Reparemos un momento en la cuestión de la pobreza. Lo primero que podemos pensar es que la causa está muy clara: unos tienen más de lo que merecen. Con tal respuesta se explica la injusticia global de manera bien sencilla. Sin embargo, lo cierto es que esta visión resulta profundamente perniciosa para quienes menos tienen; para aquellos, pues, a los que se quiere favorecer. Cuando un político se la toma en serio, sube los impuestos para redistribuir la riqueza. Como consecuencia de ello, los empresarios se ven obligados a reducir costes y, por tanto, a despedir gente, cerrar líneas de producción o trasladar las empresas a otros países; o a aumentar los precios para mantener el nivel de beneficios, con lo que los consumidores resultan perjudicados.
Apostar por la redistribución como medida para erradicar la pobreza implica apostar por "lo que se ve" y olvidarse de "lo que no se ve", lo cual genera consecuencias indeseadas.
Para desentrañar casos tan intrincados como el de la pobreza, o el de la sanidad pública, se precisa una visión mucho más sofisticada de la que a menudo utilizamos, para así no caminar derechos al atolladero. El libro que comentamos esta semana, El economista camuflado, de Tim Harford, pretende arrojar luz sobre supuestos como los indicados.
Harford es original y ameno, y cuenta con un sentido común extraordinario, si se me permite la expresión. Si además les digo que trabaja en el Banco Mundial pero no piensa como un burócrata y que escribe una columna sugerente donde es capaz de explicar, económicamente, hasta si les saldría a cuenta a las mujeres ser ellas quienes pidiesen la mano de los hombres, entonces seguro que se animan a comprar su libro. El hecho de que haya vendido más de 400.000 ejemplares en todo el mundo será también un buen acicate para hacerlo, porque tanta gente no puede equivocarse, ¿no? Lo cierto es que sí, que pueden equivocarse, pero en este caso la inversión merece la pena.
Aunque en un primer momento Harford trata de sorprendernos con análisis aparentemente insulsos (por ejemplo, por qué vale tanto un café en Starbucks), la obertura da paso a una serie de cuestiones mucho más interesantes, como su propuesta de privatización de la sanidad o su crítica a los programas de ayuda al Tercer Mundo.
El principal problema de los países subdesarrollados es que padecen un exceso de regulaciones y corrupción. Harford relata que en Camerún, el quinto país más corrupto del mundo en 2001, aunque se reciben fondos de numerosos organismos internacionales, el dinero se dilapida y los ciudadanos no disfrutan de la ayuda externa, que, según el pensamiento dominante, es el único remedio para la miseria. Por si esto fuera poco, las rígidas leyes laborales del país garantizan, sostiene Harford, que sólo obtengan contratos formales los hombres con experiencia profesional, "mientras que las mujeres y los jóvenes deben arreglárselas solos en el merado negro". Además, "el papeleo burocrático desalienta la creación de nuevos negocios".
Lo que necesitan los países que se encuentran en la situación de Camerún es emprender reformas legales para proteger los derechos individuales, garantizar la libertad económica y reducir la burocracia.
Con mucho ingenio, Harford analiza lo que sucede cuando un país se cierra al exterior para protegerse de esa ola globalizadora que, según los Bovés y Banderas de turno, es peor que la peste. En realidad, blindarse al comercio implica, por ejemplo, que los consumidores paguen por un televisor el doble de lo que podría costarles y tengan que renunciar a comprar otros productos, lo que a su vez repercutirá negativamente en los resultados de otras compañías (las que producen, y distribuyen, y comercializan, esos productos no adquiridos).
En lo relacionado con la sanidad, Harford aboga por incrementar la capacidad de elección de los pacientes. Se trata de que podamos asumir la responsabilidad de nuestra asistencia médica. Bastaría con hacer que la gente eligiera un seguro privado y que lo que éste no cubriera por ser demasiado costoso, como un tratamiento contra el cáncer, fuera sufragado por el Estado. Un sistema parecido funciona, con éxito, en Singapur.
Por lo demás, Harford ofrece otras interesantes ideas para comprar zumos de frutas baratos, elegir la mejor cola a la hora de pagar o invertir en bolsa.
Aunque no lo creamos, todos somos, de alguna forma, economistas: cuando compramos, cuando votamos por un candidato, incluso cuando formamos una familia... Entender de economía es una necesidad; para, por ejemplo, no sostener ideas que, de llevarse a la práctica, provocarían nuestra ruina y la de la sociedad. Libros como El economista camuflado ayudan a entrenar la mente casi tanto como los sudokus de Libertad Digital.