Coincide este boom de los comentarios de tertulia sobre facebooks, linkedlines y tuenties con la caída en mis manos del libro que hoy quiero comentarles, editado de momento sólo en inglés pero que a buen seguro vendrá a nuestras librerías pronto. Más aún si continúa alta la marea de las redes sociales. Las tesis del doctor Gary Small y su editora y esposa Gigi Vorgan resultarían oportunísimas para llenar de argumentos el debate sobre la influencia de internet en el comportamiento de nuestros hijos si no fueran terriblemente tecnófobas.
En resumen, los autores proponen que el cerebro humano ha evolucionado a lo largo de la historia a la par que los utensilios que utilizamos. Las herramientas pueden haber sido uno de los cinceles con los que se ha esculpido nuestra inteligencia. Los primeros modelos de hacha, los artefactos más complejos, las máquinas, los instrumentos de labranza o caza activaron resortes neuronales específicos que facilitaron que nuestra materia gris caminara por un camino harto distinto al de otras especies cercanas.
Hasta aquí, ninguna pega. El problema surge cuando Small y Vorgan aplican este modelo evolutivo a las nuevas tecnologías digitales. Internet, los teléfonos móviles, la televisión interactiva, dicen, han provocado un sesgo en el mecanismo tradicional de evolución. "A medida que el cerebro evoluciona y adquiere habilidades para desenvolverse en el mundo digital, se va separando de otras habilidades sociales fundamentales, como por ejemplo el reconocimiento del lenguaje no verbal del prójimo". Para demostrarlo, mencionan estudios de la Universidad de Stanford según los cuales, por cada hora que pasamos delante de una pantalla, quitamos media al contacto cara a cara con otras personas. Según esa idea, las nuevas tecnologías no sólo estarían redefiniendo cómo nos comunicamos, sino que también pueden ser culpables de que cambiemos nuestro modo de influir, interpretar, acercarnos, sentir o sufrir junto con los demás.
En este panorama, los autores advierten de que las mentes más jóvenes (las de los nativos digitales) están más expuestas a esta intervención en la evolución de los cerebros. Como consecuencia de esta exposición, estaríamos siendo testigos de un salto generacional más profundo que ninguno anterior: un gap mental que separaría de manera quizás irreconciliable los valores, los gustos, las necesidades y las soluciones de padres e hijos.
El libro hace un completo recorrido por todas las manifestaciones de este fenómeno socio-tecnológico, desde la adicción a los videojuegos hasta los peligros de la automedicación online o el abuso de confianza en las redes sociales. Es decir, el catálogo de amenazas que haría las delicias de un luddita del siglo XXI.
Si usted es de los que piensan que las nuevas tecnologías son las culpables de casi todos los males que aquejan a la juventud, este libro le llenará de razones. Si, por el contrario, opina que muchas de las cosas que les pasan hoy a nuestros hijos son culpa de los padres, primero, y de los educadores, después, y que tal y como está el sistema educativo vamos a seguir teniendo enanos violentos en las aulas, ya usen Tuenti o se comuniquen por morse, entonces estas páginas le sacarán de quicio. Por ejemplo, cuando lea párrafos como éste:
En la actualidad, los jóvenes de entre 15 y 30 años no saben nada del mundo si no es a través de su ordenador, los canales de televisión de 24 horas, internet y el teléfono móvil. Muchos jamás entrarán en una biblioteca ni sabrán utilizar un diccionario.
Dejando aparte la tendencia a demonizar a los que vienen detrás –tan propia del Homo sapiens desde que huyó de la sabana–, ignoro qué aparato estadístico utilizan Small y Vorgan para poner negro sobre blanco aseveraciones como ésa. Yo, al menos, le recomiendo, querido lector, que las contraponga con los datos recogidos por la revista The Economist en su especial Intelligent Life. Según este análisis, en la mayoría de los países ricos la vieja distinción entre cultura popular y cultura elitista se está difuminando. Los museos, los auditorios, los teatros, la ópera reciben miles de nuevos visitantes pertenecientes a una generación que quizás haya tenido el primer contacto con la cultura clásica a través de Facebook pero que ha llegado a ella para quedarse.
Veamos algunos datos: en la temporada 1999-2000 los grandes museos británicos recibieron 24 millones de visitantes. Pues bien, el año pasado la cifra fue de 40 millones. En el año 2006 el Metropolitan de Nueva York inició una campaña de proyección de ópera en directo en salas de cine. Cerró la primera temporada con 325.000 espectadores. El año pasado fueron 850.000. En verano de 2008 una cadena de librerías británica pidió a los novelistas Sebastian Faulks y Phillip Pullman que eligieran una serie de títulos literariamente exigentes y no muy populares para situar en lugares visibles de los escaparates. La lista incluyó obras de Pessoa, Kipling, Queneau… Todos ellos aumentaron sus ventas en más de un 1.000 por 100. ¿Existe realmente demanda de cultura? Si alguien la ofrece, ¿termina comprándose?
El libro del matrimonio Small descuida en todo momento el análisis profundo de una realidad cultural compleja y cambiante. Puede que no estemos ante la generación más brillante de la historia de la humanidad (la nuestra tampoco lo fue), pero seguro que no estamos ante una banda de cafres echados a perder por la adicción a los chats.
PS: Si no he llegado a tiempo con mi recomendación y usted ya ha leído esta obra, le puedo al menos recomendar un antídoto: Everything bad is good for you, de Steven Johnson. Editorial Riverhead. ISBN: 1573223077. Una provocadora defensa de las nuevas tecnologías como motor de difusión del conocimiento y de la cultura popular como fuente de inteligencia. Pero de éste, si me lo permiten, hablaremos otro día.
GARY SMALL Y GIGI VORGAN: IBRAIN. SURVIVING THE TECHNOLOGICAL ALTERATION OF THE MODERN MIND. Harper Collins, 2008, 256 páginas.