Economistas como Nouriel Roubini, que ha declarado al Wall Street Journal:
Karl Marx tenía razón: llegado un punto, el capitalismo puede autodestruirse, porque no se puede seguir trasladando ingresos del trabajo al capital sin tener un exceso de capacidad y una falta de demanda agregada.
Pero tranquilos, que Marx no tuvo razón cuando estaba vivo durante otras crisis del capitalismo, así que tampoco es probable que acierte ahora. Su profecía de apocalipsis capitalista no se cumplió en marzo de 1848, ni en julio de 1851, ni en marzo de 1852; ni en septiembre de 1856, cuando Engels escribió:
Esta vez veremos un dies irae como nunca se ha visto; toda la industria europea en ruinas, todos los mercados abarrotados, (...) todas las clases adineradas en un brete, bancarrota total de la burguesía, guerra y despilfarro a la enésima potencia.
Un año después, en octubre de 1857, Engels seguía dando saltos de júbilo ante la inminencia del acabose del capitalismo:
El American crash es magnífico y aún falta mucho para que termine o algo que se le parezca. La repercusión en Inglaterra parecería haber empezado en el Liverpool Borough Bank. Tant mieux... Ha llegado el momento de actuar o morir.
En abril de 1865, cuando la industria de importaciones y exportaciones tembló y ciento veinticinco mil obreros fabriles desocupados inundaron las calles de Manchester, Marx sentenció:
En Escocia también hay mucha gente acabada, y un día les tocará a los bancos; ése será el final.
La perspectiva de un crack económico seducía tanto a Marx y a Engels... Pero el capitalismo, como el virus de la gripe, después de cada crisis mutaba, haciéndose más fuerte. La revolución no solo no llegaba, sino que los trabajadores tenían cada vez menos ganas de huelgas y protestas, para sorpresa de Marx y Engels, ambos secuestrados por una ideología, el monopolio de una sola y simple idea: la lucha de clases. Se negaban a ver la realidad: que los lumpemproletarios del capitalismo industrial de principios del siglo XIX habían mejorado sus condiciones de vida hasta convertirse en burgueses; bajo los presupuestos teóricos y la acción política de la Escuela de Manchester, que, siguiendo los auspicios de John Bright y Richard Cobden, y en nombre de la filosofía del libre comercio, la intervención estatal mínima, los mercados abiertos y la democracia, había eliminado las políticas proteccionistas, que beneficiaban exclusivamente a los terratenientes y empresarios incompetentes.
La biografía que ha dedicado el joven historiador Tristam Hunt a Friedrich Engels es el último ejemplar publicado de la Biblioteca de la Memoria de Anagrama, que también alberga las vidas de Joyce (Ellman), Foucault (Eribon), Nabokov (Boyd), Wittgenstein (Monk), Lewis Carroll (Cohen) y Duchamp (Tomkins), que vivamente recomiendo. Todas ellas muy instructivas de los recovecos de la vida de los biografiados e iluminadoras de la circunstancia histórica en que éstos parieron sus ideas. Lo mejor es cuando el autor consigue transmitir de alguna forma el aura vital del biografiado. Así, la bio de Wittgenstein me sumió en una angustia existencial que se acoplaba perfectamente a la intensidad moral y la profundidad filosófica del filósofo vienés. Sin embargo, esta investigación realizada por Hunt en la vida y pensamiento de Engels me ha resultado a ratos hilarante porque creo que sería complicado encontrar un par de personajes tan hipócritas y falsos como estos dos pensadores alemanes, tan contradictorios entre lo que planteaban como correcto en sus escritos y lo que ellos hacían en la vida real. Y que hicieron que la filosofía se convirtiera sobre todo en una performance de conspiraciones, revueltas, maquinaciones y travesuras diabólicas varias.
Que conste que Hunt empatiza bastante con Engels y trata de equilibrar la deportista, cosmopolita y trabajadora faceta del Dr. Jekyll Engels con la cruel, sádica y despótica de Mr. Friedrich Hyde. Engels, de buena, rica y respetable familia cristiana, rápidamente se convirtió, para escándalo y decepción de sus generosos y comprensibles padres, en un rebelde sin causa que detestaba la sociedad burguesa, estructurada fundamentalmente por el cristianismo y el capitalismo. A pesar de eso, siempre vivió a expensas de sus padres, primero gracias al generoso estipendio que estos le proporcionaban –pero no se cortó a la hora de escupir la mano que lo alimentaba– y posteriormente con el trabajo que le buscaron en la empresa familiar de tejidos, con sede en Manchester, a la que Friedrich secretamente deseaba el peor de los males; se alegraba cuando alguna de las crisis recurrentes del capitalismo hacía que los beneficios de la empresa cayesen, aunque jamás se cuestionó su papel objetivo de explotador capitalista y no mostraba el menor escrúpulo a la hora de despedir trabajadores. O de meter la mano en la caja para enviar unas libras de más a Marx. Cuando finalmente rescindió su contrato, a la edad de cuarenta y nueve años, se llevó una bonita indemnización de dos millones cuatrocientos mil dólares de hoy, una considerable "acumulación capitalista" conseguida –recurramos ahora al análisis engelsmarxiano– gracias a
métodos que mutilan al obrero convirtiéndolo en un hombre fraccionado, destruyen lo agradable que pueda quedar del trabajo y convierten éste en una tortura. Transforman el tiempo de su vida en tiempo de trabajo, arrojan a su mujer y su prole bajo la rueda de Zhaganat del capital.
Con ese Zhaganat del capital, Engels y Marx se dedicaron a vivir opíparamente el resto de sus días; con dificultades en el caso de Marx y su mujer, ya que eran unos manirrotos a los que gustaba la ostentación burguesa que tanto criticaban. Y es que, aunque querían liberar a todo el proletariado, revolución sangrienta por medio, nunca hicieron nada por proletario de carne y hueso alguno. La caridad era desde su perspectiva materialista histórica no solo inútil, sino contraproducente...
Criticar el capitalismo y las costumbres burguesas mientras pero comportarse como explotadores capitalistas y como los más hipócritas burgueses fue la gran especialidad de Marx y Engels, que, además, evidenciaron ser a lo largo de sus vidas unos auténticos depredadores sexuales y unos acosadores de revolucionarios. Que se lo pregunten a la criada de Marx o a Bakunin. La mujer de Moses Hess acusó a Engels de haberla violado, pero Hunt se inclina más bien por la hipótesis, menos dura pero casi igual de repugnante, de que Engels se acostó con ella con el propósito de humillar públicamente a Hess, del que se había distanciado ideológicamente. Y mientras sucedían los hechos revolucionarios de la Comuna de París (1848), ¿qué hizo Engels para contribuir a la llegada del prometido amanecer del proletariado? ¿Se dedicó a hacer propaganda revolucionaria en París? ¿Apoyó un fondo de defensa de los trabajadores? No. Se fue a hacer turismo sexual y gastronómico al valle del Loira, donde no está claro si le gustaron más las mujeres ("bien lavadas, pulcramente peinadas, de complexión delgada") o los vinos, porque años después, cuando le preguntaron por su idea de la felicidad, no respondió que una sociedad sin clases sino que aludió al Château Margaux 1848. Respecto al sexo, más contradicciones, porque aunque Engels condenó teóricamente la prostitución como "la explotación más tangible del proletariado –ataca directamente al cuerpo físico– por parte de la burguesía", él no tenía ningún problema en servirse del sexo de pago cuando le hacía falta.
No es lo peor todo esto. Y es que Engels, que puso los cimientos del totalitarismo de Estado en Sobre la autoridad –como denunció el anarquista Bakunin ("el gordo ruso" como le llamaba Marx)–, también era un rabioso racista que despreciaba a los irlandeses, no podía ni ver a los eslavos, echaba pestes de los judíos y, en general, consideraba a los que llamaba, con Hegel, "pueblos sin historia" un lastre para su proyecto político, por lo que debían ser eliminados sin piedad.
De todos los orígenes intelectuales de la izquierda filosófica que analiza Hunt, de Hegel a Feuerbach, pasando por Owen, Proudhom o Bakunin, finalmente la tendencia que triunfó fue la dupla Marx-Engels, dos histriones muy histriones. El resto de la historia es izquierda caviar y gulag.
Más historiador que filósofo, Hunt ha hecho de El gentleman comunista un libro muy ilustrativo, eficazmente escrito, pedagógico y ameno, sobre los orígenes intelectuales –encarnados en la vitalista figura de Engels– de lo que se convertiría, ya en el siglo XX, junto al fascismo, en una plaga ideológica mortal. Es un texto altamente recomendable sobre aquellos salvajes y confusos años de la filosofía, en los que pensadores como Engels quisieron cambiar el mundo de tal modo que no lo reconociera ni la madre que lo parió, que diría el Guerra. Y vaya si lo consiguieron (todavía están contando los muertos). También tiene mucho que decir, ay, sobre nuestros salvajes y confusos años económicos. Esperemos que no nos dé por repetir la historia intelectual, añadiendo parodia a la tragedia.
TRISTAM HUNT: EL GENTLEMAN COMUNISTA. LA VIDA REVOLUCIONARIA DE FRIEDRICH ENGELS. Anagrama (Barcelona), 2011, 440 páginas. Traducción de Daniel Najmías.
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