójica expresión– en el que aborda las cuestiones más importantes y, por ello, constantes de la humanidad: el amor, la muerte, la vida eterna, Dios, el mal, quién sea el hombre, etc. Y lo hace desde dos polos que no solamente son definitorios de una posición filosófica, sino de una toma de postura respecto a una cultura que, a la deriva, se aleja del campo gravitacional de sus raíces.
El primero de ellos nos evoca la antigüedad clásica, a Platón y sus diálogos, y toda la historia de la filosofía. Guitton conversa con diversos personajes –no puede faltar Sócrates–, con los que tiene lugar una inversión de la mayéutica. El francés, en vez de interrogar para sacar a la luz, como una partera, la verdad que Sócrates presumía en sus interlocutores, es interrogado por Satanás, Pascal, Bergson, Pablo VI, etc. Aunque también él actúa en ocasiones como el filósofo ateniense; el pasaje con François Mitterrand, v. gr., hablando de la moral es un delicioso antídoto contra el relativismo. Otras veces escucha lo que le dicen los demás o lo que se dicen otros.
La filosofía es ciertamente diálogo con los maestros vivos del pasado y del presente –los maestros son quienes pueden con su decir sacar una chispa de verdad, bondad o belleza de uno–, pero también es escucha de la palabra que el acontecer histórico nos dona como invitación para que ese animal dotado de logos que es el hombre dé una nueva palabra con la que ir escribiendo otra página de su pequeña historia personal, que es él mismo haciéndose.
Y uno de esos acontecimientos –el otro polo de este libro– es la muerte; no simplemente la de los otros, la que hayan sufrido los demás, sino la que me va a ocurrir a mí. Todos los animales mueren. El hombre sabe que va a morir, puede hacer presente lo por acontecer, y por ello no solamente muere, sino que se muere; la muerte puede ser para él no simplemente lo que inevitablemente ha de sufrir, sino un activo obrar propio. Contrariamente a lo que hace nuestra cultura, Guitton ni oculta ni suplanta ni se anestesia. Con la aparición de la fe en la Creación, la filosofía ya no se mueve, como brillantemente señaló Zubiri, en el horizonte de la movilidad; las cosas no solamente cambian, sino que muy bien podrían no haber existido.
Platón escribe mirando al pasado; su protagonista, Sócrates, ya había muerto. Guitton mira al futuro y a su propia muerte. Imagina la visita de distintos personajes en los momentos previos a su fallecimiento; asiste a su entierro y juicio. La filosofía es diálogo en un horizonte. El diálogo, frente a todo relativismo, presupone que hay verdad y que el logos humano puede buscarla. Y el horizonte de la contingencia de nuestro ser nos abre a que la verdad la busquemos en lo eterno necesario. Nuestra cultura, al negar esto último, nos deja en la pura contingencia y, por ello, huérfanos de verdad.
Y este filosofar ante la muerte, Guitton lo lleva a cabo no con conceptos definitivamente cincelados; no es un escolástico. Aunque es claro, con todo, "prefiero lo borroso, lo difuminado, el sfumato. A mi edad no me voy a poner a fabricar definiciones, demostraciones, silogismos". La realidad, por ser reflejo de Dios, se escapa a la definición. La filosofía es lucha con el misterio.
JEAN GUITTON: MI TESTAMENTO FILOSÓFICO. Encuentro (Madrid), 2009, 208 páginas.