En tiempos no muy lejanos –escribí en 1990 en La Vanguardia–, un autor de las dimensiones de William Kennedy hubiese encontrado ya su sitio, muy importante, en la lectura española. Pero ni el Premio Pulitzer, que obtuvo en 1984 por Tallo de hierro, ni la exhibición entre nosotros de la maravillosa versión cinematográfica de la misma novela, dirigida por Hector Babenko y antológicamente actuada por el dúo Nicholson-Streep –con fugaz aparición del propio Kennedy–, lograron ampliar decididamente el número de sus lectores.
Haber dicho eso, y algunas cosas más, sobre Reliquias muy queridas me valió la invitación de Beatriz de Moura, a la sazón su editora en Tusquets, a cenar en el Club Náutico de Barcelona con el propio Kennedy. Yo estaba escribiendo por entonces Frontera Sur, uno de cuyos protagonistas es un fantasma, y tenía mis dudas. En El libro de Quinn había unos cuantos, de modo que aproveché para preguntar a su autor por qué había decidido incorporarlos al relato como lo había hecho, con absoluta naturalidad, en pie de igualdad con los personajes, digamos, vivos –como si los fantasmas no lo estuvieran–. Me respondió exactamente lo que yo necesitaba oír pero no me había atrevido a expresar con claridad:
Yo hablo constantemente con los muertos.
Puesto que yo hago lo mismo, ahí se inició una relación nueva con él y con su obra, una relación de discípulo y maestro, que luego discurriría por la relectura de todos sus libros anteriores, ya en actitud de aprendiz. Y debo decir que es incalculable lo que debo a esa experiencia. Y si bien El libro de Quinn no es una obra menor, donde más me detuve fue en Tallo de hierro.
Vuelvo a aquel artículo en La Vanguardia. Después de señalar mi asombro por la escasa repercusión de la obra de Kennedy, que venía siendo publicado por Seix Barral desde 1984 –El camión de la tinta (1969), Legs Diamond (1975), La mayor jugada (1978) y Tallo de hierro– y Ediciones B desde 1989 –El libro de Quinn–, intenté una explicación. Decía que ello era debido en buena parte a los mecanismos de la publicidad, que obligan a dedicar tiempo y atención a autores de obras finalmente efímeras y reduce las oportunidades de los grandes, hasta el punto de que ni siquiera un avezado showman como Norman Mailer, que medio siglo atrás hubiese competido con Hemingway, contaba con un público tan amplio. Estos mecanismos, escribí entonces, volcados a la promoción de novedades, hacen, por otra parte, que Kennedy sea presentado como portentoso estilista, gran renovador y sujeto interesado en los aspectos mágicos de la realidad y en la existencia de los marginados, cosas sólo en cierto sentido verdaderas –y que se predican acerca de la mayoría de los autores–, pero sin decir nunca lo fundamental: que se está ante un clásico vivo, que en sólo veinte años y cinco novelas ha dado ya una obra clave para la comprensión de la vida, la historia y la literatura de los Estados Unidos.
[Permítanme mis pacientes lectores una digresión, pero no quiero dejar pasar la mención a Mailer y Kennedy sin apuntar lo que sigue: El parque los ciervos apareció en 1955. Hemingway se suicidó en 1961. Entre los libros que en 1994 aún estaban junto al escritorio en que trabajaba el autor de El viejo y el mar en su finca de San Francisco de Paula vi la primera edición de la novela de Mailer. Creo perfectamente posible que haya sido una de las últimas lecturas del cazador barbudo, y pensarlo me emociona].
Y ahora termino de contar lo que sucedió entonces. Beatriz de Moura se había propuesto recuperar toda la obra de Kennedy y publicar toda su producción nueva. El comienzo parecía auspicioso, pero temo que buena parte de aquella edición de Reliquias muy queridas haya perecido en el almacén, porque ahí se quedó todo el proyecto (si bien aún se puede comprar en Amazon). Lo único que supe de Kennedy en el tiempo que siguió fue que había dado alojamiento es su casa a Norberto Fuentes en los inicios de su exilio, y que allí escribió Dulces guerreros cubanos el antiguo hombre de confianza de Castro. El pasado mes de setiembre, Kennedy publicó Changó’s Beads and Two-Tone Shoes, una novela cubana. Nada de eso me sorprendió. Kennedy habla bastante español: está casado con una puertorriqueña. Kennedy sufrió la fascinación de Fidel Castro y, evidentemente, la superó, alejándose de la izquierda ingenua americana a la que perteneció. Buenas noticias. Pero ninguna originada en España.
Ahora, Luis Solano, el inteligente editor de Libros del Asteroide, que viene regalándonos desde hace unos años con verdaderas joyas de la literatura del siglo XX, ha tomado la gran decisión de reeditar Tallo de hierro. Probablemente alcance el éxito que en su día se le negó a quienes le precedieron, como ya ha ocurrido con otros títulos por él seleccionados, y Kennedy pase a ser parte de la cultura literaria española. Vayan a comprarlo y léanlo. Y si quieren conocer mejor al autor, vean la película. Y Cotton Club, de Coppola, una vez más, porque él es el guionista y tiene diálogos impagables.