Recibí el libro como tantos otros y decidí hojearlo al caer la tarde, como para enterarme del contenido y darle un lugar en el orden de lectura, pero no lo dejé hasta las siete de la mañana siguiente, ya terminado. Eso se llama leer de un tirón. Me enamoré del protagonista, Dreidel, que es un tipo del que, según él supone, nadie se puede enamorar; y que, para evitar cualquier sombra de seducción, propia o ajena, se declara impotente en cuanto conoce a una mujer. Esa asexualidad voluntaria redondea una novela cuyo eje no es el amor, sino la amistad. A pesar de que Dreidel ha tenido un solo amigo, Kler, y ese amigo está muerto.
La última vez que Dreidel ve a Kler, éste le dedica una mueca tan sutil como indescifrable, en la que Dreidel percibe un extraño e injustificado rechazo. Nunca han hablado mucho, y menos de cosas íntimas, pero Dreidel piensa que en algún momento aclararán todo aquello, el tiempo de silencio de Kler, cada vez más prolongado.
Hasta que, inesperadamente, Kler muere y la aclaración se hace del todo imposible. Pero alguien habrá que sepa qué ocurrió realmente. Tal vez la viuda, o el rabino, o el productor de videojuegos que ha hecho rico a Dreidel administrando una genialidad que él mismo no sabe que posee. A decir verdad, Dreidel lo ignora casi todo acerca de su propia persona y, lo que no sé si es peor, no siente el menor interés en averiguarlo, como casi todos los hombres corrientes, que suelen ser corrientes tan sólo por no hacer el esfuerzo de descubrir que son algo más, y porque intuyen que dejar de ser corrientes les cargaría con una serie de responsabilidades, de obligaciones, de cargas.
Lo único que a él le interesa averiguar es qué sucedió en el alma de Kler, por qué murió sin explicarlo. He contado todo esto sin miedo a hacer un resumen del argumento porque un lector medianamente inteligente lo sabrá al cabo de cuatro páginas, y le quedarán 356 más para enterarse de todo lo que Dreidel hará a partir de ahí. Detesto que los reseñadores de prensa me cuenten una novela: aunque después hagan los más desmedidos elogios, ya me la han arruinado.
Mi elogio desmedido de Marcelo Birmajer lo hice hace unos años, cuando sólo conocía los relatos del primer volumen de sus Historias de hombres casados (al que siguieron Nuevas historias de hombres casados y Últimas historias de hombres casados) y escribí en ABC: "Algunas piezas de este libro serán recordadas al cabo de los años como se recuerdan hoy algunas de Julio Cortázar"; idea en la que me ratifico con cada vez más convicción. Después de aquello empecé a leer sus novelas, todas las que ha escrito, pero sobre todo Tres mosqueteros, libro en el que aprendí que nadie puede contar la historia de su propia época, ya que los personajes no suelen escribir libros porque desconocen el desenlace, y que esa tarea terrible recae habitualmente sobre la generación siguiente, la de los que sí saben cómo acabó todo: nadie ha narrado mejor que Birmajer esos años setenta que yo viví como joven estúpidamente revolucionario cuando él tenía seis o siete años.
Después vinieron otras maravillas, tituladas Historia de una mujer y Tres hombres elegantes. Cada vez, un Birmajer nuevo, más maduro, más rotundo, más perfecto. Que, por el momento, culmina en La despedida. La evolución de Birmajer se asemeja mucho a la de su (y mi) admirado Philip Roth (que se va a morir sin el Nobel, como Borges) y a la de su (y mi) adorado Isaac Bashevis Singer, dos grandes pilares de la literatura judía: sus personajes son, de libro en libro, cada vez más canallas, es decir, más específicamente literarios. Llegará a su mayor expresión cuando sus protagonistas alcancen la dimensión de libertad del Sabbath de Roth o del rufián de Escoria de Singer, que están ahí, buscando la puerta por la que entrar en un libro de Birmajer. Creo que en La despedida él mismo les ha abierto esa puerta, ha dejado claro que los espera. Todo está dispuesto para que sea un clásico sin discusión posible.
MARCELO BIRMAJER: LA DESPEDIDA. La Otra Orilla (Barcelona), 2010, 370 páginas.