Tuve la fortuna de conocer a James Ellroy cuando visitó España para presentar el segundo tomo de la trilogía iniciada con América y continuada con Seis de los grandes, allá por 2003. Veo su foto ahora, ochocientas páginas y un divorcio más allá: le han pasado muuuchos años por encima, ha adelgazado escandalosamente, tiene todo el pelo blanco, impresiona bastante, se ve cuánta sangre hay en esta tinta.
Y es que no hay manera de escribir algo así sin dejarse la piel. Cuando yo era joven, oía hablar de las obras de madurez como las mejores de un autor y no entendía por qué; por qué alguien escribía mejor cuando ya no estaba en su plenitud en otros órdenes: tonterías, déficits míos en la estimación de la libido, que cuando no circula en un sentido lo hace en otros. Hay tipos que emplean todo lo que les queda en seducir o comprarse una mujer mucho más joven, y otros que se dan cuenta de lo que son capaces de hacer si no lo dilapidan. Las dos cosas acercan rápidamente a la muerte, son devoradoras, definitivas; pero uno ha aprendido que la muchacha joooven acaba pareciéndose a cualquier otra mujer, como dice Jeremy Irons al final de Herida (la mejor película de Louis Malle, 1992), y que la tragedia amorosa deja mucho menos que la tragedia histórica, mucho menos que la tragedia de la composición de una obra definitiva.
¿Qué es una obra definitiva? Aquella sin la cual es imposible comprender por entero una época. Estudie usted a todos los historiadores franceses y a todos los biógrafos de Bonaparte: será inútil si no lee Guerra y paz o La cartuja de Parma, que comienza exactamente después de Waterloo, o si no escucha con atención la Heroica. Mi muy querido, y a veces muy torpe, Norman Mailer lo consiguió en las mil doscientas páginas de El fantasma de Harlot; el resto de su obra, incluso la enorme Los hombres duros no bailan, es comparativamente menor, y tal vez por eso Mailer escribió libros inútiles para ganar el sustento de sus ocho ex esposas.
Los Estados Unidos entre la depresión y Nixon, la CIA, el FBI con el viejo sarasa de J. Edgar Hoover (el término es de Ellroy), el movimiento revolucionario negro y su conversión en una serie de organizaciones delictivas, la irrupción del islam entre ellos, los grandes muertos –los dos Kennedy, Luther King–, la podredumbre mafiosa y/o sindical, y los muuuchos muertos secretos: todo eso está en Ellroy, en la trilogía. El curso completo de historia americana, X incluida, está ahí, en Harlot, en los tres Padrinos de Coppola, en la Pastoral americana de Roth, en Érase una vez en América de Sergio Leone. Ésa es la Historia de verdad.
Y, como en todos los demás casos, una vez terminada la lectura o el visionado hay que volver a empezar. Rever en una tarde las cuatro horas del film de Leone, las tres partes de El Padrino de una sola tirada, y releer las mil doscientas de Harlot, y también toda la Trilogía americana de Ellroy: entre dos mil quinientas y tres mil. Admirar su estructura catedralicia, percibir cómo todas y cada una de las frases está directamente ligada con todas y cada una de las demás, de principio a fin: 1958-1972, día a día, del lado del mal, de la mentira, de la propaganda, del alma de los buenos y de los malos. Eso es un clásico: un tipo que sabe que esa escritura, que es una vez más La Escritura, puede acabar con él; tanto si lo consigue como si fracasa.
La escritura es la vida, dice el título de Jorge Semprún, y es cierto: todo está en ella y ella descubre el orden de las cosas, su encadenamiento, sus claves: ilumina y recuerda. Pero la escritura también es la muerte, en la medida en que es la preparación del legado: el testimonio, el mapa del más acá, los viejos paisajes que los demás tienden a olvidar.
Cito para que el lector le tome el gusto.
Y es que no hay manera de escribir algo así sin dejarse la piel. Cuando yo era joven, oía hablar de las obras de madurez como las mejores de un autor y no entendía por qué; por qué alguien escribía mejor cuando ya no estaba en su plenitud en otros órdenes: tonterías, déficits míos en la estimación de la libido, que cuando no circula en un sentido lo hace en otros. Hay tipos que emplean todo lo que les queda en seducir o comprarse una mujer mucho más joven, y otros que se dan cuenta de lo que son capaces de hacer si no lo dilapidan. Las dos cosas acercan rápidamente a la muerte, son devoradoras, definitivas; pero uno ha aprendido que la muchacha joooven acaba pareciéndose a cualquier otra mujer, como dice Jeremy Irons al final de Herida (la mejor película de Louis Malle, 1992), y que la tragedia amorosa deja mucho menos que la tragedia histórica, mucho menos que la tragedia de la composición de una obra definitiva.
¿Qué es una obra definitiva? Aquella sin la cual es imposible comprender por entero una época. Estudie usted a todos los historiadores franceses y a todos los biógrafos de Bonaparte: será inútil si no lee Guerra y paz o La cartuja de Parma, que comienza exactamente después de Waterloo, o si no escucha con atención la Heroica. Mi muy querido, y a veces muy torpe, Norman Mailer lo consiguió en las mil doscientas páginas de El fantasma de Harlot; el resto de su obra, incluso la enorme Los hombres duros no bailan, es comparativamente menor, y tal vez por eso Mailer escribió libros inútiles para ganar el sustento de sus ocho ex esposas.
Los Estados Unidos entre la depresión y Nixon, la CIA, el FBI con el viejo sarasa de J. Edgar Hoover (el término es de Ellroy), el movimiento revolucionario negro y su conversión en una serie de organizaciones delictivas, la irrupción del islam entre ellos, los grandes muertos –los dos Kennedy, Luther King–, la podredumbre mafiosa y/o sindical, y los muuuchos muertos secretos: todo eso está en Ellroy, en la trilogía. El curso completo de historia americana, X incluida, está ahí, en Harlot, en los tres Padrinos de Coppola, en la Pastoral americana de Roth, en Érase una vez en América de Sergio Leone. Ésa es la Historia de verdad.
Y, como en todos los demás casos, una vez terminada la lectura o el visionado hay que volver a empezar. Rever en una tarde las cuatro horas del film de Leone, las tres partes de El Padrino de una sola tirada, y releer las mil doscientas de Harlot, y también toda la Trilogía americana de Ellroy: entre dos mil quinientas y tres mil. Admirar su estructura catedralicia, percibir cómo todas y cada una de las frases está directamente ligada con todas y cada una de las demás, de principio a fin: 1958-1972, día a día, del lado del mal, de la mentira, de la propaganda, del alma de los buenos y de los malos. Eso es un clásico: un tipo que sabe que esa escritura, que es una vez más La Escritura, puede acabar con él; tanto si lo consigue como si fracasa.
La escritura es la vida, dice el título de Jorge Semprún, y es cierto: todo está en ella y ella descubre el orden de las cosas, su encadenamiento, sus claves: ilumina y recuerda. Pero la escritura también es la muerte, en la medida en que es la preparación del legado: el testimonio, el mapa del más acá, los viejos paisajes que los demás tienden a olvidar.
Cito para que el lector le tome el gusto.
Pasó delante del cuartel general de los Panteras. El mural del exterior era inmenso. Dos gatos negros destripando un ensangrentado cerdo rosa. El cerdo llevaba una placa que ponía OPRESOR FASCISTA. Como telón de fondo, la Última Cena. Huey Newton hacía de Jesús. Eldridge Cleaver y Bobby Seale de discípulos principales. Los otros discípulos llevaban camisetas de "libertad para Huey".
El cuartel general de los Esclavos Unidos estaba cerca. Los guardias de la puerta llevaban gafas de sol y boinas negras. Flanqueaban un altavoz colocado en la acera. De él salía un guirigay a ritmo de bongos. Dwight distinguió "rocía al insecto blanco con insecticida".
Basta. Dwight se dirigió hacia el oeste. La Alianza de la Tribu Negra tenía un local en la Cuarenta y Tres con Vernon. En la puerta había pintados puños negros, pistolas y cerdos blancos policías con la picha pequeña. El Frente de Liberación Mau Mau, cuatro manzanas más al sur. Arte mural caníbal: polis blancos que gritaban metidos en ollas mientras unos tipos negros los sazonaban y removían.
Basta. Era una mezcla de maoísmo y Tío Tom.
Dos mil quinientas o tres mil páginas: un texto desproporcionado como lo eran los tiempos.
No recomiendo Sangre vagabunda. Se puede leer prescindiendo de América y Seis de los grandes, pero sería una ganancia parcial. Claro que vale por sí misma, pero vale más el conjunto. Y al publicar la tercera, Ediciones B reedita las anteriores.
Esa escritura casi hablada es liberadora: devorarla hace más libre, el escritor que la prueba queda contaminado para siempre. El europeo que la lee comprende la insignificancia de sus burócratas: en América está el mal entero, pero también todo el bien posible: la conspiración y la redención perpetuas. Hace mucho que no somos capaces de escribir novelas así. Esa enormidad parece haberse acabado con los grandes rusos, con Kundera. ¿O acaso hay alguien escribiendo un inmenso libro acerca de todo lo que llevó al 11-M?
JAMES ELLROY: SANGRE VAGABUNDA. Ediciones B (Barcelona), 2010, 944 páginas. Traducción de M. GUGUÍ y H. SABATÉ.
vazquezrial@gmail.com
www.vazquezrial.com
No recomiendo Sangre vagabunda. Se puede leer prescindiendo de América y Seis de los grandes, pero sería una ganancia parcial. Claro que vale por sí misma, pero vale más el conjunto. Y al publicar la tercera, Ediciones B reedita las anteriores.
Esa escritura casi hablada es liberadora: devorarla hace más libre, el escritor que la prueba queda contaminado para siempre. El europeo que la lee comprende la insignificancia de sus burócratas: en América está el mal entero, pero también todo el bien posible: la conspiración y la redención perpetuas. Hace mucho que no somos capaces de escribir novelas así. Esa enormidad parece haberse acabado con los grandes rusos, con Kundera. ¿O acaso hay alguien escribiendo un inmenso libro acerca de todo lo que llevó al 11-M?
JAMES ELLROY: SANGRE VAGABUNDA. Ediciones B (Barcelona), 2010, 944 páginas. Traducción de M. GUGUÍ y H. SABATÉ.
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