
El orden espontáneo, dice Hayek en uno de los artículos reunidos en Estudios de filosofía, política y economía (una antología de textos escritos por aquél entre 1944 y 1067), posibilita la utilización del conocimiento y las capacidades de todos los miembros de la sociedad "en una medida muy superior a la que sería posible en cualquier orden creado por la autoridad central". El orden espontáneo, o catalaxia, se fundamenta en unas reglas universales de conducta que protegen la esfera privada de los individuos, y, al no orientarse a fin particular alguno, deja a cada persona que persiga libremente sus propios fines y que utilice sus conocimientos como desee.
La mejor metáfora que se ha empleado para explicar este proceso es la de la mano invisible, que debemos a Adam Smith. En este punto, conviene que recordemos una de las más célebres frases del pensador escocés: "No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero lo que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios, sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas". Por su parte, Hayek confesaba que su sociedad predilecta era la que surgió del descubrimiento de que los hombres pueden vivir juntos en paz, y beneficiándose unos a otros, "sin tener que ponerse de acuerdo sobre los fines específicos que individualmente persiguen".
Los Estados, y los intelectuales que lo idolatran, abominan, por razones obvias, de los órdenes espontáneos. Así que hacen lo imposible por cortocircuitarlos. A su favor juega el hecho de que los órdenes espontáneos son tan reales como poco evidentes, o directamente contraintuivos, lo que dificulta en grado sumo su descripción o la explicación de su funcionamiento.

Al final, se trata de la sempiterna prepotencia de quienes piensan que la gente es idiota. Ellos, claro, no lo son. Son inmunes al virus de la idiocia. Son los ungidos, y están aquí para librarnos de todos los males. Lo saben todo.
¿Seguro? ¿Acaso saben cuál es el papel del consumidor en el mercado? Según el maestro de Hayek, Ludwig von Mises, los consumidores son una especie de soberanos: son ellos los que deciden qué líneas de producción van a prosperar y cuáles van a dejar de funcionar. Los vendedores utilizan la publicidad para presentar sus productos y hacerlos parecer más atractivos que los de la competencia, pero es el consumidor quien decide, quien emite el veredicto final, quien premia y castiga.

No se trata sólo de la publicidad. Los iluminados quieren comandar, detentar el poder, ser los filósofos-reyes. Por eso abominan de las sociedades libres y abiertas y de las instituciones que las sostienen. Así, no es de extrañar que, en un libro publicado por la editorial Akal y titulado Educación para la Ciudadanía –y del que me ocuparé en el próximo número de La Ilustración Liberal–, sus ungidos autores digan que el derecho funciona como "un instrumento de los poderosos para ser aún más poderosos, un instrumento de los ricos para ser aún más ricos y un instrumento (…) para extirpar cualquier brote de rebeldía o de resistencia por parte de la ciudadanía".
Hayek se encontraba en los antípodas de estos enemigos de la libertad. Y es que era liberal. Y lo que defiende el liberalismo es que los individuos persigan sus objetivos en libertad, sin que nadie se les interponga en el camino ni les dicte lo que han de hacer. Por lo demás, la convivencia tranquila que fomentan las sociedades libres se traduce en un mayor bienestar general.
Probablemente ha sido Hayek el liberal que ha penetrado en más campos del conocimiento, y el que más reconocimiento ha obtenido de los principales pensadores de nuestro tiempo. Vernon Smith dijo de él que fue el principal economista del siglo XX. Popper, por su parte, afirmó haber aprendido de su compatriota más que de ninguna otra persona. En cuanto a Friedman, reconoció la "gran deuda" que contrajo con nuestro hombre: "[Sus exposiciones] han expandido y profundizado mi entendimiento de lo que es y precisa la sociedad libre".
La influencia de Hayek permea la economía, el pensamiento político y la filosofía, como prueba el libro que comentamos. En cada una de estas materias dio muestras de genialidad. De ahí que sus trabajos sigan hablando por sí mismos, incluso sin necesidad de publicidad, contrariamente a lo que pensaría cualquier epígono de Galbraith...