Es la edición de Fondo de Cultura Económica de 1961, la misma que leí en mi adolescencia tardía, y que recuerdo haber comprado al señor Poblet, librero madrileño de pro, en la Librería Clásica y Moderna de Buenos Aires, que mantiene las puertas abiertas, ahora como café-librería, a cargo de su hija Natu. Lo cuento así porque es evidente que uno no recuerda dónde ha comprado todo lo que ha comprado, a menos que se trate de algo especialmente importante, como es el caso de esta obra, que en su día fue una revelación. Hoy ha sido superada en algunos aspectos, esencialmente informativos, y algunas de las palabras en él empleadas han sido archivadas por la corrección política –raza, por ejemplo–. Pero, tratándose de un texto de 1936, revisado en 1941, mantiene una limpieza moral de la que carecen la mayoría de los libros de ciencias del hombre editados posteriormente.
Se me objetará que el término raza fue archivado como consecuencia de los hechos del nazismo: la antropología tampoco puede ser la misma después de Auschwitz. Pero resulta que Linton, que terminó su obra antes de la Shoá, que llevaba años trabajando en ella cuando Hitler tomó el poder, poco tiene que ver con los modos en que la ciencia de su época trataba la cuestión. En 1936, hablaba de raza sin caer en ningún momento en nada que se pareciera a la comparación superior-inferior ni mencionar siquiera el eugenismo, absolutamente de moda en ese tiempo.
Hace un tiempo, cuando Áltera publicó el libro de Víctor Farías sobre Salvador Allende, sus discursos como ministro de Sanidad del gobierno del Frente Popular de Aguirre Cerda en Chile y su tesis doctoral, en los que hablaba de la mejora racial de la población chilena mediante el control de la inmigración, evitando judíos y otras especies, se olvidó que Allende no hacía más que expresar lo que era puro Zeitgeist, lo que estaba en el espíritu general de su época.
La eugenesia tiene una historia tan espantosa y tan vergonzosa, dice Michael Crichton en un apéndice a Estado de miedo, que en la actualidad rara vez se menciona. Explica Crichton:
La eugenesia postulaba una crisis de la dotación genética que conducía al deterioro de la especie humana. Los mejores seres humanos no se reproducían a la misma velocidad que los inferiores: los extranjeros, los inmigrantes, los judíos, los incapacitados y los "débiles mentales" (…) "peligrosas plagas humanas" que representaban "la creciente marea de imbéciles" y que contaminaban lo mejor de la especie humana".
"Los eugenistas y los inmigracionistas aunaron fuerzas", sigue explicando Crichton, "para poner remedio a esta situación".
El proyecto consistía en identificar a los individuos que eran débiles mentales –existía acuerdo en que los judíos eran en su mayoría débiles mentales, pero también muchos extranjeros, así como los negros– e impedir su reproducción mediante el aislamiento en instituciones o la esterilización.
Los suecos siguieron esterilizando, en plan secreto de Estado, hasta hace casi nada. Fueron eugenistas Theodore Roosevelt, Woodrow Wilson, Winston Chuchill, Oliver Wendell Holmes, Alexander Graham Bell, Leland Stanford, fundador de la universidad homónima, y notables de la izquierda como H. G. Wells y George Bernard Shaw. Margaret Sanger, precursora del feminismo moderno, sostuvo que acoger a los "inútiles" a costa de "los buenos" era una "crueldad extrema", y que la posteridad no podría padecer mayor maldición que un legado de "una creciente población de imbéciles": por eso había que ocuparse del "peso muerto de desechos humanos". También nuestro doctor Gregorio Marañón era eugenista.
Visto semejante panorama, debido al éxito de una seudociencia, no sorprende que se prestara poca atención a dicho aspecto del nacionalsocialismo, que no hacía más que poner el acento en lo que ya era política de Estado en muchos países, empezando por los Estados Unidos. Algún día se aclarará cuánto tuvo esto que ver con la decisión de Roosevelt de negar el pan y la sal a los pasajeros del Saint Louis.
Pues bien: Linton se mantuvo indemne, al margen de todo ese horror. Primero, porque era un hombre modesto: "La antropología", escribe, "al igual que las demás ciencias jóvenes, no está muy segura de sus objetivos ni de la forma en que deben manejarse sus materiales. Esto ha dado por resultado el desarrollo de un número de escuelas distintas, todas las cuales han aportado valiosas contribuciones al desarrollo de la ciencia pero también han lanzado juicios algo extravagantes". Segundo, porque había sacado una conclusión correcta de sus estudios: "Si la antropología ha conseguido probar algo, ello es que los pueblos y las razas son fundamentalmente muy semejantes unos a otros". En esos términos, no sólo se puede sino que se debe hablar de razas, si es que uno quiere ser mínimamente leal a la realidad. Es evidente que Linton nadaba contra corriente.
Pasaron cinco años entre la edición de 1936 y la de 1942 (texto de 1941), y ello únicamente por la minuciosidad de la labor de Linton, quien anota: "Esta obra, escrita en 1936, ha tenido que ser revisada en detalle para preparar la presente versión española. A la luz de los conocimientos de 1941, la evolución de la especie humana puede resumirse en la siguiente forma…", y desde allí continúa.
Linton sólo vivió sesenta años. Falleció en 1953. No actualizó el libro para la edición de 1944, probablemente debido a los trastornos de la guerra y a la preparación de su traslado de Columbia a Yale. Todas las demás fueron póstumas. La dedicatoria de la obra es francamente sugerente. "A la próxima civilización".
Si he traído a colación la historia de mi relación con el Estudio del hombre y la edad en que lo leí por primera vez, los dieciocho años, es porque estoy convencido de que hizo de mí una persona mejor. Y, sobre todo, una persona capaz de procurarse un pensamiento independiente por encima de las modas y de las ignorancias de la etapa histórica que le ha tocado vivir.
RALPH LINTON: ESTUDIO DEL HOMBRE. Fondo de Cultura Económica (México DF), 1961, 486 páginas.