Pasan varios segundos de tenso silencio hasta que, finalmente, el premier soviético, entre carcajadas, les advierte de que es una pésima idea. “Nuestras carreteras son tan execrables que las esposas de sus protegidos pedirán el divorcio al cabo de quince días”.
En junio reciben el telegrama de Intursit, la agencia turística rusa, que les invita a visitar el país. Para el Día de la Bastilla de 1956, ya lo tienen todo listo para partir.
A partir de ese momento, se suceden innumerables anécdotas. Chascarrillos, cutrez, hospitalidad, amistad, terror, incomunicación, miseria y mil sorpresas se entremezclan en un viaje incomparable.
Los cuatro franceses son acompañados en todo momento por un periodista ruso llamado Slava y su esposa profesora de piano. A cada paso hay que pedir autorizaciones y negociar oficial o extraoficialmente con las autoridades de turno. Por ejemplo, ante la extravagante petición de visitar alguna casa particular, Slava les informa de que habrá que pedir autorizaciones a las autoridades locales. Y es que las familias rusas de la época tienen que compartir vivienda con alguna otra familia. Humillante detalle íntimo que más de uno lamenta entre sollozos y que, comprensiblemente, la élite política del socialismo real no ansía divulgar.
Dondequiera que van, los lugareños se quedan boquiabiertos con el espectacular coche del Paris Match, un Marly pintado en negro y paja con letras rojas. Pero no es una simple atracción procedente de un mundo tecnológicamente más avanzado, es una pequeña ventana que se abre una sola vez a un mundo casi irreal. Los rusos se agolpan para hacerse con alguna figura en miniatura de la Torre Eiffel, o con algún periódico francés, aunque no entiendan ni pizca del idioma de Victor Hugo. En Yalta, una anciana les suplica que desinflen un neumático, para “respirar el aire de París”. Y en una carretera perdida de Georgia, una muchacha les comenta con precisión un mapa de la capital francesa; las autoridades jamás toleraran que ella visite la ciudad de la luz, pero eso en nada quebranta su anhelo por conocerla en la medida de sus posibilidades.
En Sujumi, Georges Manukian, un ruso de origen francés y padres armenios que se arrepiente de la “gilipollez” de haberse ido al “paraíso del proletariado” en una locura de juventud socialista, besa la tricolor que ondea en el capó del Marly. Las autoridades no dudan en recompensarle con un viaje más allá del Circulo Polar Ártico. Para acortarlo, se ofrece voluntario para limpiar las hediondas letrinas y así cada día de cautiverio computa como tres.
En una casa rural ucraniana se encuentran colgada en la pared una foto amarillenta del último Zar. Se las hacen pasar canutas al hijo de la familia campesina, Gregori Ivánovich, cuando le preguntan por su salario y el de su esposa Natalia. Ábaco en mano, trata de explicar que su retribución depende de la producción total del koljós. Sin embargo, hay una pequeña parte del koljós que Gregori puede explicar no sólo sin problemas sino incluso con genuino orgullo. Es una parcela de treinta por veinte metros en la que él, como todos los campesinos soviéticos, puede trabajar libremente por su cuenta. Gregori tiene clarísimo lo que produce por y para sí. En 1956, cuando falta un año para que se ponga a la venta en España el primer 600 y para que Rusia lance el Sputnik I, la familia de Ivánovich a lo más que aspira es a reemplazar el tejado de caña de su isba por uno de chapa.
Unos días después, la esposa de Slava no sale de su asombro al contemplar unas palanganas que usan los franceses. Son de un material que la URSS no produce: plástico.
Pero no todo el mundo vive en la miseria socialista. La URSS, que se vanagloria de ser el “paraíso del proletariado” y una “sociedad sin clases”, tiene como buque insignia de su flota turística el Pobieda, un paquebote con diferentes clases. ¡Cuatro nada menos! Abordo, tras esperar más de una hora a que les sirvan el famoso champán caucásico, han de conformarse con beber agua mineral con gas en los vasos para lavarse los dientes.
Un cirujano de Tiflis les invita a su casa. Allí se encuentran una radio con la que puede escuchar emisiones occidentales “salvo cuando hay interferencias”. También encuentran una criada. Y es que el camarada cirujano es miembro del Partido. Pero no lo puede ser cualquiera, porque en 1956, uno tiene que contar con el aval de dos padrinos y superar un año de prueba para acceder al selecto club que dirige la “sociedad sin clases”.
Tras visitar los lugares más destacados de la URSS a este lado de los Urales, regresan a Francia. Pero al cabo de unos pocos días, Jruschov demuestra al mundo en Budapest que no es el bonachón que algunos creyeron y las balas soviéticas que masacran la rebelión anticomunista tiñen de rojo el final del libro.
Dominique Lapierre: Érase una vez la URSS. Planeta Internacional 2006. 180 pp