El título de la obra era la inversión de la acusación marxista de que la religión es el opio del pueblo. El opio de la intelligentsia, su religión, replicaba Aron, era el socialismo estalinista. La intelectualidad lo seguía considerando la más pura aspiración política, a pesar de las promesas rotas. Aunque entonces ni Jruschov había revelado los crímenes de Stalin ni Solzhenitsyn había abierto los ojos a Occidente, las purgas, las hambrunas provocadas y los campos de concentración eran un secreto a voces.
Aron afrontó la redacción de este libro como una especie de curación. Tenía una niña con síndrome de Down y acababa de perder a su segunda hija, de seis años, por una leucemia. "Entre 1951 y 1954 buscaba refugio en una actividad incesante, múltiple, fugarme en un divertimento estudioso, suponiendo que esta conjunción de palabras no sea en sí misma contradictoria". El fruto fue este proceso a las buenas intenciones que permitían a los intelectuales seguir elogiando y propagando el marxismo.
Aron carecía de complejos respecto de sus antiguos colegas de la calle de Ulm –o sea, de la École Normale Supérieure, el prestigioso centro público de formación filosófica y humanística–, así que no tuvo mayor problema en negar la bondad intrínseca del marxismo, origen de su justificación universal. Él mismo había leído El Capital con la mejor de las voluntades:
Leí el primer tomo y el segundo y el tercero, pero no pude convencerme de que aquello fuera cierto.
El pliego de cargos aroniano contiene tres acusaciones, que apuntan al mito de la izquierda revolucionaria, a la idolatría de la Historia y a la enajenación de los intelectuales.
El mito. Para la izquierda, especialmente la francesa, la revolución se legitimaba por la necesidad de mejorar la condición de los desfavorecidos. En primer término estaba la revolución francesa. Aunque durante el XIX ésta fue juzgada con criterio por los propios franceses, que recordaban sus excesos, posteriormente se la introdujo en los terrenos de lo mitológico y se clamó por que, como pedía Clemenceau, se la considerara como "un bloque". Debía tomarse o dejarse en su conjunto. Había que meter en el mismo saco las cabezas cortadas, los derechos humanos y la sangre de los dos millones de jóvenes soldados que hicieron de carne de cañón en el sacudón expansionista napoleónico.
Ahora igual que entonces late bajo el mito del presuntamente límpido ideal de mejora del género humano el stalinismo real y el crimen verdadero. Pero la intelligentsia francesa seguía negándose a criticar la tiranía totalitaria.
La idolatría. En opinión de Aron, la intelligentsia se afanaba en correr tras el becerro de oro del determinismo histórico, pero la liberación de las masas eternamente oprimidas no estaba produciéndose bajo el socialismo. Que el yugo ligero y la carga llevadera fueran, en 1955, casi cuarenta años después de la revolución de octubre, unas condiciones de trabajo en la URSS infinitamente peores que en Europa Occidental –por no hablar de los crímenes sin cuento perpetrados en la Patria de los Trabajadores– era obviamente un escándalo. La acusación de irracionalidad que el comunismo hacía a la religión se volvía aquí contra los defensores del estalinismo, que nunca habían prometido tanta sangre, sudor y lágrimas en nombre de una verdad absoluta que no se acababa de atisbar.
La alienación. El intelectual debía defender a la Unión Soviética por encima de su propia patria si necesario fuera, aunque las condiciones de los desfavorecidos fueran mejores en Francia que en la Patria de los Trabajadores. Aron devuelve aquí a la intelligentsia la acusación que ésta lanzaba al hombre religioso de centrarse en exceso en la otra vida en detrimento de la que transcurre en la Tierra: pensaba menos en la realidad que le rodeaba que en el Más Allá stalinista. Y acusa al marxismo de adoctrinar a las masas en la obediencia al gobernante y en ir en este punto mucho más lejos que el cristianismo, que nunca otorgó a aquél un cheque en blanco.
He ahí el núcleo de esta obra teórica de escritura tan elegante como lo fue el propio Aron, que pone de contraste la brutal diferencia entre el comunismo ideal y el real. Más de treinta años habrían de pasar para el derrumbe del imperio soviético, pero la insuficiencia intelectual de su trama ideológica ya estaba aquí, en estas páginas. Desde entonces, la literatura política francesa no ha dejado de nutrirse de ellas: véanse, como muestras señeras, títulos fundamentales como El pasado de una ilusión, de François Furet (1995), y El libro negro del comunismo, coordinado por Stéphane Courtois (1997). Por lo demás, El opio de los intelectuales se sitúa en la línea que va de La traición de los clérigos de Julien Benda (1927) a Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt (1951).
En 1983, el año de su muerte, Aron explicaba en televisión:
Hasta fechas muy recientes, la izquierda había rechazado la ruptura fundamental entre el sovietismo, el comunismo y los valores auténticos de la izquierda. No era yo el que traicionaba a la izquierda, era la izquierda la que se traicionaba a sí misma cuando decía siempre "mis camaradas comunistas".
Lo mejor es el legado que dejó como spectateur engagé. La última ironía de un libro repleto de paradojas: hay ahí un espectador comprometido, pero del otro bando. Rechaza con razones y pruebas, apela a los hechos y expone la ceguera del intelectual ante el fracaso del socialismo real. Hoy, la élite y los medios, la intelligentsia, diseminan ideas falsas para controlar a las masas en defensa de un progresismo estatalista que no es víctima sino lobo con piel de cordero. Se presenta también con las mejores intenciones, pero igualmente no ofrece sino fracasos y decepciones. Ahora bien, su derrota está lejos de ser un hecho si nadie asume el papel que asumió Aron en su día, para desmontar sus mentiras e incoherencias.
RAYMOND ARON: EL OPIO DE LOS INTELECTUALES. RBA (Barcelona), 2011, 400 páginas.
JUAN FRANCISCO CARMONA, analista del GEES.