No han faltado los estudios dedicados a Fernando de los Ríos: ahí están los que le ha dedicado otro socialista, Virgilio Zapatero, el primero de los cuales data de 1974 y el último de 1999; la de Octavio Ruiz-Manjón, sin hacer olvidar estos trabajos anteriores, más centrados en la evolución ideológica del personaje, quedará como la biografía definitiva.
Ruiz-Manjón, estudioso del partido de Lerroux, del republicanismo, también de Ortega, conoce como pocos la historia de la Institución Libre de Enseñanza y la intrahistoria de las complicadas relaciones entre la vida intelectual y la política en las primeras décadas del siglo XX español. Con esta nueva obra culmina y hereda merecidamente el puesto que ocupó Vicente Cacho Viu. Se advierte aquí la misma intimidad que mostraba el maestro con algunos aspectos fundamentales de la historia de España, la misma pulcritud, el mismo respeto.
Curiosamente, y no por responsabilidad de Ruiz-Manjón, la figura sigue escapándosenos, o por lo menos ésa es la impresión que yo he sacado al final del libro. Es imposible una mayor exhaustividad en la exposición de la vida pública, y de la privada, de un personaje. Todo está relatado con soltura y elegancia. Ruiz-Manjón da cuenta de la familia de De los Ríos, de su juventud y de sus muy tempranos escarceos con los krausistas; de la fascinación que sobre él ejerció Giner de los Ríos (hasta el punto de que se modificó el apellido, que antes era Del Río); de cómo aceptó el papel que le había caído como representante ejemplar del institucionismo; de su interés por el socialismo, que le llevó a ingresar en el PSOE; de su carrera universitaria; de su célebre viaje a Rusia, del que volvió curado de cualquier tentación comunista, aunque no inmunizado del todo ante lo que el socialismo representa de peligro para la libertad; de su participación en las conspiraciones contra Primo de Rivera; de sus discrepancias con el PSOE en asuntos tan relevantes como la colaboración de este partido con el dictador, primero, o, más tarde, a partir del 34, la deriva bolchevique.
Su trayectoria como ministro de la República, en circunstancias dramáticas desde el principio, y completamente contradictorias con los ideales infinitamente armónicos de la Institución, está bien relatada, incluso con algunos testimonios, no precisamente caritativos, de ciertos conmilitones suyos, como Azaña. El texto se relaja, después del terrible drama de la Guerra Civil, en los años del exilio, cuando De los Ríos rompió con el PSOE... para volver luego al redil y terminar sus días como profesor en Nueva York.
Pues bien, de todo este minucioso y bien articulado relato se deducen algunas preguntas esenciales para comprender al personaje biografiado. ¿Cómo es posible que este hombre honrado, preocupado por la ética, no viera el fanatismo profundo, esencial, del socialismo español? ¿Y cómo, elogiando la tolerancia, la tradición de los disidentes y heterodoxos españoles, participó en una empresa tan radicalmente intolerante y antidemocrática como la Segunda República?
Tampoco se entiende bien, y Ruiz-Manjón lo apunta con acierto, qué le llevó del institucionismo krausista, con su culto sobreactuado a la austeridad y a no se sabe muy bien qué Dios impersonal, a un socialismo tan burdo como el español, para templar el cual De los Ríos, como Besteiro, bien poco pudo hacer. Es cierto que ambos se prestaron a salvarle la cara a aquel socialismo antisistema, bien triste papel, pero ¿de verdad quisieron ejercer una influencia moderadora? En el fondo, ¿qué creerían estos intelectuales que era el socialismo español? No son respuestas que el historiador pueda dar, porque entran en el terreno de las hipótesis. A veces se nota que el autor se retiene a su pesar, como cuando, con algún comentario tajante, enjuicia las almibaradas expresiones de su personaje.
Nosotros, simples lectores en este caso, podemos apuntar algunas propuestas. Por ejemplo, que el institucionismo krausista no elabora una ética. Que infunde en quienes participan de la secta una visión estética de la vida, como el culto a ciertas manifestaciones, muy escogidas, de lo popular, o la aversión al gusto burgués, siempre pésimo pero que no evita, ni qué decir tiene, los grandes pisos en el barrio de Salamanca. O que la naturaleza del panteísmo krausista no parece incompatible con formas muy primitivas de anticlericalismo.
A su vez, la primacía de la dimensión estética de la vida acaba inmunizando contra cualquier sensibilidad ante hechos que en buena lógica deberían provocar auténtica aversión. En el fondo, el problema parece ser que ese proyecto de manipulación sectaria que es la Institución Libre de Enseñanza anula la sensibilidad moral de aquellos a los que Azaña llamaría sus "secuaces". Así es como este "socialista de guante blanco", que prodiga manifestaciones de sensibilidad tan cursis como es tradicional en la Institución, llega a asumir, como ministro, auténticas barbaridades. Se da cuenta de lo que está haciendo, incluso llega a arrepentirse, pero no puede romper el hilo que le une a quienes lo cometen. Queda el problema de las responsabilidades, muy serio, en particular ahora, que se habla tanto de culpas retrospectivas...
No es fácil, como apunta Ruiz-Manjón, comprender el lazo –a mi entender esencial en la historia de la España reciente– que une a la Institución Libre de Enseñanza con el PSOE. Pocos personas son más diferentes que aquellos a los que llamaban los dos "abuelos", el catedrático don Francisco y el tipógrafo Pablo Iglesias. El caso es que un sectarismo reforzó a otro y las dos corrientes se alimentaron una a otra en al menos una de las bases de sus respectivos idearios, el antiliberalismo. De los Ríos, por ejemplo, alaba el liberalismo, pero para justificar el intervencionismo económico y la censura de prensa. ¿Les suena? Este libro, entre otras virtudes, ayuda a situar este asunto, lo que es un paso gigantesco para aclarar el misterio.
El único reparo a esta biografía –menor, pero digno de ser apuntado– es que Ruiz-Manjón no cita ni en el texto ni en la bibliografía algunos estudios que obviamente conoce acerca del personaje y la época que le ocupan. No aparece Pío Moa, por ejemplo, ni mis propios trabajos sobre Azaña y Giner de los Ríos. Lo que resulta comprensible en los muchos historiadores infantilizados a fuerza de fanatismo que pueblan la universidad española, y disculpable en el doctorando que habrá de enfrentarse a los Juliá o a los Álvarez Junco de turno a la hora de hacer carrera universitaria, resulta poco decoroso en un historiador veterano y serio como Octavio Ruiz-Manjón.
OCTAVIO RUIZ-MANJÓN: FERNANDO DE LOS RÍOS. UN INTELECTUAL EN EL PSOE. Síntesis (Madrid), 2007, 411 páginas.
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