Hay libros que me gustan y que no reseño porque soy consciente de lo subjetivo de algunos criterios. A decir verdad, procuro reseñar únicamente los libros que quiero para mi biblioteca, los que considero imprescindibles y sobre los que habrá que volver una y otra vez porque realmente contribuyen a entender la realidad, a incrementar el saber objetivo sobre una época. Es el caso de Juicio a Franco, de José Javier Esparza.
La objetividad, lo sabemos, es algo difícil de practicar cuando se escribe. Los jueces están relativamente a salvo de tan penoso deber, porque su papel no es hacer justicia, sino aplicar la ley. Pero los escritores, y más cuando tienen posiciones políticas definidas, como hombres de su tiempo que son, deben hacer un esfuerzo casi sobrehumano para lograrla. Esparza ya ha dado pruebas de saber y poder hacerlo con su libro sobre Santiago Carrillo, que reseñé en estas mismas páginas. Es el libro más duro que conozco de cuantos se han escrito sobre el dirigente comunista, y no le ha hecho falta al autor ponerse a dar gritos de indignación, cosa habitual en la historiografía española, para dibujar al personaje; le bastó con exponer hechos.
Eso mismo ocurre con Juicio a Franco. No hay un solo desborde, ni en favor ni en contra. Pero en este caso era mucho más problemático, porque antes de poner en juego la objetividad indiscutible del texto hay que desarmar al lector. Hay que explicarle –y Esparza lo hace con brillantez y convicción– que no está ante un libro de política, sino ante un libro de historia: una obra que trata del pasado. Y que en ese pasado hubo un hombre real, de carne y hueso, llamado Francisco Franco, que poco o nada tenía que ver con el mito promovido por las izquierdas españolas, desde su propia memoria histórica, que está en funciones desde 1936, aunque sólo el muy ignorante presidente Rodríguez Zapatero se atrevió a convertir el hábito de los suyos en ley para todos.
Por eso dice Esparza en el primer capítulo de su libro, no en vano titulado "Poner a Franco en su sitio", que propone un "ejercicio" al lector, el de situar a Franco donde ya se encuentra desde hace al menos treinta y cinco años: en la historia de España. Lo más curioso del mito, de la condición ahistórica atribuida a Franco y al franquismo, es que no fue generado por Franco ni por los franquistas, que en general no sólo se avinieron a la transición, sino que dieron lugar al cambio político desde las últimas Cortes del régimen: el mito es una creación de las izquierdas, las mismas que se sirven hoy de él como arma arrojadiza contra una derecha española realmente existente que nada tiene de franquista. Unas izquierdas cuyos dirigentes son en una estimable proporción descendientes de los que ellos mismos denominan "jerarcas" del franquismo.
La clave de esta situación, a la hora de entender los hechos como pasado y, por tanto, tratarlos como lo que son, está en que la memoria y la historia, como bien explica Esparza, son cosas de muy diferente condición. Yo mismo me ocupé del problema cuando se dictó la dichosa ley de memoria histórica, un puro oxímoron, si bien se mira: o es memoria o es historia. La memoria es individual, subjetiva, y está llena de olvido. La historia es el resultado de una tarea minuciosa de reconstrucción de acontecimientos que deben ser incluidos en un relato coherente, y no debe dejar resquicio –al menos debe intentarlo– al olvido. Pero como para las izquierdas españolas la historia es sólo una rama del agit-prop, prefieren tratarla como si fuese simple memoria, la de ellos, que necesita, para funcionar, de un enemigo diabólico y atemporal: Franco es ideal para ello, y a él le adhieren todas las etiquetas que hagan falta: fascismo la más notoria. Esparza explica claramente por qué el franquismo no fue un fascismo, extendiendo y profundizando con gran inteligencia los estudios de Stanley Payne y predecesores (Nolte, Gentile, Linz). Y a partir de ahí desgrana la serie de cosas que fue y que no fue el franquismo a lo largo de sus 36 años en el poder (los que contabilizan cuarenta se suman a la larga lista de errores que rodean el asunto: Franco no tuvo el poder sino a partir del 1 de abril de 1939, aunque él mismo contabilizara ya 1936 como Año Triunfal; es decir, suman los tres años de la guerra al franquismo, como si la República hubiese sido derrotada el 18 de julio de 1936).
Es bueno explicar que el franquismo no fue un fascismo, que ni siquiera aludir a la existencia sucesiva de varios franquismos al hablar de un régimen que fue falangista, nacionalcatólico, opusdeísta, desarrollista, etc., sirve de nada, porque cada etapa reveló a un Franco proteico, adaptable y pragmático, que llevó a España de una situación de desastre a otra de prosperidad y crecimiento industrial considerable.
Yo creo que Juicio a Franco precede –y si no es así merecería serlo– a la gran biografía canónica del Caudillo en esta generación de escritores, algo que ya va haciendo falta para poder considerar sólo material documental la mayoría de las que se publican, que lo pintan como un monstruo sanguinario o como un héroe con todas las virtudes. En general, no era ninguna de las dos cosas: era un hombre al que las circunstancias llevaron a ser providencial en la España de la posguerra civil, que probablemente no hubiese soportado una participación en la Segunda Guerra Mundial, más allá de la simbólica División Azul.
Compren, lean, subrayen (y vuelvan sobre los subrayados de tanto en tanto) el Juicio a Franco de José Javier Esparza. Es una fuente de saber, pero también una terapia política.
JOSÉ JAVIER ESPARZA: JUICIO A FRANCO. Libros Libres (Madrid), 2011, 165 páginas.