
El mecanismo de la buena sociedad de Pettit es muy simple: para evitar ser dominados, los individuos se integran en colectivos –territoriales, de clase o gremio, religiosos, ideológicos, de género...– que se controlan entre sí y, a su vez, son moderados por el poder institucional o político. La resistencia se ejerce frente a la tentación de dominio por parte de otros particulares y frente a la tendencia de los Gobiernos a dominar.
En la sociedad ingeniada por Pettit, todos los intereses colectivos valen lo mismo, y el Estado ejerce un papel moderador. En este sistema los individuos son irrelevantes, a menos que se adscriban a grupos de interés, que no tienen por qué ser exclusivos. Un individuo, en la sociedad republicana del pensador de cabecera de Rodríguez Zapatero, puede pertenecer a varios lobbies o colectivos de presión. Lo que no puede, bajo ningún concepto, es ejercer sus derechos y responder de sus obligaciones cívicas como un individuo. En calidad de tal, será un sujeto prácticamente inexistente para el Estado. El propio Zapatero ha hecho suya esta concepción colectivista al explicar el sentido de la Educación para la Ciudadanía impuesta en el programa de Secundaria: se trata, dijo el pasado 26 de enero, de "despertar la conciencia de la identidad colectiva".
Las ideas de Pettit que tanto han influido en Zapatero se recogieron, originariamente, en el célebre Republicanism: A Theory of Freedom and Goverment (Oxford University Press, 1997). Después, el profesor irlandés no ha dejado de dar vueltas al molinillo de un sistema que toma recortes de aquí y de allá: de la constitución republicana de Roma se queda con la colegialidad de las magistraturas, con la idea de la intercessio –la facultad de veto que un magistrado tenía frente a las decisiones de un colega– y con el derecho de los ciudadanos a apelar –provocatio ad populum– las decisiones jurisdiccionales ante las asambleas populares –comitia tributa y concilia plebis tributa–. También resuena en el republicanismo cívico de Pettit la musiquilla de la doctrina de la división de poderes, pero no al modo en que la entendieron los liberales clásicos –Montesquieu, Locke, Mill...–, es decir, como dispersión de la soberanía, sino en su versión revolucionaria de imperatividad de la voluntad popular, tal y como la concibió Rousseau.

Examen a Zapatero incluye no sólo el dictamen de Pettit, que ya se conocía desde el pasado mes de junio, cuando él mismo lo presentó en sociedad, sino su réplica a las críticas que su análisis de la sociedad española recibió por parte del director de El Mundo, el periodista Pedro J. Ramírez. Parece que al gurú de Zapatero no le gusta que le contradigan. Si no lo dice, revienta. Por último, completa esta edición una entrevista-homenaje del maestro a su discípulo inédita hasta ahora.
La conclusión del libro chico de Pettit es sencilla: todas las decisiones de Zapatero son conformes a la ideología del republicanismo cívico, porque suponen una aplicación del principio de que todos los colectivos, todas las ideas y todas las identidades de grupo tienen el mismo valor y contribuyen, mediante un sutil engranaje de conflicto y control entre ellos, a evitar la dominación de unos sobre otros. El papel del Estado, que para Pettit se identifica con el poder de las mayorías parlamentarias, es el de moderar esos intereses y tomar la decisión última, que siempre será la correcta por el simple hecho de estar respaldada por la mayoría.
Ciertamente, visto así, el mandato de Zapatero es un ensayo fiel del recetario del brujo Pettit. Lástima que ambos, maestro y aprendiz, hayan ido a elegir una de las naciones más antiguas de Occidente para hacer experimentos.