No es que en aquella ciudad se numeren los barrios, claro está. Once es el modo abreviado de referirse al 11 de setiembre de 1852, fecha de una revolución que quiso separar Buenos Aires del resto del país. Birmajer, sin embargo, tiene otra teoría: dice que "Once" alude a un mandamiento faltante que algún día entregará Dios precisamente ahí, en un baldío que ya no existe. Ese undécimo mandamiento no será una prohibición más, sino la necesaria instrucción para aplicar los otros diez, de modo que de una vez por todas los cumplamos.
Leyendo El Once. Un recorrido personal compruebo que no sólo no existe ya el baldío con el mendigo tuerto que asustaba a Birmajer en su infancia, sino que ni siquiera existe el barrio que yo recuerdo. El Once de Birmajer es el de una generación posterior a la mía, y sólo una parte de mi memoria sobrevive en él. Otra, en cambio, amén de subsistir, se ha agrandado. Lo mismo que me pasa con la ciudad. Y que justifica la necesidad de la literatura.
Explico esta última afirmación. Entre 1974 y 1986, es decir, los años que duró la dictadura, primero de Isabel Perón y López Rega, después de Videla y sucesores, más un tiempo de espera prudente, no pisé Buenos Aires ni el Once. Cuando lo hice me encontré con una ciudad distinta, en la que los ejecutivos que uno se encontraba en los restaurantes caros no eran argentinos, sino chilenos, y con un barrio distinto, en el que los pequeños comerciantes judíos de toda la vida habían sido reemplazados en gran parte por pequeños comerciantes asiáticos.
En doce años de ausencia yo había creado mi propio Buenos Aires, con elementos propios y literarios, debidos sobre todo a Borges, a Bioy Casares, a Cortázar y a Roberto Arlt. De hecho, el Buenos Aires que yo podía evocar era una invención de ellos, pero era el único perdurable. Birmajer dice de ellos que son el ABC: Arlt, Borges, Cortázar, y también Adolfo Bioy Casares. Es verdad.
Arlt fue el primero en escribir la ciudad. Era una ciudad profética, narrada en los años de ascenso del fascismo y del comunismo en el mundo, en la que ya se leía el peronismo, con una década de antelación a su advenimiento real, cuando al coronel Perón lo conocían cuatro gatos y andaba por la Italia de Mussolini aprendiendo un poco. Tan fina fue su percepción que hasta adelantó la segunda oleada del peronismo, lanzada cuando él llevaba treinta años muerto: predijo que la revolución, con sangre, porque si no no sería una revolución, la iban a hacer siete locos, y que a su frente, manipulándolos a todos, iba a haber un astrólogo. Se puede leer en sus dos novelas que son una: Los siete locos y Los lanzallamas.
Borges estaba construyendo en silencio otro Buenos Aires paralelo, el de los cuchilleros idealizados, el de sus bisabuelos militares de la independencia, el de los lectores secretos de Spinoza y Carlyle, el del congreso del mundo: la genealogía de una ciudad que empezaba a ser importante, más importante que el país sobre el cual parecía regir pero sobre el cual no regía en absoluto. La capital de un imperio imaginario, como acertó a definirla Malraux.
En cuanto a Bioy: tuve el honor de exponer ante él, en los cursos de verano de El Escorial, hace unos cuantos años, una lectura personal de El sueño de los héroes, precisamente una novela de descubrimiento del Buenos Aires más oscuro. El personaje central ha pasado una noche de carnaval, borracho, en un recorrido por los márgenes de la ciudad. Ya despierto, decide buscar los lugares en los que ha estado. Y hace su recorrido por el universo entre pentagonal y circular de la capital argentina en sentido contrario al de las agujas del reloj, desandando su propio viaje, su propio tiempo, pero también el tiempo de la historia. Después de la charla, en una mesa en la que también se encontraba don Francisco Ayala, me dijo: "¿Sabe que nunca lo había pensado? A lo del reloj, me refiero. Tiene razón. Y es que siempre se escribe de adelante para atrás, ¿no?".
Cortázar no dependió de ellos, aunque prologó, como era debido, la que tal vez sea la única edición de la obras completas de Arlt, y Borges le publicó en Sur su primer cuento, Casa tomada, también una alegoría del peronismo que iba entrando lentamente, sin que uno supiera bien cómo y sin poder definirlo, en las casas del país. Cortázar creó un cuarto Buenos Aires, nacido de su propia memoria, que se ensambla perfectamente con los demás. Cuarenta años después de haberse instalado en París, y habiendo hecho en el ínterin sólo dos visitas fugaces, le escuché, en un encuentro que propició nuestro común editor de entonces, Jaime Salinas, desgranar la lista de todas las estaciones de metro de Buenos Aires en su orden correcto.
Cortázar tuvo un barrio: el de la margen izquierda de la calle Rivadavia, donde estaba el Normal de Profesores Mariano Acosta, en el que estudió literatura: justo enfrente de la casa de mis abuelos, en la parte del Once que se extiende hacia la avenida San Juan. Arlt vivió en toda la ciudad, incluidas algunas de las poblaciones suburbanas del sur y del oeste, Temperley y Castelar, donde se sitúa una parte importante de la acción de Los siete locos, entre ellas. Borges inventó Palermo, que le pertenecía, a partir de Evaristo Carriego. Bioy Casares era del barrio Norte casi por naturaleza, aunque su cuñada, la gran Victoria Ocampo, viviera en el corazón de Palermo, en Rufino de Elizalde 2831, en una casa proyectada por Alejandro Bustillo y que Le Corbusier elogió en 1929.
Birmajer inventó en sus novelas y cuentos el Once que hoy retrata en su nuevo libro. Inventar una ciudad a través de un barrio, y muy especialmente cuando se trata de un barrio judío, no es nuevo, pero sí singular. ¿Acaso hay otra Varsovia que la de Bashevis Singer, u otra Newark que la de Philip Roth, dos autores con los que Birmajer tiene grandes afinidades? ¿Sería Nueva York la ciudad que es sin la Newark de Roth? ¿Existiría la holandesa Albany sin el irlandés William Kennedy?
Hace mucho, en un intercambio de cartas, le señalé a Birmajer que en la esquina en que él situaba un bar, escenario de un cuento, no había ni había habido bar alguno, y él me respondió que lo sabía perfectamente, pero que le gustaba alterar ciertos detalles, cosa en la que se reafirma en El Once. Comprendí entonces que el barrio como tal sólo podía vivir literariamente así, con máscaras sutiles, con dosis menudas de irrealidad. Y también comprendí que, con el tiempo, el Once real sería el que él creaba así.
Dentro de cincuenta años alguien intentará contar la historia del lugar y pondrá un bar donde nunca lo hubo, basándose en el testimonio de Birmajer. Nadie va a comprobar si la pulpería que Borges sitúa en la Tierra del Fuego del Buenos Aires decimonónico se llamaba en verdad La Primera Luz, pero él lo bautizó así y así será para siempre.
Una advertencia, por si a alguien se le ha ocurrido la peregrina idea de que El Once de Birmajer es algo así como una guía para turistas secretos: no hay nada de eso; los grandes escritores no escriben libros pequeños. El Once es lo que un barrio es en realidad: una suma de pequeñas historias que son la historia, un sitio en el que los hombres se detienen durante un tiempo y viven, la esperanza común de que un día se produzca justamente ahí la grande y definitiva revelación, la del mandamiento que nos enseñe a acatar los diez que ya conocemos, como espera Birmajer. Por eso sigue viviendo allí, completamente, día a día y en sus relatos.