Un caso interesante fue el del inglés G. Howson, cuya obra acogieron con calor historiadores como S. Juliá, E. Moradiellos y otros muchos que creían encontrar en ella la prueba de la tesis, desechada hace tiempo por historiadores solventes, de que Franco había ganado gracias a la ayuda germanoitaliana. Pero el libro del autor inglés, muy pintoresco en sus apreciaciones sobre la España de entonces, sufrió la crítica demoledora de buenos especialistas como A. Mortera y J. Salas, que remitieron la cuestión a sus justos términos.
Varios lectores me han hecho observar errores de detalle en Los mitos de la guerra civil. Algunos apenas pasan de erratas, como llamar "congreso Vaticano II" al concilio, o Javier a Víctor Pradera, o atribuir un hecho del año 1938 al año siguiente, etc. Son fallos que el lector subsana automáticamente por su cuenta. Otros resultan peores, como la omisión de Durruti o de Unamuno entre los personajes del apéndice final; o fallos en los mapas: son muy esquemáticos y sólo quieren ofrecer una imagen visual de la evolución del conflicto, pero el último tiene muy mal trazado el sur de la zona izquierdista hacia el final de la contienda; o llamar "fascista", sin mayor matización, a la Falange, etc. Sobre el asesinato de García Lorca menciono un dudoso gasómetro, citado de otro libro. También, contra lo escrito por mí, hay fotos de las hojas lanzadas por Mola con amenaza de arrasar Vizcaya. Hay dudas sobre la autenticidad de las hojas, pero las fotografías existen y ello basta para, mientras no se pruebe otra cosa, corregir mis expresiones.
Menos perdonable resulta la opinión demasiado favorable a la actuación de Von Richthofen, autor del bombardeo de Guernica, durante la guerra mundial. Richthofen no parece haberse afiliado al partido nazi ni ordenado bombardeos puramente terroristas, pero sus ataques aéreos a Belgrado o Stalingrado, aunque dentro de operaciones militares, fueron despiadados y causaron decenas de miles de muertos civiles. Esto es más que una conducta meramente profesional.
Los mitos contiene alguna omisión poco justificable. Por ejemplo, señala la inutilidad militar del bombardeo de Guernica, al realizar Mola el avance inmediato en otra dirección y perder así la oportunidad de copar a buena parte del ejército enemigo. Sin embargo, el bombardeo tuvo otro resultado militar de primer orden: el PNV llamó a los suyos a luchar con reforzado ímpetu, pero bajo cuerda intensificó sus contactos con los fascistas italianos, traicionando a sus aliados del Frente Popular y a las propias tropas vascas. Esos "diálogos" facilitarían a Franco su primera victoria masiva en Santander, donde pudo capturar de un golpe a varias divisiones enemigas y una gran cantidad de material de guerra.
Indudablemente habrá más fallos de este género, que, en fin, aparecen inevitablemente, como he dicho, y por lo común no son graves, salvo si abundan en exceso o alteran de modo importante los hechos. Error de detalle que cambia la visión general podría ser, por ejemplo, éste sobre Casas Viejas en la serie que va publicando el El Mundo (tomo I, pág. 174): "Unos campesinos se rebelan y arremeten contra el cuartel de la Guardia Civil. El Gobierno mandó refuerzos desde Madrid y murieron 19 campesinos. Desde entonces la CNT volvió la espalda a la República".
¿Desde entonces? La CNT llevaba mucho tiempo atacando a la República, no sólo dándole la espalda. El suceso de Casas Viejas, en enero de 1933, se inscribía en una insurrección mucho más amplia, segunda de las intentadas por la CNT, aparte de otras huelgas insurreccionales desatadas ya en 1931, a los pocos meses de llegar la República. La equivocación del libro es ciertamente grave, pues oculta un proceso tan importante en el desarrollo de la República como las insurrecciones anarquistas. Y resulta muy débil decir que "murieron" los campesinos, cuando fueron detenidos en una razzia indiscriminada y masacrados a continuación. Asimismo, el lector desprevenido puede atribuir la matanza a la Guardia Civil y no a la autora real, la Guardia de Asalto, dato muy significativo porque la primera solía considerarse de espíritu monárquico, siendo la segunda una creación de la República. Otro error de difícil disculpa: en la página 104 califica a Lerroux de "demagogo catalanista", y habla de "las pedestres formas del político catalán". Ni catalán ni catalanista, sino enemigo histórico del nacionalismo catalán.
Defecto frecuente, que ya anoté en una reseña sobre el libro de Beevor, es la utilización de cifras un poco a la buena de Dios. Así, en la página 20 del citado tomo de El Mundo, y bajo el epígrafe 'La sociedad española (1930-1936)', aparece una serie de datos, muy dudosos varios de ellos, como los referentes a la tasa de analfabetismo o al número de escuelas construidas en 1932 (multiplica por diez la cifra real), etc. Pero esas cifras, aun de haber sido más cuidadas, dicen poco o nada de la sociedad de la época. Para tener significado tendrían que venir comparadas con las de otros países del entorno y con la evolución anterior, lo cual no se hace, lamentablemente.
Especialistas en este tipo de errores son P. Preston o A. Beevor en su último libro. Por no extenderme ahora (ya habrá ocasión), citaré un análisis de Preston sobre la revolución de Asturias: "Los mineros, armados sólo con cargas de dinamita, impidieron el paso de cuatro columnas armadas con artillería y pleno apoyo aéreo, y las derrotaron en dos ocasiones (…) Por otra parte, el mismo ejército se había mostrado lo bastante republicano en espíritu para tener que echar mano de los mercenarios africanos para llevar a cabo la represión. Hay noticias de que al menos un oficial dio orden a sus hombres de no hacer fuego contra sus hermanos".
Ni un solo aserto responde a la realidad, ya bien conocida cuando Preston escribía tales cosas. Los mineros dispusieron de gran cantidad de dinamita y de muchos miles de armas largas y cortas, ametralladoras e incluso cañones, y sólo tuvieron a raya unos días, sin derrotarla, a una columna militar, aparte de dos pequeñas expediciones que se replegaron sin combatir. En cambio, una columna mínima –300 soldados– logró atravesar la zona rebelde, liberando la importante ciudad de Avilés y penetrando luego en Oviedo. Y las tropas enviadas por Franco a Gijón, algo más de 2.000 hombres, se abrieron paso enseguida hasta la capital y resolvieron la situación en cinco días.
El ejército, cierto, fue bastante republicano, pero por lo contrario de lo que dice nuestro autor, pues se mantuvo adicto al Gobierno legítimo de centro derecha. Los militares comprometidos en la revuelta izquierdista, y por tanto contrarios a la legalidad republicana, no osaron actuar, y apenas hubo deserciones. El oficial (jefe en realidad) que comentó (no dio tal orden) que sus tropas no tirarían contra sus hermanos tomó una actitud subversiva, antirrepublicana.
En cuanto a los "mercenarios africanos", pertenecían al ejército español, y ya Azaña los había traído a la península contra Sanjurjo. En los disturbios del 6 de febrero de 1934 en París, parte de la ciudad fue tomada por soldados senegaleses, y a nadie se le ocurrió que el Gobierno francés desconfiara de su ejército y tuviera que recurrir a "mercenarios africanos". Vemos aquí una desvirtuación sistemática, no rara en los autores mencionados.
Caso especial es el de las víctimas del terror, en las cuales han centrado muchos la historia de la Guerra Civil, con arbitrariedad evidente. La cuestión estuvo dominada por la propaganda, tanto en un bando como en el otro, hasta el año 1977, nada menos, cuando R. Salas Larrazábal, en su investigación Pérdidas de la guerra, la situó en el terreno historiográfico por primera vez, tras una crítica ejemplar de los cálculos de G. Jackson, R. Tamames, H. Thomas y diversos autores franceses.
Salas llegaba a cifras mucho más próximas a la realidad, achacando mayor número de víctimas al Frente Popular y rebajando el número de fusilados en la posguerra, estimado en unos 200.000 por historiadores de izquierda, a algo más de la décima parte (la costumbre izquierdista de multiplicar por diez y más las cifras reales se manifiesta a menudo, como en las del bombardeo de Guernica o, últimamente, en las de los obreros supuestamente forzados a trabajar en el Valle de los Caídos. Parece una tradición).
Naturalmente, los datos de Salas estaban sujetos a su vez a correcciones, pero ya dentro del ámbito historiográfico y no propagandístico. Sin embargo, la fuerte emocionalidad ligada a esas cifras y su utilidad para la política o la demagogia actual han animado a diversos estudiosos a retroceder al campo de la propaganda, tanto en los datos como en el tono, panfletario sin rebozo. Con metodologías variadas y a menudo con respaldo de fondos públicos otorgados por sus partidos, han indagado provincia a provincia, afirmando que la suma de víctimas causadas por las derechas triplica o incluso quintuplica a las contrarias.
Esos estudios salieron condensados en otro libro panfletario, Víctimas de la guerra civil, coordinado por Santos Juliá y cuyos enfoques he criticado en un apéndice de El derrumbe de la república y la guerra. En cuanto a las cifras y metodología mismas, A. D. Martín Rubio ha mostrado en Los mitos de la represión los numerosos fallos de esos trabajos, corrigiendo también las cifras de R. Salas (unas 60.000 en cada bando, según el estudio de Martín Rubio). Para percatarse del grado en que hemos vuelto en los años últimos al apasionamiento y a la propaganda señalaré que Martín Rubio ha sido censurado en la televisión de su Extremadura natal por el Gobierno socialista de la región, muy interesado en una campaña divulgadora de datos reconocidamente fraudulentos. Ello crea una situación muy desdichada, a la cual conviene oponer una crítica severa, precisamente porque la experiencia histórica nos demuestra las funestas consecuencias de tales campañas.
En los dos próximos artículos trataré otro tipo de errores, los de enfoque, en general mucho más nefastos que los de detalle, pero también más evitables.
UNA VISIÓN CRÍTICA SOBRE LA REPÚBLICA Y LA GUERRA CIVIL: La importancia actual del pasado.