La mendacidad de este esquema de buenos y malos (repetido recientemente por Peces Barba en su homenaje a Carrillo, demócrata do los haya) salta a la vista con sólo considerar que el bando "democrático" se componía de stalinistas, marxistas del PSOE, anarquistas, racistas del PNV y golpistas republicanos y de ERC.
Los materiales y críticas publicados en los últimos años, particularmente de César Vidal y míos, impiden repetir esa fantasía propagandística con la desenvoltura con que se venía haciendo, y hoy casi todos los historiadores la van abandonando. Algo es, aunque insuficiente. Con supuesta objetividad, casi todas las historias presentan ahora a los dos bandos como malvados por igual, o quizá uno más malvado que el otro, pero no tanto como se había dicho. La tesis arroja una sombra muy oscura sobre nosotros mismos, pues descendemos de aquellos españoles tan maléficos y necios, y estamos hechos de la misma pasta. Una pena. Tal enfoque suele acompañarse de las consabidas jeremiadas moralistas sobre el "cainismo" de los españoles y demás topicazos al uso. ¿Se sentirán cainitas quienes así declaman, y querrán consolarse proyectando su culpa sobre los españoles en general?
Tenemos el libro de Beevor, que no pretende ser complaciente, asegura, con ningún bando, pero que en realidad hace aportaciones a la siniestra literatura del odio creada por uno de ellos. "Ganó el bando más despiadado", concluye el señor Beevor, dejándonos la duda de si el despiadado no será él, al menos con los hechos históricos, a los que maltrata por sistema. Ya dediqué algún comentario al caso.
Acaba de salir otra historia, de Bartolomé Bennasar, con el título, en español, El infierno fuimos nosotros. ¿Quién será ese "nosotros"? ¿Bennasar el primero?… "Ha llegado la hora de abrir las puertas a la memoria", anuncia triunfalmente la faja del libro, y lo justifica el prólogo: "Tras un período de casi veinte años de amnesia voluntaria y casi total, la Guerra Civil española solicita hoy la memoria de sus últimos testigos y la investigación de los historiadores". Esa amnesia –existente sólo en la imaginación de Bennasar– ha respondido, explica él, "a una necesidad profunda de la sociedad española". Si es así, muy mal se ha satisfecho esa necesidad, pues, como él mismo reconoce, sin temor a contradecirse, ha habido una "inmensa producción [bibliográfica] española sobre todo a partir de 1975".
Ahora bien, nos advierte el autor francés, esa multitud de libros "sigue estando marcada por el sello de la pasión". No le gusta Ricardo de la Cierva ("vulgata franquista"), no menciona a los fundamentalísimos Martínez Bande o a los hermanos Salas Larrazábal, pero, en un alarde de "imparcialidad", encuentra también apasionados a Tuñón., Viñas o Juliá, si bien mucho menos que a De la Cierva, en especial a Juliá. Y termina virtuosamente: "A la historia no debe importarle lo políticamente correcto". Uno sospecha que buena parte de sus cautelas e intentos de equidistancia le vienen de los estudios críticos de un servidor, y sin embargo Bennasar concluye con esta honda reflexión: "Finalmente cabe preguntarse si Pío Moa no es un precursor de la era de los provocadores". Pregunta enjundiosa, y que ya orienta un método.
Con parecido enfoque ha escrito J. Eslava Galán Una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadie, un poco con ese moralismo castizo de barra de bar, un tanto desgarrado, anecdótico y arbitrario, con pretensiones de agudeza no siempre bien justificadas. Un ejemplo: "Algunos autores intentan involucrar a Santiago Carrillo en aquellos asesinatos [de Paracuellos]. Es posible que no se enterara de ellos a pesar de su cargo de responsable de Orden Público en Madrid. Don Santiago mantendría su característico despiste toda su vida. En años venideros será amigo y frecuente invitado de Ceaucescu, el sangriento dictador rumano, y compatibilizará la amistad de tan siniestro personaje con la lucha por liberar al pueblo español de la dictadura franquista".
El pueblo español no mostró mucho entusiasmo por la liberación que le ofrecían los amigos de Ceaucescu, y el despistado parece el señor Eslava, salvo si el párrafo es una ironía. Tengo la impresión de que muchos datos usados por el autor provienen de Los mitos de la guerra civil, aunque no me cita; defecto menor, dadas ciertas costumbres intelectuales en España. En fin, el que una historia guste o no importa tan poco como si se la tilda de derechas o de izquierdas. El problema reside en la veracidad, y esos moralismos ligeros no suelen ayudar a resolverlo.
Mencionaré, para terminar, la serie de El Mundo, también marcada por ese moralismo algo pretencioso. La obra, exponen modestamente sus promotores, "es la primera que se ha escrito en España con un propósito firme de objetividad, alejada por igual de las visiones maniqueas y de los revisionismos”. Casi nada. Las historias se escriben, por lo general, con propósitos de objetividad, otra cosa es que los cumplan. Y difícilmente los cumplirá quien empieza con tan soberbia falta de lógica: si las versiones anteriores eran maniqueas, la elaborada por El Mundo entraría por fuerza en la corriente revisionista. Pero se pretende "ni pobre ni rica, sino todo lo contrario".
El impulsor de la serie, Pedro J. Ramírez, no añade esperanza con su escrito de presentación, 'Cuando sólo te quedaba ser murciélago'. Los dos bandos contendientes, indica, se componían de "canallas y sádicos sayones", que habrían arrastrado contra su voluntad a "cientos de miles de hombres buenos y millones de familias que simplemente pasaban por allí". Él naturalmente, se identifica con quienes no entraron en ninguno de los dos bandos, prefiere a los "murciélagos", ni pájaros ni ratones. Ejercicio sospechosamente fácil. Las condenas a diestro y siniestro no exigen mucho esfuerzo, sólo algún movimiento de los dedos sobre el teclado. Sentado cómodamente en un despacho, ajeno a las tensiones de aquella época, cualquiera puede creerse moralmente superior, pero el propio sentido moral nos impone mayor sensatez o cautela. ¡Quién sabe cómo reaccionaría Pedro Jota en los años 30!
Además, ¿era mejor, moralmente, la postura de los "murciélagos"? Cabe dudarlo. Si tanta gente no pensaba o no quería seguir a los canallas, ¿cómo no la ilustraron y condujeron los buenos murciélagos para impedir la catástrofe? ¿No se dieron cuenta de cómo iba gestándose la guerra? ¿No supieron advertir o movilizar a esa mayoría para detener a los extremistas? Pues no, en efecto. No se enteraron, no quisieron o no supieron hacer nada práctico, y por ello sus quejas y acusaciones quedan en declamaciones retóricas a destiempo.
Dedicarse a condenar, tan gratuitamente, a unos y a otros puede satisfacer el ego de algunos, pero tiene escasísimo interés y nulo valor explicativo. Pedro Jota menciona la frase de Stanley Payne de que en la guerra no hubo buenos. Payne quería indicar, supongo, que ningún bando defendió la democracia, lo cual es cierto, pero sólo un primer paso para clarificar la historia. El segundo paso ya lo da Pedro Jota en la mala dirección al citar en su apoyo a Juan Benet, un intelectual bastante frívolo, de muy escasa autoridad en la materia: "La República y el estado democrático quedaron pulverizados el 18 de julio por la acción conjunta y simultánea de dos revoluciones extremistas lanzadas contra él en un mismo día (…) Un Estado cuenta por lo general con recursos para enfrentarse con una revolución; dos en el mismo día parece demasiado".
Tal planteamiento oculta la realidad. No es verdad que un buen día unos locos o canallas de izquierda y de derecha decidieran destruir la democracia, ni se pueden poner en el mismo plano a unos y a otros. Aquel 18 de julio no existía un Estado democrático, y el poder supuestamente republicano terminó de desatar la revolución izquierdista al entregar las armas a los sindicatos. La legalidad republicana había sido atacada violentamente por las izquierdas en 1934, con intención explícita, en parte conseguida, de provocar la guerra civil. Y entre febrero y julio de 1936 las mismas fuerzas arrasaron dicha legalidad, desde la calle, mediante un proceso revolucionario, y desde el poder, vulnerando sistemáticamente la Constitución.
Esta doble acción hizo imposible la democracia, derrumbó la convivencia ciudadana y empujó a gran parte de las derechas a rebelarse a la desesperada (estuvieron al borde de una derrota aplastante). La guerra no destruyó la democracia, sino al contrario: la previa destrucción de la democracia causó la guerra. De ello no puede dudar hoy nadie que prefiera el testimonio de los documentos a las construcciones propagandísticas.
A partir de ahí, es una observación trivial que cundan las atrocidades, al hundirse las bases de la convivencia y pelear cada bando por sobrevivir y no por una mayoría parlamentaria. El historiador debe esforzarse por comprender y hacer explícitas las razones de unos y de otros, y no centrarse exclusivamente en las atrocidades: en tales circunstancias la conducta humana se ve empujada a los extremos, desde el crimen sádico al acto heroico. La comprensión de los sucesos tiene mucho más valor que los vanos ejercicios de condena moral desde un estrado ilusorio de juez del pasado.
Y no porque la moral esté de más. La conducta humana es inevitablemente moral, pues no viene dictada por el automatismo del instinto, sino por la elección. Pero un relato histórico veraz rezuma moral implícita, y no precisa adornarse de consideraciones retóricas de ese género. Los relatos falsos, en cambio, suelen exigirlas, tal como los niños, cuando hacen dibujos confusos donde no se reconocen los objetos, suelen añadir explicaciones: "Esto es una casa, esto es una oveja".
UNA VISIÓN CRÍTICA SOBRE LA REPÚBLICA Y LA GUERRA CIVIL: La importancia actual del pasado – Errores de detalle – Los enfoques sentimentales.