Ludwig von Mises (1801-1973) escribió Burocracia en 1944. Aunque se fijó en el nacional-socialismo y en el comunismo principalmente, no descuidó las fórmulas mixtas ("terceras vías") que tanto entonces como hoy se ofrecen como recetas milagrosas contra el paro y la inflación. Es en esta medida que la obra tiene relevancia, porque la socialdemocracia es la ideología dominante en el mundo.
Para el austriaco Mises, la burocracia es el único método de gestión del Estado. El poder político exige directrices, pautas, rigidez y, sobre todo, sumisión del funcionario a la normativa vigente. Evidentemente, este esquema de funcionamiento conlleva que, a medida que más ciudadanos trabajen para el Estado, por las regalías que reciben –como garantizarse un puesto de trabajo de por vida–, serán menos conscientes de lo que la libertad económica implica. Pero antes de comentar este extremo tendremos que analizar, por contraposición, cómo funciona el mercado, para comprender mejor las diferencias entre el Estado y el capitalismo.
La diferencia entre ambos sistemas de gestión estriba en la búsqueda del lucro. Un empresario pretende ser su propio jefe y ganar más dinero. Un burócrata no tiene esos incentivos, sino, como ha explicado el Nobel de Economía Milton Friedman, maximizar los presupuestos y funcionarios a su cargo.
El problema es que la mentalidad funcionarial choca con la propia del capitalista. Y surge inevitablemente el conflicto. El Estado, con sus funcionarios a la cabeza, pretende restringir la libertad de mercado, convertir el sistema en una suerte de escuela donde el más estudioso es el que mejores notas saca, pero, desgraciadamente, el capitalismo no se basa en esas reglas. El capitalismo sólo premia a quien satisface al consumidor. En cambio, el burócrata no se debe al cliente, y su puesto sólo depende de que saque unas oposiciones.
Por eso, ¿cómo es posible que aún se intente obligar a las empresas a que actúen como si fueran extensiones del propio Gobierno? Para muestra, un botón. Puede ser razonable pedir que los órganos de la Generalitat hablen en catalán y español a los ciudadanos, pero en ningún caso el president debe dictaminar en qué idioma hablan los empresarios catalanes a sus clientes, ni si los rótulos de sus establecimientos están en catalán o no; ni, menos aún, imponer multas por no cumplir los criterios del catalanismo forzoso.
Los ejemplos se podrían multiplicar, pero baste añadir dos más: la obligación para los hosteleros de perseguir al fumador, so pena de incurrir en una infracción punible, y la fijación gubernamental de los precios de la telefonía, el gas y la electricidad, como si de impuestos se tratara. En los casos expuestos, lo que parece patente es que, desde el poder político, se trata de nacionalizar de facto todas las empresas. Algo así como la nacionalización sin expropiación de la que ha hablado estos días el presidente boliviano de extrema izquierda, Evo Morales.
En el frenesí de la multiplicación del funcionario, como si de panes y peces bíblicos se tratara, la izquierda ha demostrado no tener rival. Ni siquiera en las monarquías absolutas el burócrata estuvo mejor visto. Hoy en día, a fin de convertir las empresas a la "responsabilidad social corporativa", a la adoración del BOE y a cualquier movimiento políticamente correcto (feminismo, discriminación social positiva, ecologismo…), se contratan huestes serviles para que defiendan al Estado con tanto encomio como el que muestran los soldados.
"Los adalides del socialismo se llaman a sí mismos progresistas, pero recomiendan un sistema que se caracteriza por la rígida observancia de la rutina y por una resistencia a toda clase de mejora. Se llaman a sí mismos liberales, pero están tratando de abolir la libertad. Se llaman demócratas, pero (…) quieren hacer que el Estado sea omnipotente. Prometen las bendiciones del Edén, pero planean transformar el mundo en un gigantesco servicio de Correos. ¡Todos los hombres, excepto uno, empleados subordinados de una oficina! ¡Qué seductora utopía! ¡Qué causa más noble para luchar por ella!".
Desgraciadamente, Mises, a pesar de haber escrito estas palabras hace más de un siglo, sigue teniendo razón. Nos enfrentamos a una izquierda que ha abrazado el estatismo y persigue colectivizarnos de forma progresiva, sin que apenas nos demos cuenta. Un día es el pitillo lo que nos quitan; otro, la libertad de criticar el Estatut y el Islam; más tarde, me temo que será la propiedad privada, ya de por sí mermada, incluso constitucionalmente (la consabida "función social" de la propiedad privada). ¿Qué vendrá después?
La solución a esta pregunta no se la dará siquiera el propio Mises en Burocracia. Eso sí, le podemos asegurar que su lectura no le dejará indiferente, y que si sigue leyendo obras de este autor, como Socialismo o Gobierno omnipotente, seguro que empieza a adivinar adónde conduce el camino de la libertad cuando, parafraseando a Sabina, ya no se puede conducir sin cadenas.