Sea como fuere, las tres tendencias reconocían que el pueblo español era el protagonista del levantamiento, que de él dependía la victoria y que sólo a él se le podía reclamar un sacrificio. El papel de los españoles en aquel entonces, como escribió años después Martínez de la Rosa, liberal conservador y testigo de los acontecimientos, fue "el más a propósito para haber borrado las huellas de la fatal política seguida en tiempos anteriores".
Por encima de dinastías, reyes e instituciones, todos coincidieron en reconocer al pueblo español, a la nación, el protagonismo que cobró en la guerra. Este es el punto de arranque de Retratos de la Guerra de Independencia (1808-1814), volumen coordinado por José Luis Orella Martínez, profesor de Historia Contemporánea de la Universidad CEU San Pablo.
La obra se divide en tres partes claras. En la primera Orella, estableciendo los parámetros generales, entronca la Guerra de la Independencia con su visión de la nación española, una interpretación de raigambre menéndez-pelayista. En este sentido, Orella defiende que España es una síntesis de romanidad y cristianismo forjada en el año 589 y que se restaura con la Reconquista en toda su pluralidad de caracteres, constituyendo la "primera experiencia de dominio universal" (p. 11). Esto configuró el "orgullo nacional", sin el cual, escribe Orella, no es posible entender el levantamiento de 1808 ni el carácter de guerra total que tuvo el conflicto durante los seis años que duró.
El pueblo fue el protagonista del alzamiento de mayo y junio de 1808, señala Orella, y a pesar de la constitución de autoridades como la Junta Central o las Cortes de Cádiz, siguió siéndolo durante toda la contienda. Esto supuso que fuera el clero, dada su influencia sobre los elementos populares, el que construyera el "discurso ideológico". Orella concluye que fue la defensa de la religión lo que sostuvo la resistencia, a lo que se unió la lucha por Fernando VII como "esencia de la unidad nacional". De esta manera, la guerra "ayudó a crear una mentalidad nacional en la conciencia de la sociedad española, lo que la haría madurar para poder recibir las enseñanzas liberales de la época" (p. 17). La trascendencia de la Guerra de la Independencia estaría precisamente aquí; en que supuso un paso hacia la contemporaneidad marcado por la toma de conciencia nacional y el protagonismo del pueblo.
La segunda parte está dedicada al conflicto bélico, que aquí se encuentra dividido en sus etapas clásicas. La conquista de 1808 y la respuesta española son tratadas por Carlos G. Hernández. El periodo que cubre la derrota española desde la intervención de Napoleón, con la Grande Armée cruzando los Pirineos y tomando Madrid, hasta la batalla de Ocaña, en noviembre de 1809, es analizado por Jorge Martín Quintana. Jesús María Ruiz Vidondo aborda la cuestión de la guerrilla no haciendo el relato de cada uno de los grupos guerrilleros sino clasificándolos, lo que resulta un acierto. El autor distingue la partida, la cuadrilla, el somatén, la compañía honrada, la cruzada, el cuerpo franco, el corso terrestre y el cazador rural. Este especialista en historia militar termina narrando la evolución de la guerrilla y retratando a sus principales líderes. Orella, por su parte, explica las batallas de liberación teniendo en cuenta la participación decisiva del ejército inglés de Wellington, cuya jefatura levantó enormes protestas entre los oficiales españoles. El relato de la victoria pasa por Arapiles, Vitoria y la entrada en territorio galo, que marca el fin de la dominación francesa de España.
La tercera parte es muy singular. Xabier Lupiola Galdós, profesor de Grafología y psicólogo, estudia la personalidad de algunos de los personajes más relevantes del periodo a través de sus firmas. El estilo de las rúbricas, curiosamente, respondía a modas nacionales; por tanto, aquéllas reflejaban no sólo caracteres de la personalidad de sus autores, sino experiencias o preferencias políticas. Algunos de los retratos que elabora Lupiola coinciden con la imagen que se tenía de los personajes en cuestión. Así, el general Castaños aparece como un hombre sencillo, austero, orgulloso y enérgico, mientras que Fernando VII es descrito como egocéntrico, frío, cobarde y "poco amigo de los esfuerzos". En cambio, el Marqués de la Romana no encaja. Lupiola lo describe como una persona dialogante y sensible, características que chocan con su trayectoria política en 1809, cuando depuso por la fuerza a la Junta de Asturias, intentó un golpe de estado contra la Junta Central y, finalmente, quiso ser regente, tras una algarada en Sevilla. También choca que diga que José Bonaparte no era una persona ambiciosa, "ni ávida de acumular posesiones, ni confabuladora" (p. 156), pues gracias al poder de su hermano acumuló en un tiempo récord todo tipo de cargos que le proporcionaron pingües beneficios, adquirió propiedades a precio de saldo –esto, sin olvidar el galdosiano "equipaje del rey José"– y fue uno de los artífices del golpe del 18 Brumario. Quizá esta discrepancia entre el estudio grafológico y el historiográfico se deba a que, como Lupiola indica, su análisis es esclavo del momento de la "foto escritural".
Una obra, en suma, interesante y sintética, que aborda la Guerra de la Independencia desde una perspectiva poco frecuente.