La libertad que se respiraba en EEUU permitía cualquier tipo de especulación prospectiva, tanto del pasado como del presente o del futuro. El genial Fredric Brown escribía Universo de locos en 1948, una punzante crítica al modo de vida americano. Pohl y Kornbluth censuraban el capitalismo en la exitosa Mercaderes del espacio (1954). Ese mismo año Jack Finney daba a la imprenta Los ladrones de cuerpos, que fue una clara defensa de la individualidad frente al macartismo y el comunismo; en ella se basó la celebérrima película de Don Siegel La invasión de los ladrones de cuerpos (1956). Philip K. Dick publicaba en 1962 El hombre en el castillo, novela fundada en la idea de que la Alemania nazi y el Japón imperial habían ganado la segunda guerra mundial y se habían repartido EEUU. Joe Haldeman arrasaba con La guerra interminable en 1974, llevando al futuro un horror basado descaradamente en la guerra de Vietman. Todo esto ¿hubiera sido posible en la URSS? No.
Muchos autores rusos fueron purgados, entre ellos Yevgueni Zamiatin, ingeniero y miembro del Partido, que publicó Nosotros en 1921, un precedente de Un mundo feliz de Huxley y de 1984 de Orwell. El argumento del libro de Zamiatin fue su perdición: una sociedad dominada por un Estado totalitario en manos de un Bienhechor que acababa con la individualidad del ser humano. Stalin tenía a veces la mano abierta para los escritores, por lo que, en el caso de Zamiatin, permitió que en 1930 saliera del país. No tuvo la misma suerte Vladimir Mayakovski, que estrenó en 1929 la obra de teatro La chinche, en la que un proletario, tras una hibernación de cincuenta años, es tratado como un parásito y exhibido en un zoo. El cerco estaliniano pudo con él y acabó suicidándose. Mayakovski, que había cantado la revolución en sus poemas, fue devorado por aquellos a los que cantaba. A Mijail Bulgakov, uno de los grandes narradores rusos del género fantástico, el régimen soviético le prohibió publicar en 1930. La razón es que en La guardia blanca (1925) hacía un retrato favorable de los rusos blancos sin citar a un solo héroe bolchevique. Su obra más ambiciosa, El maestro y Margarita, de 1929, no vio la luz hasta 1966.
Los soviéticos contaban con clásicos como Aelita, de Alexei Tolstoi, o Estrella roja, de Bogdanov; también podían leer a Alexander Beljaev, el Julio Verne ruso. Pero no fue hasta la desestalinización cuando el género de ciencia-ficción y fantasía comenzó a brillar. Ivan Efremov se convirtió en el autor de referencia, pero su obra La nebulosa de Andrómeda, de 1957, sólo pudo ver la luz tras el impacto del informe Jruschov, ya que hablaba sutilmente de un futuro no comunista. La dictadura soviética obligó al talento literario ruso a buscar rendijas para proyectar su fantasía y prospectiva. Hacía falta mucho valor, como escribió el francés Jacques Bergier en 1965, para escribir sobre un mañana sin comunismo en la URSS.
El gran momento de la ciencia-ficción soviética fueron los años sesenta. La URSS había tomado la delantera a EEUU en la carrera espacial con los Sputnik, Yuri Gagarin, Valentina Tereshkova y la perrita Laika, que se convirtieron para muchos en la demostración de la superioridad futura del comunismo sobre el capitalismo. Apareció mucha literatura de propaganda, y otra que era una inteligente crítica social e instrumento de evasión. Arkadi y Boris Strugatski eran de esos escritores que hacían requiebros para no molestar en exceso a la censura comunista y seguir viviendo.
Arkadi (1925-1991) era lingüística y veterano de la Segunda Guerra Mundial, y Boris (nacido en 1933) era astrónomo con tiempo libre. Su obra se caracteriza por el humanismo y la crítica de la burocracia, por la especulación de tipo sociológico-político y no tanto por la de orden tecnológico-cultural; sus personajes buscan la forma de escapar de las convenciones sociales o de futuros nada halagüeños a través de valores que no están en el Estado o en la comunidad, sino en el individuo. Tampoco es que fueran una versión doble de Aleksandr Solzhenitsyn, pero hacían lo posible para introducir sus pequeñas denuncias. Empezaron a publicar a finales de los años 50, con éxitos como El país de las nubes purpúreas (que ha servido de base a la denuncia de plagio contra Cameron por Avatar) y Qué difícil es ser Dios, de 1964, que confirmó su categoría literaria. La novela Picnic en el camino, de 1972, les lanzó a la fama mundial.
No siempre supieron sortear la censura. Si Ciudad maldita (1977) tuvo suerte a pesar de ser una velada denuncia del sistema burocrático soviético, Cuentos de la Troika, de 1978, fue bloqueada. En un encantador postfacio a El lunes empieza el sábado (1965), Boris Strugatski cuenta que la censura "no se metió mucho" con esta obra gracias al doble sentido y al humor absurdo.
Alexander Ivánovich, el protagonista de El lunes empieza el sábado, es un programador informático que se ve obligado a parar en un pueblo perdido, Solovets, en su viaje a Leningrado. Y lo que era una parada técnica se convierte en una estancia larga en una localidad donde la imaginación aplicada a la ciencia es tratada como magia –el parecido con la reciente serie televisiva norteamericana Eureka es sorprendente–.
El planteamiento de los Strugatski es un triunfo de la libertad, como dice Sofía Rhei en la interesante introducción. La pretensión de los autores era mostrar el contrate entre la rigidez impuesta a la vida social –las tiendas y cafeterías no tenían nombre, sino número– y a la vida pública –el miedo a la policía, la pesadez burocrática y la omnipresencia del Partido–, y la imaginación desbordante del ser humano. Es una novela de ideas, de personajes entrañables, de ciencia imposible y posible, donde el humor deja al descubierto lo ridículo del sistema soviético. Un eslogan en el comedor público rezaba: "¡Con valentía, camaradas! ¡Chasquead las mandíbulas!".
El título de El lunes empieza el sábado procede de la admiración que el círculo de lectores y escritores de los Strugatski profesaba a Hemingway. Los hermanos soviéticos se apropiaron de la confusión de una amiga al leer el título de una de las novelas del norteamericano. El significado que quisieron darle fue que los días grises se suceden unos a otros, y que sólo la imaginación y la ilusión pueden sacar al hombre de su rutina. Por eso los personajes trabajaban en un instituto que se ocupaba del estudio de la felicidad y el sentido de la vida humanas.
A pesar de que Domingo Santos publicó una antología en tres volúmenes titulada Lo mejor de la ciencia ficción soviética (1986), Miquel Barceló se quejaba en Ciencia ficción: guía de lectura (1990) de las pocas traducciones al español de las obras rusas de dicho género. Esta edición de El lunes empieza el sábado, con una estupenda traducción de Raquel Marqués García, es una buena ocasión para conocer cómo era la literatura prospectiva detrás del Telón de Acero.
ARKADI Y BORÍS STRUGATSKI: EL LUNES EMPIEZA EL SÁBADO. Nevsky Prospects (Madrid), 2011. 374 páginas.