Platón fue, en palabras de Michel Onfray, quien predicó "la inmortalidad del alma, el odio al cuerpo, la excelencia de la muerte, la aversión a los deseos, los placeres, las pasiones, la libido, la vida". Todo esto se incorporó al cristianismo a través de San Agustín, quien, según Onfray, en La Ciudad de Dios incidirá en "el mismo odio al mundo real", si bien "en nombre (…) de un Dios de amor y de misericordia".
Autores como Karl Popper han considerado a Platón el padre del totalitarismo moderno. Onfray, en Las sabidurías de la Antigüedad, se propone rescatar del olvido a algunos de los pensadores que quedaron sepultados por el peso de aquél. Si las preeminencias hubieran sido otras, quizá la historia hubiera sido muy distinta.
Los nombres rehabilitados por Onfray ofrecieron un corpus teórico mucho más sensato y realista que el de Platón y sus seguidores: el hedonismo, una filosofía que se niega a predicar la aversión a las pasiones, los deseos, el placer y los sentidos.
Esta "contrahistoria de la filosofía" da cuenta en un principio del pensamiento pre y post-socrático, de la mano de personalidades como Epicuro, Leucipo, Lucrecio, Demócrito, Filodemo de Gadara y Diógenes de Enoanda. Intentar agrupar este elenco bajo una misma filosofía viene a ser la tarea más compleja para Onfray, pero consigue superar la prueba subrayando que todos ellos "invitan al hombre (…) a liberarse de lo que le impide ser feliz, a trabajar sus deseos para enrarecerlos y hacerlos inofensivos, a liberarse de todos los apegos que dificultan hasta lo imposible un trabajo de purificación de uno mismo".
Demócrito, ese impresionante personaje que descubrió la existencia de los átomos y del vacío, dejó entrever que se podía explicar el mundo en términos racionales y dejar atrás la mitología y la adoración a los dioses propias de la época. Para el primer materialista de la historia, el alma y el cuerpo son lo mismo: materia. Si el cuerpo muere, el alma también.
Al no tener que preocuparse por el más allá, sino solamente por el más acá, el hombre puede ponerse en disposición de buscar la alegría. Para ello, no hay que dejarse llevar por la "animalidad desenfrenada", dice Onfray, sino aspirar al "modelado de uno mismo" y a la "construcción de la propia autonomía".
La grandeza que plantea como meta Demócrito supone, añade Onfray, "no dejarse dominar por las pasiones que desequilibran; no desear más de lo que se tiene, ni hundirse en el deseo imposible de satisfacer; acceder a las alegrías que ofrece la existencia en la medida en que aumenten la adhesión al propio ser; definir lo útil y perjudicial mediante la satisfacción y el malestar; esforzarse en expulsar de sí las penas rebeldes". Parece que el supuesto libertinaje hedonista no es más que un mito que la historia ha lanzado sobre unos individuos que predicaban la sobriedad y el autocontrol y entendían que el hombre tenía la posibilidad de alcanzar la ataraxia, la felicidad.
Merece la pena detenerse también en Antifón de Atenas y en su interesante visión de la psique humana. Este pensador advirtió que los conflictos interiores debilitan al hombre, cuyo cuerpo cae presa entonces de dolores, sufrimientos y enfermedades. Para evitarlo, hay que trabajar el alma y cuidarla tanto como se cuida el cuerpo. Es más, al parecer, Antifón practicó una suerte de psicoterapia basada en los sueños que podría ser un precedente de Freud. Pero el ateniense ha de ser asimismo recordado como defensor del derecho natural individualista, que sostiene que todo hombre tiene que reconocer a su semejante como tal.
A pesar del gran número de autores que Onfray hace desfilar en esta obra excelentemente escrita, sólo nos podemos detener en el hedonista más famoso de todos los tiempos, el célebre Epicuro. Tradicionalmente despreciado como un hombre voluptuoso y apegado a los placeres materiales, se trata de un gran desconocido. Y es que, ante todo, fue un individuo extremadamente frugal que, por otro lado, rompió moldes en su tiempo al dar clase a las mujeres y tratarlas en su academia de la misma forma que a los hombres, lo cual dio pie a que sus enemigos lo difamaran poniendo en circulación un sinfín de rumores.
Epicuro resumió su ideario en lo que se ha dado en llamar el tetrafármakon: "No hay nada que temer de los dioses, ni de la muerte", y "se puede soportar el dolor" y "lograr la felicidad".
Es de destacar el análisis de Epicuro sobre la muerte. Si, cuando morimos, dejamos de sentir, lo cual implica no padecer sufrimientos ni alegrías, entonces es absurdo temer a la muerte. Luego, en lugar de concentrarnos en lo que pasará cuando nos muramos, lo lógico sería que nos centrásemos en la vida, en la buena vida.
¿Qué es eso de predicar el dolor como forma de vida? ¿Es este mundo un valle de lágrimas? Para Epicuro, como para Onfray, la respuesta es contundente: bajo ningún concepto se puede abrazar el sufrimiento como llave para una vida de placeres. El yihadista que sacrifica su vida por Alá y por las huríes que se le ha prometido disfrutará en la otra vida está muy influido, aunque no lo sepa, por el odio al cuerpo que desató Platón.
Abogar por la liberación de tan pesada carga es el propósito de Onfray en este libro realmente delicioso, que aspira a celebrar la felicidad. Probablemente su excurso histórico no satisfaga a los eruditos de la filosofía, pero sí a cualquiera que busque una filosofía para vivir en este mundo y no en otro universo paralelo, como parece que sucede con ciertas religiones e idearios que predican imposibles normas, que frustran a quienes tratan de cumplirlas.