En una escala menor a la de la marcha de Camps, se han sucedido la dimisión del tremendo Curbelo, la acusación del periodista Carnicero a Rubalcaba de haber forzado su destitución en la SER, el nombramiento de Eduardo Inda como jefe de una suerte de unidad antivicio, la enésima andanada de Juan Luis Cebrián contra Zapatero (¡lo que debió de pasar por la cabeza de Cebrián cuando Zapatero le dijo aquello de que él prefería jugar con las palabras a golpear con ellas!).
No parece un sedimento apropiado para hablar de Cuentas conmigo mismo, los diarios que el gran periodista italiano Indro Montanelli escribió, a salto de mata, entre 1957 y 1978.
Ya en el primer tramo de la obra, y pese al desprecio de Montanelli por la retórica (o, si quieren, su querencia por el lenguaje recto), tuve la impresión de que, a medida que avanzaba, las páginas se iban empinando. Ni siquiera las cuidadosas notas de Sergio Romano evitaban la tragedia que se cernía sobre mí con cada alusión al bestiario local: Paone, Prezzolini, Astaldi, Valiani, Altri... La onomástica de periodistas, políticos y editores de prensa me llegó a parecer tan tupida que, al toparme con Berlusconi, creí haber alcanzado la orilla, una cualquiera.
"Eso es precisamente lo mejor de esos diarios".
Quien se ha colado en el artículo, con su habitual agudeza, es mi amigo Oriol Trillas.
Ciertamente, y al hilo de su observación, achiné los ojos y las notas de Montanelli empezaron a parecerse a un insólito ojo mágico desde el que zambullirse en el Poder; así, con mayúscula inicial. En cierto modo, lo que tenía ante mí era un formidable pie de página (o garabato al margen) de las maquinaciones que animaron la vida política italiana en los años que recorre el diario. Uno de los principales maquinadores fue precisamente Montanelli, cuyos artículos obedecían a propósitos tan perspicaces como pintorescos (adular a un político para, de ese modo, despechar a un tercero, enviar un mensaje a algún grupúsculo democristiano a fin de precipitar la creación de una corriente crítica, reconducir la actitud de algún mandante). El hecho de que el público fuera la última de las instancias que Montanelli tenía en cuenta (y que, en cierto modo, concibiera el periodismo como un ejercicio estrictamente utilitario) no obsta para que fuera el periodista más popular de su tiempo, lo que, traducido a cifras, suponía un sinnúmero de followers.
Análogamente, de su concepción cuasi maquiavélica del periodismo no cabe derivar que Montanelli estuviera en venta. No en vano, el desdén por la verdad o las omisiones de carácter sectario le irritaban sobremanera, sobre todo por cuanto tienen de descalabro estético:
El periódico está inundado de cartas y le he rogado a Ottone que publique también las de protesta. Ha escrito también Cederna anunciando una réplica en L'Espresso (Ottone ha omitido el título del semanario, incurriendo en una mezquindad).
Las cartas a las que alude la cita llovieron a cuento de un artículo en que Montanelli despachaba las estupendísimas reacciones de la izquierda a la muerte de Giangiacomo Feltrinelli (de quien Montanelli no se pregunta cómo llegó a convertirse en terrorista, sino cómo pudo ser un editor de renombre). Sea como sea, a Montanelli no le incomodaba que las reacciones a sus artículos colapsaran la redacción del Corriere; antes al contrario, su labor periodística solía estar vinculada a una campaña que obedecía a una finalidad inaplazable, concretísima y perfectamente negociable (de nuevo, el valor puramente instrumental del oficio). En la primera de las épocas que abarcan los diarios, lo que mueve a Montanelli a ir al choque son las agónicas, recurrentes inundaciones que sufre Venecia, su Venecia. En cualquier caso, el colofón a sus querellas solía correr por cuenta del oficio:
Hemos mantenido los acuerdos, limitándonos a los hechos y absteniéndonos de comentarlos. De manera que el lector, pobrecillo, creerá estar juzgándolo con su propia cabeza sin darse cuenta de que la cabeza se la hemos confiscado nosotros. He aquí un ejemplo de eso que los imbéciles llaman "objetividad periodística".
Entre las cláusulas a que, supuestamente, obliga esa objetividad figura la distancia del periodismo respecto al poder. Montanelli la incumple con creces, puesto que vive empotrado en el poder mismo (a este respecto, sus impresiones aparecen mitigadas, o relativizadas, por su furibundo anticomunismo: a su juicio, el verdadero poder era el que representaban Moscú, y sus correlatos occidentales). Tanto es así que son precisamente sus consejos los que, frecuentemente, inspiran el tacticismo de republicanos, democristianos y aun socialistas. Un Sentís elevado a la enésima potencia, para que nos vayamos entendiendo.
Por descontado, para los prístinos docentes que recomiendan a los estudiantes de Periodismo que al poder ni mirarlo, Montanelli vendría a ser el antiperiodista. Por eso en las facultades españolas no explican a Montanelli. Como tampoco explican a Sentís, por cierto. Estando Maruja Torres, ande-va-usté-a-parar.
La pasión de Montanelli por la política le lleva a pisar tantas líneas rojas que, en numerosos pasajes de sus diarios, se jacta (ah, bendita sea su vanidad) de que sus conocidos le piden que funde un partido. Estaba a punto de escribir letanía para referirme a esos mismos ruegos. En realidad, no hay más letanía que la que ponen los muertos, esos conocidos a los que Montanelli, tras anunciar el deceso con un seco aldabonazo (ha muerto Maratea, ha muerto Buzzati, ha muerto Gentile, ha muerto Rizzoli...), vela en robustas necrologías. Es relativamente sencillo seguir el rastro: los cadáveres encabezan las entradas en que se hallan alojados, como corresponde a la jerarquía de la noticia.
Tal es su pericia en el género (y tanto el goce que experimenta cuando habla de sí), que no descarto la posibilidad de que tentara su propia necrológica, en lo que bien podría ser un requiebro de corte novelesco, semejante a los que sazonaron El cuaderno gris. El 2 de junio de 1977 dos pistoleros de las Brigadas Rojas le dispararon a las piernas. Unas páginas antes, y luego de que le diagnosticaran una dolencia sin importancia en una extremidad, escribe: "Tendría gracia que la muerte me llegara por las piernas" (Montanelli las tenía por su flanco menos vulnerable a la enfermedad).
El libro se consume como la pólvora, en una suerte de descenso a tumba abierta que recrea mil y un tejemanejes por el buen gobierno del mundo, y que tanto recuerda a la prodigiosa media hora final de El Padrino III.
La mafia, por último. No hay una sola alusión a la mafia en unos diarios que atraviesan el tuétano de Italia, y entre cuyos protagonistas figura el mismísimo Andreotti. Es probable que Montanelli también despreciara las redundancias.
INDRO MONTANELLI: CUENTAS CONMIGO MISMO. DIARIOS (1957-1978). La Esfera (Madrid), 296 páginas.